—Desde luego —dijo el guardia, asintiendo tan enérgicamente que pensé que la cabeza se le iba a caer y que su decapitación me proporcionaría la oportunidad de escapar. Advertí con cierta satisfacción que la seguridad en las puertas no era como debería haber sido.
—Volvamos ahora al caso que nos ocupa —prosiguió el juez, apartando la mirada de nosotros para fijarla en el hombre que tenía ante sí y que se veía de lo más humilde; sostenía una gorra entre las manos y sus facciones caballunas esbozaban una expresión de absoluta consternación—. Usted, señor Wilberforce, es una deshonra para la comunidad y considero que lo mejor para todos sería que desapareciera de escena durante una temporada. —Se aseguró de pronunciar cada palabra con repugnancia y superioridad, el muy perro.
—Tendría a bien su señoría… —repuso el tipo tratando de ponerse derecho, pero quizá tenía agarrotada la espalda porque parecía incapaz de adoptar una postura erguida—. No estaba en mis plenas facultades mentales cuando ocurrió el incidente y ésa es toda la verdad. Mi querida y santa madre, a quien se llevaron de mi lado sólo unas semanas antes de mi error de juicio, se me apareció en una visión y me dijo que…
—¡Ya basta de tonterías! —estalló el señor Henderson golpeando con el mazo el estrado—. Juro por Dios todopoderoso que si oigo una palabra más sobre su querida y santa madre lo sentenciaré a unirse a ella de inmediato. ¡Y no crea que me desdeciré!
—Qué vergüenza —exclamó una mujer, y el juez miró hacia el público con un ojo cerrado y el otro tan abierto que tuve la certeza de que si le daban una palmada en la espalda el globo le saltaría y rodaría por el suelo como una canica.
—¿Quién ha dicho eso? —rugió, y hasta el guardia a mi lado dio un respingo—. He preguntado que quién lo ha dicho —repitió, más alto incluso esta vez, pero no hubo respuesta y el juez se limitó a negar con la cabeza y mirarnos a todos con el aspecto de un hombre al que acaban de sangrar con sanguijuelas y ha disfrutado con la experiencia—. Alguacil —le dijo a un tipo aterrorizado que montaba guardia a su lado—. Una sola palabra más de cualquiera de esas personas… —Pronunció esta última palabra como si fueran lo peor de lo peor, lo que bien podían ser, pero de todas formas suponía una tremenda falta de cortesía—. Una palabra más de cualquiera de ellos y serán todos acusados de desacato al tribunal de manera individual. ¿Entendido?
—Entendido —asintió el alguacil—. Desde luego que sí.
—En cuanto a usted —continuó el magistrado, mirando al pobre desgraciado que languidecía ante él en el banquillo—, tres meses en prisión, y espero que allí aprenda una lección que no olvidará con rapidez.
Hay que decir en favor del condenado que éste hizo gala de dignidad y asintió con la cabeza como si aprobara por completo la sentencia. Lo hicieron bajar del banquillo y no tardó en verse estrujado casi hasta la muerte por una mujer que supuse su esposa, antes de que el alguacil se la quitara de encima. La observé desde cierta distancia y no me habría importado que me estrujara así a mí, pues era bonita como la que más, aunque las lágrimas le surcaban el rostro, y pese a la gravedad de mi situación hizo que me excitara.
—Bueno, alguacil —dijo el juez recogiéndose la toga y haciendo ademán de levantarse—. ¿Es todo por hoy?
—Debería serlo —repuso el alguacil con nerviosismo, como si le preocupara que lo mandaran a él a prisión si retenía más tiempo a su superior—. De no ser por el chico que acaban de traer.
—Ah, sí —dijo el juez, acordándose de mí. Volvió a sentarse y me miró—. Ven aquí, muchacho —añadió en voz baja y al parecer satisfecho de no haber acabado aún con su reparto de sufrimiento—. Al banquillo de los acusados, que es donde te corresponde estar.
Me levanté y otro guardia me condujo hasta el banquillo hincándome los dedos en el brazo, y me situó donde el viejo Henderson, el muy perro, pudiese verme mejor. Yo lo miré a mi vez y me dije que el lunar le había crecido desde nuestra última entrevista.
—Te conozco, ¿verdad? —murmuró, pero antes de que acertase a contestar, el guardia, el mío, quiero decir, se había puesto en pie y carraspeaba para llamar la atención, y que me aspen si todos los presentes no se volvieron para mirarlo. Palabra que ese hombre se equivocó de profesión: debería haberse dedicado al teatro, el muy mariquita.
—Con la venia del tribunal… —empezó, utilizando de nuevo aquel tono refinado que no engañaba a nadie—. Con la venia del tribunal, esta misma mañana he apresado a la miserable criatura que ven ante ustedes en el criminal e ilegal acto de hurtar un reloj cuya propiedad no le pertenecía.
—¿Quiere decir que lo robó? —inquirió el juez, como quien siega el campo de maíz con una guadaña.
—Como bien dice su señoría —admitió el guardia, un poco abatido por el resumen.
—¿Y bien? —preguntó entonces el juez, inclinándose hacia mí—. ¿Qué tienes que decir, chico? ¿Lo has hecho? ¿Eres culpable de tan abominable crimen?
—Ha sido un nefasto malentendido —aduje, suplicante—. Tomé demasiado azúcar en el desayuno, he ahí el problema.
—¿Azúcar? —repitió el juez, confuso—. Alguacil, ¿he oído decir al muchacho que ha sido víctima de un exceso de azúcar?
—Creo que sí, señoría.
—Bueno, pues al menos es una respuesta honesta —comentó Henderson rascándose la cabeza de forma que una nube de motas cayó de sus folículos a la toga, cubriéndola de nieve—. El azúcar no le conviene a un muchacho. Le da ciertas ideas.
—Eso es exactamente lo que pienso yo, su sabia señoría —intervine—. Pretendo evitarla en el futuro y chupar un pirulí de miel cuando me apetezca.
—¿Un pirulí de miel? —exclamó el juez mirándome como si hubiese sugerido blandir un látigo ante el príncipe de Gales para paliar el aburrimiento—. Muchacho, eso es incluso peor. Lo que necesitas son unas buenas gachas de avena. Las gachas son lo que te conviene. Las gachas han sido decisivas para muchos chicos que iban por el mal camino.
¡Gachas, nada menos! Habría disfrutado encantado de un cuenco de gachas para desayunar todas las mañanas de haberme dado él los dos peniques necesarios para ello. ¡Gachas! Los jueces como él ignoran por completo el mundo de las personas como yo, si he de ser sincero. Pero eso no les impide sentarse a juzgarnos. Sin embargo, no hay política alguna…
—Entonces comeré gachas de avena a partir de ahora —prometí con una leve inclinación de la cabeza—. Para desayunar, comer y cenar si consigo el dinero.
Se inclinó de nuevo hacia mí y repitió la pregunta que yo confiaba hubiese olvidado.
—Te conozco, ¿verdad?
—No lo sé —respondí, conteniendo un encogimiento de hombros, pues los jueces detestan ese gesto. Dicen que es signo de baja cuna—. ¿Me conoce?
—¿Cómo te llamas, muchacho?
Consideré darle un nombre falso, pero los guardias me conocían, así que dije la verdad, pues una mentira no habría hecho sino condenarme más.
—Turnstile. John Jacob Turnstile. Inglés, antes domiciliado en Portsmouth.
—¡Ja! —soltó el juez, y escupió un gran gargajo sobre el serrín del suelo, el muy cerdo—. ¡Condenada sea Portsmouth!
—Lo será, su magna señoría —repuse para complacerlo—, en el día del Juicio Final. No me cabe la menor duda.
—¿Cuántos años tienes, muchacho?
—Catorce, señor.
Se relamió unos instantes y estuve seguro de ver uno de sus espantosos dientes negros moverse por el oscuro cañón de su boca, amenazando con soltarse de las encías que lo sujetaban a duras penas.
—Estuviste ante mí hace un año —dijo señalándome con un dedo cerúleo, como de cadáver exhumado—. Ahora lo recuerdo. Creo que fue por otro robo.
—Un malentendido —dije—. Una travesura que salió mal, nada más.
—Te azotaron por ello, ¿no es así? Jamás olvido un rostro de mi tribunal o un trasero de mi cámara de azotes. Dime la verdad ahora y quizá Dios se apiade de ti.
Reflexioné. Hay todo un mundo de significado en la palabra «quizá» y bien poco de él me era útil. Pero no tenía sentido que me pillaran mintiendo cuando podían consultar los archivos en un santiamén.
—Lo recuerda usted correctamente —admití—. Me castigaron con doce latigazos.
—Y ninguno de ellos fue excesivo —añadió bajando la vista para apuntar algo en unos papeles que tenía ante sí—. Te declaro culpable, John Jacob Turnstile, del robo malintencionado —anunció en voz más baja, una voz que sugirió que había perdido interés en mí y que quería marcharse a comer—. Eres culpable de lo que se te acusa, sinvergüenza. Lléveselo, alguacil. A la prisión durante un año.
Los ojos se me abrieron desmesuradamente y confieso que el corazón me dio un vuelco de terror. ¿Un año de prisión? No saldría de allí siendo el mismo chico, eso lo sabía. Me volví hacia el guardia, mi guardia, y dicho sea en su alabanza, cuando me miró a su vez con el entrecejo fruncido su ademán sugería que lamentaba tener que llevarme allí, pues nadie en el tribunal lo habría creído un castigo apropiado. Unos azotes deberían haber bastado.
—Señoría… —empezó mi guardia, pero Henderson se había precipitado ya hacia sus cámaras privadas, sin duda para recibir instrucciones de sus señores del averno, y el alguacil me había puesto las manos encima y me llevaba a rastras.
—Lo hecho, hecho está —dijo con pesar—. Tienes que ser valiente, muchacho. Has de mostrarte firme.
—¿Valiente? —exclamé con incredulidad—. ¿Firme? ¿Con un año de prisión?
Hay un tiempo para la valentía y un tiempo para tenderle a un tipo una pistola cargada y permitirle que deje este mundo con honor, y ése era uno de ellos. Las piernas se me doblaron y, antes de darme cuenta siquiera, me estaban arrastrando a través del umbral. ¿Hacia qué? ¿Hacia un año de tormento y violación? ¿De hambre y crueldad? Apenas me atrevía a pensar en ello.
¡Menudo momento aquél! No me importa admitir que descendí los peldaños desde la sala del tribunal hasta las celdas subterráneas con el corazón encogido y bien pocas esperanzas. El día había empezado bien, pero había adquirido un cariz tan sombrío en cuestión de pocas horas que no pude evitar preguntarme qué tormentos me reservaba aún. Me las había apañado para desayunar medio arenque ahumado y una yema de huevo en el establecimiento del señor Lewis, tras lo cual me había acercado al mercado sin una sola preocupación en el mundo. La conversación con el caballero francés había versado sobre temas intelectuales, y soy de los que gustan de una pequeña disertación erudita de vez en cuando. Y aquel reloj suyo, que con tanta naturalidad hice pasar a mis manos, fácilmente habría sido decisivo para mí, pues era una excelente pieza, con una sólida cadena y refinado aspecto, y debía de haberle costado sus buenas libras en los joyeros; de haber conservado su posesión, se lo habría llevado a un hombre tuerto cuyo negocio consiste en el comercio de objetos robados y habría obtenido media corona por él. Pero todo se había perdido. Me llevaban a prisión y estaba preparando mi alma para padecer quién sabía cuántas vejaciones y atropellos.
¿Soy acaso demasiado orgulloso para recordar las lágrimas que anegaron mis ojos mientras esperaba? En absoluto.
El alguacil me había conducido escaleras abajo, donde yo debía aguardar mi transporte al Hades, y me encontré confinado en una fría estancia con suelo de piedra y nada donde sentarse. El guardia me había arrojado al interior sin una palabra de disculpa o excusa, y con quién se esperaba que la compartiera si no con el señor Wilberforce, el que habían sentenciado antes que a mí. Cuando entré, el muy bruto estaba instalado en el orinal y sus deposiciones emanaban un hedor de otro mundo que me hizo retroceder, pero la puerta se cerró con estrépito detrás de mí y no me quedó más remedio que enfrentarme con entereza a su toxicidad. Por lo que sabía, iba a ser mi compañero a partir de entonces.
—Ese viejo rastrero te ha mandado también aquí abajo, ¿eh? —dijo con una gran sonrisa, pues la desdicha prefiere compañía. Por toda respuesta, me dirigí al rincón más alejado de la celda y me senté con las piernas encogidas bajo la barbilla, rodeándolas con los brazos. Una fortaleza en torno a mí. Me miré los pies y me pregunté cuánto tiempo seguirían siendo míos los zapatos que llevaba cuando llegara a mi nuevo hogar. Y pensé en el señor Lewis y en el lío en que me vería metido cuando descubriese lo que me había pasado; lo había visto moler a palos a otros chicos hasta dejarlos medio muertos por mucho menos.
—Eso ha hecho —admití—. E injustamente, además.
—¿Por qué te ha trincado?
—Por robar un reloj —expliqué, incapaz de mirarlo, porque se había incorporado y examinaba el contenido del orinal como un médico o un viejo boticario—. Pero el tipo al que se lo robé lo ha recuperado, o sea que no se ha causado ningún daño. ¿Dónde está entonces el crimen, pregunto?
—Se lo habrás dicho al viejo rastrero, ¿no? —inquirió el señor Wilberforce, y negué con la cabeza; entonces añadió—: ¿Cuánto tiempo te ha caído?
—Un año.
Silbó entre dientes y movió la cabeza.
—Eso es una buena temporada. Sí señor, una buena temporada y no hay vuelta de hoja. Por cierto, ¿cuántos años tienes, muchacho?
—Catorce.
—Tendrás más años de los que te correspondan cuando salgas dentro de doce meses —me advirtió con cierto placer, una estupenda noticia sin duda destinada a animarme—. Yo también estuve a la sombra cuando tenía más o menos tu edad, pero prefiero no contarte las cosas que me ocurrieron. Si lo hiciera no dormirías.
—Entonces no lo hagas —espeté—. Guárdate tus consejos y ocúpate de tus asuntos, viejo borrachín.
Se me quedó mirando y esbozó una mueca. Pensé que si iban a transportarnos y albergarnos juntos, tenía que iniciar nuestra relación con una actitud huraña para darle a entender que yo no era un tierno mozalbete al que fácilmente podría convertir en criado.
—¿Me estás llamando borracho, un vil renacuajo como tú? —preguntó incorporándose con los brazos en jarras, como si posara para una estatua en Pall Mall—. Es la mayor calumnia que he oído en mi vida.
—El señor Henderson ha dicho más o menos lo mismo —solté, acalorándome—. Por eso te ha mandado a prisión tres meses. Y esa de ahí fuera, la que lloraba a mares, es tu esposa, ¿no?
—Sí, mi mujer —admitió, aguzando la mirada como si yo hubiese tomado su nombre en vano—. ¿Qué pasa con ella?
—Pues que cuando me traían aquí abajo estaba haciéndole arrumacos a otro tipo, arrullándole en la oreja de una forma asquerosa y poniéndole ojitos para que supiera que no estaba dispuesta a pasar carestía por más que tú fueras a hacerlo.