El guardia negó con la cabeza y me miró. Entre los dientes delanteros tenía restos de lo que me pareció un estofado; sólo de verlo me produjo repugnancia.
—Estás detenido —me informó con gravedad—. Debes pagar por tu abominable crimen.
La multitud vitoreó a su héroe recién coronado y se volvió como un solo hombre cuando un carruaje se detuvo detrás del vehículo del francés, pero no era más que el cupé del guardia. Se me cayó el alma a los pies al ver que su compañero, el que llevaba las riendas, se apeaba de un salto y se disponía a abrir las puertas de atrás.
—Vamos —ordenó el primero con un vozarrón para que todos lo oyeran—. Tu juez te estará esperando al final de nuestro viaje, así que ya puedes empezar a temblar en previsión de su magnificencia. —Desde luego, podría haberse dedicado al teatro.
El baile había terminado y yo lo sabía, pero hinqué de todas formas los talones en los resquicios entre los adoquines. Por primera vez lamenté de veras mis actos, pero no porque hubiese faltado a mi moralidad personal, por así decirlo, sino más bien porque en el pasado había faltado demasiadas veces de forma similar y, aunque ese guardia en particular no me conocía, había otros donde me llevaban que sí, y era consciente de que el castigo podía no ser del todo acorde con el delito. Me quedaba un único recurso.
—Señor —exclamé, volviéndome hacia el francés cuando el guardia empezó a llevarme hacia mi coche fúnebre—. Señor, ayúdeme, por favor. Apiádese de mí. Ha sido un accidente, palabra. He tomado demasiado azúcar en el desayuno, eso es todo, y me ha infundido ciertas ideas.
El caballero me miró y vi que lo estaba considerando. Por un lado, debía de estar recordando la agradable conversación que habíamos mantenido no hacía ni diez minutos, así como mis abundantes conocimientos sobre las tierras de China, por no mencionar mis ambiciones de convertirme en escritor de libros, que él aprobaba por completo. Por otro lado, le habían robado, simple y llanamente, y lo que está mal, mal está.
—Agente, rehúso formular cargos contra el chico —declaró al fin, y yo solté un grito de júbilo, un clamor como el que habría proferido un cristiano en el Coliseo si Calígula, aquel sucio pagano, le hubiese perdonado la vida y permitido luchar una vez más.
—¡Estoy salvado! —exclamé tironeando para soltarme del guardia, pero éste volvió a agarrarme.
—En absoluto —replicó—. Te han pescado con las manos en la masa y debes pagar por ello; si te dejamos aquí, volverás a robar.
—Pero, agente —insistió el caballero francés—, ¡yo lo absuelvo de su delito!
—¿Y quién es usted? ¿Nuestro Señor Jesucristo? —replicó el guardia, ante lo cual la multitud estalló en carcajadas. Él se volvió, sorprendido ante tal encomio, con los ojos radiantes y encantado de que lo consideraran un tipo estupendo y divertido—. Lo llevarán ante el juez y de ahí a prisión, diría yo, para que este pequeño bribón pague por su reprensible conducta.
—Es una monstruosidad… —protestó el caballero, pero el guardia no quiso ni oírlo.
—Si tiene algo que aducir, dígaselo al juez —fueron sus palabras de despedida mientras me arrastraba tras él.
Me dejé caer al suelo para ponérselo más difícil, pero siguió tironeando de mí por la calle empapada y aún puedo imaginar la escena: mi trasero dando tumbos sobre los adoquines en tanto tiraban de mí hacia el carruaje. Dolía, y no sabía por qué demonios estaba haciendo eso, pero sí sabía que no pensaba ponerme en pie y facilitarle la tarea. Antes habría preferido comerme un escarabajo.
—Ayúdeme, señor —exclamé cuando me arrojaron al interior del carruaje y me cerraron la puerta en las narices, tan cerca que casi me las arrancan. Aferré los barrotes y puse la cara más lastimera que pude, una imagen de incrédula inocencia—. Ayúdeme, y haré lo que me pida. ¡Le enceraré las botas todos los días durante un mes! ¡Le lustraré los botones hasta que brillen!
—¡Llévenselo! —berreó la multitud, y algunos hasta se atrevieron a arrojarme verduras podridas, los muy bellacos.
Los caballos se movieron y emprendimos nuestro alegre camino, yo en la parte de atrás preguntándome qué destino me aguardaba cuando me topara con el juez, que demasiado bien me conocía de encuentros anteriores para mostrar compasión alguna.
Lo último que vi cuando doblamos la esquina fue al caballero francés acariciarse la barbilla, como si se preguntara qué podía hacer estando yo en manos de la ley. Sacó el reloj para consultar la hora y a que no saben qué ocurrió entonces. Pues que se le escapó de las manos y cayó al suelo. Me resultó fácil adivinar que el cristal se habría roto. Hice un ademán de indignación y me dispuse a instalarme para al menos hacer el viaje un poco más cómodo, pero no había forma en aquella estrecha cabina.
No estaba hecha para el consuelo.
Jesús, María y José, si la vida no era ya lo bastante difícil, los guardias se aseguraron de que los caballos pasaran por todos y cada uno de los baches que adornaban el camino al juzgado de Portsmouth, el carruaje subía y bajaba como el camisón de una recién casada. Para los guardias no había problema: tenían un suave y mullido asiento bajo el trasero, pero ¿qué tenía yo? Nada, a excepción del duro metal que servía de asiento para quienes eran apresados contra su voluntad. (¿Y qué pasaba con los falsamente acusados?, me pregunté. ¡Qué ignominia, hacerles padecer semejante humillación!). Me encogí en un rincón del transporte y traté de asirme a los barrotes con la esperanza de mantenerme inmóvil, pues la alternativa era no poder sentarme durante una semana entera, pero todo fue en vano. Palabra que lo hacían para burlarse de mí, los muy perros. Y por fin, cuando llegábamos al centro de Portsmouth y pensaba que la terrible experiencia iba a concluir, que me aspen si el carruaje no pasó de largo justo ante las puertas cerradas de la justicia para continuar por la carretera llena de baches.
—¡Es aquí! —exclamé dando porrazos como un poseso contra el techo del carruaje—. ¡Eh, los de arriba, es aquí!
—Quédate callado o te vas a ganar unos azotes —respondió el segundo guardia, el que llevaba las riendas, no el que me había apresado esa mañana por mi pequeño y honesto robo.
—Pero os habéis pasado de largo —insistí—. Habéis dejado atrás el juzgado.
—Qué familiar te resulta, ¿eh? —contestó riendo—. Debí sospechar que habrías visto el interior del juzgado muchas veces.
—¿Y no voy a verlo hoy? —pregunté, y no me enorgullece admitir que empecé a inquietarme al advertir que estábamos saliendo de la ciudad. Había oído historias sobre chicos a los que los guardias se llevaban y no volvía a saberse de ellos; les ocurría de todo. Cosas que ni se podían mencionar. Pero yo no era tan malo, me dije. No había hecho nada para merecer semejante destino. Además, sabía que el señor Lewis esperaba mi regreso con el botín de la mañana y que, si no volvía, se armaría la gorda.
—El juez de Portsmouth está fuera toda la semana —me llegó la respuesta, y esa vez el tono sonó bastante amistoso. Pensé que quizá sólo me llevaban a las afueras para lanzarme a alguna cuneta con la cabeza por delante, animándome a ejercer mi oficio bien lejos de su territorio, una propuesta a la que en principio no me oponía—. Se ha ido a Londres, ¿qué te parece? El rey le ha concedido algún honor por los servicios prestados a las leyes del país.
—¿A Jack el Loco? —pregunté, pues conocía bien a aquel juez viejo y despreciable por haber tenido tratos con él en un par de ocasiones—. ¿Para qué diantre ha hecho eso el rey? ¿No había nadie por ahí que se hubiese ganado una medalla?
—Muérdete esa lengua, chico —espetó el guardia—, o contarás con una acusación extra en la lista.
Volví a acomodarme y decidí reservarme mis opiniones por el momento. Considerando la carretera que estábamos tomando, imaginé que nos dirigíamos a Spithead; en mi penúltimo arresto un año antes (me avergüenza admitir que acusado también de hurto), me llevaron a Spithead a cumplir mi castigo. En aquella ocasión, me plantaron ante un malévolo personaje que se hacía llamar juez Henderson, que tenía un lunar en medio de la frente y una boca llena de dientes podridos, y me había hecho ciertos comentarios sobre la personalidad de los chicos de mi edad como si yo representara a todos aquellos indeseables. Me había sentenciado a unos buenos azotes por mis descuidos, después de los cuales el trasero estuvo escociéndome como un campo de ortigas durante una semana. Yo había rogado no tener que volver a encontrarme nunca ante él, pero al mirar desde el carruaje tuve la certeza de que era ahí adonde nos dirigíamos, y entonces sentí miedo y me alegré de haberme visto zarandeado de aquí para allá en el carruaje, porque así al menos había una posibilidad de que tuviese tan dormido el trasero que no sentiría nada cuando en el juzgado me bajaran los bombachos y me lo dejaran en carne viva a base de azotes.
—¡Eh! —grité, desplazándome hasta el otro lado del carruaje para hablar con el primer guardia, puesto que habíamos establecido una suerte de relación durante el arresto—. Eh, guardia. No vamos a Spithead, ¿verdad? Dime que no vamos allí.
—¿Cómo podría decirte que no cuando lo cierto es que sí vamos? —repuso con una carcajada, como si hubiese contado un buen chiste.
—¡No es posible! —exclamé en voz más baja mientras meditaba sobre las consecuencias, pero el guardia me oyó de todas formas.
—Desde luego que es posible, mi joven granuja, y ahí se ocuparán de ti tal como conviene a los ladronzuelos como tú. ¿No sabes acaso que en ciertos países cercenan la mano por la muñeca a quien hace suyos sin permiso los bienes ajenos? ¿Te consideras merecedor de semejante castigo?
—Pero aquí no se hace —objeté desafiante—. ¡Aquí no! Quieres asustarme, ¿verdad? Aquí eso no pasa. Éste es un país civilizado y tratamos con respeto a nuestros decentes y honestos ladrones.
—¿Dónde pasa, entonces?
—En el extranjero —contesté sentándome de nuevo, decidido a no conversar más con aquellos dos ignorantes—. En China, por ejemplo.
Poco más se dijo después, pero durante el resto del trayecto oí a aquellos dos idiotas cacarear como un par de gallinas viejas, y estoy seguro de haber oído también que se pasaban una jarra de cerveza entre las mugrientas pezuñas, lo cual explicaría el hecho de que a medio camino de Spithead redujésemos la marcha y nos detuviésemos para que el conductor vaciara la vejiga en el arcén. Y no tuvo la menor vergüenza, pues se volvió justo hacia mí y trató de apuntar sus emisiones a través de los barrotes, lo que hizo que el otro guardia casi se cayera del carruaje del ataque de risa que le sobrevino. Deseé que así fuera, pues podría haberse partido la crisma de paso y habría sido una escena bien bonita.
—¡Apártate, asqueroso! —le grité retrocediendo hacia el fondo, fuera de su alcance, pero él se limitó a reír.
Cuando terminó, se guardó el pito y se enjugó las manos en la entrepierna de los pantalones, tan poco respeto tenía hacia sí mismo o su uniforme. Los guardias son unos brutos, todo el mundo lo sabe, pero también son unos bichos bien raros. Nunca he conocido a ninguno al que no deseara darle una buena patada.
Llegamos a Spithead antes de que pasara una hora y vaya si disfrutaron al abrir la puerta del carruaje y arrancarme de él por los brazos, como si fuera una criatura que no quisiera abandonar a su madre a la hora de nacer. Palabra que casi me descoyuntan los huesos, y no quiero ni pensar qué me habría ocurrido entonces.
—Vamos, chico —dijo el primer guardia, el que me había apresado, pasando por alto mis protestas por su violencia—. Ya basta de cháchara. Adentro.
El juzgado de Spithead no era ni mucho menos tan majestuoso como el de Portsmouth y los magistrados que trabajaban allí eran unos amargados. Todos aspiraban a irse a la capital del condado a dictar sus sentencias, pues hasta un tonto sabe que en la capital se encuentran criminales de una clase muy superior a los del resto de las ciudades. En Spithead nunca había gran cosa que oír aparte de unos cuantos casos de ebriedad o algún pequeño hurto. Un año antes se había armado un gran revuelo con un tipo que había poseído a una muchacha por la fuerza, pero el juez lo había soltado porque aquél tenía veinte hectáreas y ella era de familia humilde. Además, el juez le había dicho a la chica que debería sentirse agradecida por el privilegiado contacto que se le había concedido, lo cual no había sentado muy bien a la familia de ella. Lo que pasó fue que una semana más tarde el propio juez había aparecido muerto en una zanja con un agujero del tamaño de un ladrillo en la cabeza (y el ladrillo en sí reposando plácidamente en el arcén). Todo el mundo supo quién lo había hecho, pero no se dijo ni pío, y el de las veinte hectáreas se largó a Londres antes de que le hiciesen lo mismo a él, no sin antes vender las tierras a una familia gitana que echaba las cartas y cultivaba patatas con formas de animales.
El guardia me arrastró por un largo pasillo, que yo recordaba muy bien de mi anterior visita, a un ritmo tan frenético que en varias ocasiones temí caerme y que ése fuera el final, pues el suelo que me sostenía era de sólido granito y una cabeza blanda como la mía no habría soportado la colisión. Mis pies casi danzaban detrás de mí mientras el guardia me arrastraba.
—No tan rápido —exclamé—. ¿O acaso llevamos prisa?
—No tan rápido, dice —se burló él, riendo y hablando para sí, supuse—. ¡No tan rápido! ¿Qué te parece el tunante?
Giró a la derecha de repente y abrió una puerta, y tan de sorpresa me pilló aquel súbito cambio de dirección que finalmente perdí el equilibrio y caí de bruces, rodé sobre la crisma y di con el trasero antes de acabar despatarrado en la sala del tribunal, hecho un guiñapo. Y antes de que pudiese incorporarme se hizo un completo silencio y todas las cabezas y pelucas que había en la sala se volvieron para mirarme.
—¡Hagan callar a ese chico! —exclamó el juez desde el estrado, y quién era sino el mismísimo viejo Henderson otra vez, esa criatura osuna.
Se lo veía tan anciano, con sus buenos cuarenta o cuarenta y cinco años, que sin duda padecería la influenza de la mente y no se acordaría de mí. Después de todo, sólo era la segunda vez que estaba allí. Difícilmente podían tomarme por un criminal de carrera.
—Perdón, su señoría —dijo el guardia, y se sentó obligándome a instalarme en el banquillo junto a él—. Un caso de última hora, me temo. Portsmouth está cerrado.
—Bien que lo sé —replicó Henderson poniendo cara de acabar de pegarle un mordisco a un hurón infectado y habérselo tragado entero—. Al parecer, allí los magistrados están más interesados en recolectar elogios y chucherías que en la debida administración de la justicia, me temo. No como aquí, en Spithead.