—Dos años, diría yo —respondió encogiéndose de hombros, como si ese tiempo fuese una nadería para él—. ¿Has oído hablar de Otaheite? —me preguntó. Pensé un poco y negué con la cabeza—. De Tahití, entonces; con frecuencia se la conoce por ese nombre. —Dije que no otra vez—. Bueno, no importa. Tu ignorancia se verá rectificada bien pronto. El barco tiene como destino Otaheite, para una misión muy especial. Y cuando esa misión haya concluido, el barco regresará a Inglaterra. A la vuelta recibirás una paga de seis chelines por cada semana que hayas estado fuera y serás absuelto de tu delito. ¿Qué opinas, jovencito? ¿Somos del mismo parecer?
Traté de hacer cálculos mentales para descubrir cuánto serían seis chelines por semana durante dos años, pero no tenía ingenio suficiente para ello; sólo sabía que sin duda sería rico. Me entraron ganas de abrazar al caballero francés.
—Le estoy sumamente agradecido —dije, ansioso de que no retirase la oferta—. Le agradezco muchísimo su ofrecimiento, que acepto, y le aseguro que mi servicio será del más alto nivel en todo momento.
—Entonces no hay más que hablar —concluyó con una sonrisa, poniéndose en pie y apoyándome una mano en el hombro—. Pero me temo que no hay tiempo que perder. El barco zarpa a las cuatro en punto. —Hurgó en el bolsillo y sacó el reloj, pero frunció el entrecejo al posar la vista en el cristal hecho añicos y las manecillas rotas. Me miró un instante antes de devolverlo a su sitio sin comentarios—. Señor Henderson —dijo entonces—, ¿tiene hora?
—Las tres y cuarto —respondió el juez, que para entonces se había aburrido de los dos y se concentraba sólo en sus vituallas.
—Entonces debemos apresurarnos —urgió el señor Zéla—. ¿Puedo llevarme al chico, señor?
—Lléveselo, lléveselo —fue su respuesta—. Y tú asegúrate de que no habré de volver a verte, joven granuja, ¿me oyes? De lo contrario, sabrás lo que es bueno.
—Por supuesto, señoría. Y gracias por su generosidad —añadí.
Salí por la puerta detrás del caballero y me encaminé hacia mi nueva vida. Como es natural, el señor Zéla avanzó por los pasillos tan rápido como todos los demás y me vi obligado a corretear tras él. Por fin estuvimos fuera, donde esperaba su carruaje. Subí en segundo lugar y mi corazón se alegró al respirar de nuevo el aire fresco de la libertad. Iba a marcharme de Inglaterra y a correr una aventura. Si había existido alguna vez un muchacho vivo más afortunado, no conocía su nombre ni sus circunstancias.
—Discúlpeme, señor —dije cuando ya partíamos—. ¿Puedo preguntarle el nombre del barco y el del capitán a quien debo servir?
—¿No lo he mencionado? —preguntó él con sorpresa—. El barco es la fragata
Bounty
de Su Majestad, y la gobierna un hombre muy capaz y buen amigo mío, el teniente William Bligh.
Asentí con la cabeza y grabé esos nombres en mi memoria; como había sugerido el caballero, no significaron nada para mí en ese momento. Cuando doblamos una esquina para dirigirnos hacia la costa, no miré atrás ni una sola vez, y tampoco alrededor para llevarme un último recuerdo de las calles en que había crecido, ni me tomé un instante para contemplar una vez más los lugares donde había robado y hurtado durante una década o más; ni siquiera dediqué un solo pensamiento al establecimiento donde me había criado y donde se me había arrebatado la inocencia en un centenar de ocasiones. Miré en cambio hacia el futuro y las emociones y aventuras que me aguardaban.
Oh, qué insensatez la mía; qué poca idea tenía entonces de lo que me aguardaba.
El viaje
23 de diciembre de 1787 — 26 de octubre de 1788
En cuanto puse un pie en la cubierta de la
Bounty
el clima empeoró y empezó a llover; fue casi como si el Señor en persona hubiese echado un vistazo al barco y a las almas de a bordo, decidido que no le importaba gran cosa ninguno de nosotros, y pensado que sería entretenido atormentarnos desde el principio, el muy asno.
El señor Zéla se había despedido de mí en el muelle y no me importa admitir que sentí cierta inquietud al alzar la vista hacia el que había de ser mi hogar durante los siguientes dieciocho meses, quizá incluso dos años. Ese simple pensamiento bastó para dejarme hecho un manojo de nervios.
—¿No va a navegar usted también? —pregunté esperanzado, pues en el transcurso de nuestra breve relación había empezado a considerarlo algo así como un benefactor e incluso un amigo, teniendo en cuenta que me había ayudado ya en tres ocasiones distintas ese mismo día.
—¿Yo? —inquirió, y rió un poco negando con la cabeza—. No, no, muchacho. Me temo que, lamentablemente, en este momento demasiadas responsabilidades, más de las que me corresponden, me retienen aquí en Inglaterra. Por atractiva que me resulte la idea de llevar la vida de un aventurero, he de postergar el placer de este viaje particular y desearte
adieu
y
bonne chance
.
No sé por qué tenía que hablar de esa forma. De haber surgido ese meloso cotorreo de los labios de cualquier otro me habría sentido asqueado, pero en su caso daba la sensación de que las frases más simples habitaran en un país distinto del suyo. Traté de pensar en algo igualmente ingenioso que responder, pero él reinició su cháchara antes de que mi cerebro pudiese conectar con mis labios. Es algo habitual en los caballeros como él. Ven un silencio como la petición del público de otra canción.
—No es el barco más magnífico que haya visto —comentó con recelo, mesándose el bigote y frunciendo el entrecejo—. Pero es recio, eso sí se lo concedo. Y te llevará sano y salvo a tu destino. Sir Joseph se ha ocupado de que sea bien sólido, puedo prometerte que es así.
—Mientras no se vaya a pique, lo demás no me preocupa —repuse, sin importarme quién pudiera ser ese sir Joseph, y él me miró fijamente y negó con la cabeza.
—Muchacho, no debes hablar de ese modo a bordo —me aconsejó con seriedad—. Los marineros constituyen una raza curiosa. Tienen más supersticiones que los antiguos de Roma y Grecia juntos, y me atrevería a decir que verás las entrañas de más de un albatros abatido cuando las examinen en busca de una predicción del tiempo durante el viaje. Un comentario como ése puede convertir a tus nuevos colegas en extraños enemigos. Medítalo bien y sé sensato.
Asentí en silencio, pero pensé qué puñado de borrachines serían si no podían oír a un jovenzuelo decir lo que pensaba sin creer que todo el maldito mundo iba a acabarse. Aun así, fui lo bastante listo para comprender que el señor Zéla sabía mucho más que yo de cómo funcionaba el mundo, así que tomé nota de sus palabras y resolví moderar mi lengua durante el viaje.
Nos quedamos allí de pie unos instantes más y mi mirada se concentró en el extremo de la madera que hacía de pasarela, así como en los hombres que marchaban deprisa por cubierta como si llevaran fuego en el trasero, tironeando de cuerdas y tensando vete a saber qué. Me pregunté de pronto si no debería echar a correr en ese preciso momento, escabulléndome del caballero francés, y dirigirme a uno de los callejones laterales en que tenía la seguridad de poder perderlo si me daba caza (lo que de todas formas dudaba). Miré a izquierda y derecha, vi mi oportunidad, y estaba a punto de salir corriendo cuando, como si me leyera la mente, la mano del señor Zéla me oprimió el hombro y empezó a guiarme hacia mi destino.
—Ha llegado el momento de subir a bordo, señor Turnstile —declaró, y aquella magnífica y resonante voz suya cortó mis planes como un cuchillo caliente hiende la mantequilla—. El barco no tardará en zarpar; lleva ya un retraso de varios días. ¿Ves a ese tipo que nos hace señas desde lo alto de los peldaños?
Miré hacia donde señalaba y, en efecto, de pie en cubierta y sin el menor atisbo de vergüenza, había una criatura de aspecto abominable y cara de comadreja, huesuda y con las mejillas hundidas, que hacía aspavientos con los brazos como si acabara de fugarse de un hogar para desquiciados.
—Sí —repuse—, lo veo. Y le aseguro que es un espectáculo lamentable.
—Ése es el señor Samuel —me explicó—. El secretario del capitán. Te está esperando y te indicará cuáles son tus obligaciones. Un hombre sensato —añadió al cabo de un instante, pero por su tono no creí una palabra; me pareció que sólo lo decía para tranquilizarme.
Me volví y miré una vez más hacia donde se hallaba la libertad, pero descarté la idea y sacudí con la cabeza. Ahí estaba, a mis catorce años, un maestro en algunas artes —carterista y truhán redomado— y un completo inocente en otras. Desde luego, podría llegar hasta la capital, pues disponía del ingenio necesario para hacerlo, y con un poco de suerte conseguiría sin duda ganarme la vida allí, pero ante mí se ofrecía algo distinto. Una oportunidad de correr aventuras y ganar dinero. A diferencia de los marineros, yo no era de los que desperdician aliento o pensamientos en la superstición, pero aun así no podía evitar preguntarme si el destino no me habría conducido a ese momento y ese barco por una razón concreta.
Y había algo más que prefería no considerar: el señor Lewis, el hombre que me había criado. Los límites a los que él llegaría para volver a capturarme. Ese pensamiento me hizo estremecer y volví a mirar hacia el barco.
—Bueno —concluí con un gesto de asentimiento—. Me despediré de usted ahora, y he de agradecerle una vez más que me haya salvado. —Tendí la mano para estrechar enérgicamente la del señor Zéla, que pareció divertido ante mi gesto, el muy simple—. Me ha hecho un gran servicio y quizá algún día seré capaz de corresponderle.
—Correspóndeme siendo un buen paje para el capitán —me respondió poniéndome una mano en el hombro como si fuera su propio hijo y no un bribonzuelo que había recogido de las calles—. Sé honesto y leal, John Jacob Turnstile, y sabré entonces que no he cometido un error al elegirte y librarte de la cárcel.
—Así lo haré —declaré antes de decirle adiós una vez más y dirigirme pasarela arriba hacia aquel chiflado.
Subí despacio al principio y luego un poco más rápido, como si mi confianza creciera a cada paso.
—¿Eres tú el paje? —me preguntó la comadreja que estaba en lo alto con una voz que habría hecho agrietarse el cristal. Me pareció que sus palabras pasaban de largo por su garganta para ser articuladas en las cavidades nasales.
—John Jacob Turnstile —dije, tendiéndole una mano con la esperanza de que iniciáramos una relación amable—. Encantado de conocerlo, por supuesto.
Me miró la mano como si acabara de ofrecerle el cuerpo podrido e infestado de gusanos de un gato y le hubiese invitado a besarlo.
—Soy Samuel, el secretario del capitán —declaró, mirándome como si yo acabara de surgir de debajo del barco para plantarme ante él cubierto de percebes, apestando a las pútridas aguas cenagosas—. Soy tu superior.
Asentí. Sabía bien poco de la vida en el mar, aparte de lo que había oído contar a los marineros que llegaban y partían de mi pequeño mundo en Portsmouth, pero era lo bastante astuto para comprender que cada hombre a bordo de la
Bounty
conocía muy bien su sitio en la cadena de mando y que era muy probable que yo fuese justo el eslabón final.
—Me producirá entonces enorme placer alzar la vista desde mi ventajosa posición de inferioridad y enorgullecerme de su magnificencia —solté cuando empezó a conducirme a algún sitio, y se volvió para dirigirme una mirada furibunda que habría asustado a un chino.
—¿Qué has dicho? —preguntó con el rostro aún más crispado, y enseguida lamenté haber hablado, porque, cuanto más rato estuviésemos ahí plantados, más íbamos a mojarnos con aquel tiempo endiablado que empeoraba a cada instante—. ¿Qué acabas de decir, chico?
—He dicho que espero aprender de usted —repuse en tono más humilde—. Verá, es que yo no tendría que estar aquí. El puesto era de otro chico, pero lo perdió.
—Todo eso ya lo sé —respondió frunciendo el entrecejo—. Y sé más que tú, de manera que no finjas lo contrario o te pescaré. Y no debes creer lo que oigas de cualquier otra fuente, pues no hay verdad alguna en nada de lo que los hombres digan aquí. El joven Smith, el antiguo paje, tuvo la desgracia de caerse y yo no tuve nada que ver.
No contesté, pero tomé buena nota de afianzar bien los pies en cubierta siempre que el señor Samuel anduviese cerca. Quizá los secretarios y los pajes no sentían un natural afecto mutuo; por lo que sabía, así eran las cosas en el mar. Pero dispuse de poco tiempo para pensar en ello, puesto que seguimos adelante hasta que hubimos recorrido media cubierta, él con la cabeza gacha a medida que se abría paso entre las filas de hombres, que me miraban sin hacer comentarios. Casi todos eran mayores que yo, con edades que irían de los quince a los cuarenta, pero no aflojé el paso. Ya me presentaría más tarde. En honor a la verdad, debo admitir que me sentía nervioso ante ellos; todos eran más robustos que yo, y me miraban de arriba abajo como hacía el señor Lewis cuando se ponía lascivo, y ésa era una clase de conducta que no deseaba ahora que era un tipo que sólo dependía de mí mismo.
—Mueve esos pies y camina, chico —exclamó el señor Samuel a pesar de que me mantenía por completo a su altura—. No dispongo de tiempo para desperdiciarlo contigo. Llegas tarde.
Antes de que pudiese formular una respuesta y señalar que mi puntualidad había estado ese día en manos de otros, levantó una escotilla en el suelo para revelar una escalera que conducía a la cubierta inferior, a la que bajó al instante sin dirigirme una sola palabra; a mis pies les costó más acostumbrarse a aquellos peldaños extraños y descendí despacio, asiéndome cautelosamente a los lados con afán.