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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (34 page)

BOOK: Motín en la Bounty
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He aquí cómo nos organizábamos. Todas las tardes, alrededor de las cuatro, el capitán se retiraba a su cabaña para hacer la siesta. Era siempre muy madrugador, y si no conseguía descansar unas horas antes de la cena podía volverse una verdadera fiera. Antes de que se durmiera, me aseguraba de dejarle un cuenco de agua fresca junto al lecho para que pudiera refrescarse al despertar si yo no había vuelto todavía. Y entonces me iba.

Corría hacia el sur desde el campamento en dirección a una zona boscosa con árboles y arbustos, una clase de flora que no había encontrado en toda mi vida, pero apenas la veía mientras me apresuraba, ansioso por llegar a mi destino. No estaba ahí para contemplar el paisaje, ni me interesaba hacer bonitas guirnaldas; me esperaba un premio mejor. Seguía corriendo y doblaba a la derecha aquí, a la izquierda allá, saltaba algunas rocas que aparecían ante mí por sorpresa, rodeaba un grupo de árboles que se apiñaban como si quisieran proteger alguna criatura. Y salía entonces a un claro donde la fauna de la isla correteaba sintiéndose muy importante, aunque yo le prestaba tan poca atención como ella a mí.

Para entonces ya oía el suave chapoteo del agua en el arroyo y la cascada que vertía en la laguna de abajo, señal de que me hallaba cerca, y cuando eso pasaba me enardecía de excitación, pues sabía lo que me esperaba. Había más árboles y un repentino estallido de sol, y antes de que pasaran muchos minutos más me encontraba con lo que llevaba ansiando ver desde la última vez que nos habíamos separado: Kaikala.

Tenía la misma edad que yo, creo; quizá un año más. Tal vez dos, como mucho. Probablemente tres si he de ser del todo sincero. Y cuando sonreía me hacía sentir que nadie me había tenido nunca en tan alta estima como ella, o me había considerado un tipo tan gallardo, y esto último es probable que fuese cierto. No conseguía pronunciar bien mi nombre, John, y le resultaba imposible llamarme Turnstile. Por suerte, como no sabía siquiera qué era un tunante, no tenía intención de llamarme por ese maldito apodo, y creo que me habría echado a llorar si algún bellaco se lo hubiese mencionado y a ella le hubiese parecido divertido. De forma que se quedó con mi segundo nombre, Jacob, que pronunciaba «Yay-Ko», y de ese modo los dos, Kaikala y Yay-Ko, formamos nuestra alianza.

Era bien sabido que cada hombre en la isla había buscado la compañía de las mujeres; todos a excepción del capitán Bligh, cuyo corazón pertenecía a la señora Betsey, allá en Londres. No se trataba de asuntos del corazón, en su mayor parte, pero algunos de los más jóvenes, como yo, menos acostumbrados a los afectos e intimidades de las mujeres que nuestros colegas mayores, quizá tomamos esas muestras de cariño por algo más de lo que eran en realidad. Kaikala y yo dejamos bien sentado desde el día que nos conocimos que yo le pertenecía y estaba dispuesto a ser su esclavo, a ir a donde ella quisiera, cuando ella quisiera, y a hacer lo que ella quisiera. Era un papel que acepté con gusto. Cuanto más me pedía, más contento me sentía yo de satisfacer sus deseos; ya no era el criado del señor Bligh, sino el de Kaikala. Un día que yacíamos juntos a orillas de la laguna, tocándonos con suavidad, mientras mis dedos exploraban sus pechos con la misma libertad con que habría estrechado la mano de un colega, me preguntó por mi vida allá en Inglaterra.

—Mi hogar está en Londres —le conté, haciéndome el encopetado aunque jamás había estado al norte de Portsmouth—. Tengo una casa encantadora justo al lado de Piccadilly Circus. Los suelos son de mármol y las balaustradas de oro, aunque su brillo ha palidecido un poco, de modo que dejé instrucciones a mis criados de que estuvieran bien pulidas para cuando yo regresara. El verano, sin embargo, lo paso en la casa de campo, en Dorset. Londres es aburridísimo en verano, ¿no te parece?

—¿Eres hombre rico? —me preguntó con los ojos muy abiertos.

—Bueno, no es muy educado presumir de eso —expliqué, frotándome la barbilla con gesto sabio—. Digamos más bien que llevo una vida acomodada. Muy acomodada.

—Me gustaría tener una vida acomodada a mí. ¿Tienes muchos amigos en Inglaterra?

—Oh, por supuesto —contesté—. Somos miembros destacados de la sociedad, mi familia y yo. El año pasado, sin ir más lejos, mi hermana Elizabeth celebró su puesta de largo; al cabo de diez días le habían hecho ya cuatro propuestas de matrimonio y un admirador le había regalado un conejo de un color único. Una tía nuestra se la ha llevado de acompañante en un viaje por toda Europa, donde sin duda se verá envuelta en numerosos malentendidos y enredos románticos, y además sabe los números en francés, alemán y español.

Ella sonrió y apartó la mirada, y advertí que todo aquello le gustaba. Tenía aspecto de no saber nada del mundo más allá del suyo, pero era consciente de que había otro ahí fuera, un mundo mejor y del que deseaba formar parte.

—Pero ¿qué hace entonces Yay-Ko aquí en barco? —quiso saber—. ¿No prefieres quedar en Inglaterra y contar tu dinero?

—Es por mi viejo padre —respondí con un suspiro—. Consiguió su fortuna con el transporte marítimo, y antes de pasarme a mí el negocio insistió en que debía familiarizarme con el mar. Eso es terriblemente anticuado, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Uno tiene que complacer a su viejo padre. De manera que lo dispuso todo para que me mandaran aquí. Es un anciano muy enjundioso, pero tal vez no le quede mucho tiempo, y quería asegurarse de que su heredero conociera los entresijos. Por lo demás, soy el consejero más cercano al capitán Bligh —aseguré—. La
Bounty
se hundiría si yo no estuviese a bordo.

—A mí el capitán da miedo —comentó ella estremeciéndose—. Cómo me mira creo quiere matarme.

—Ladra mucho, pero no muerde —la tranquilicé—. Le contaré lo maravillosa que eres y así te tratará de otra manera. A mí me escucha más que a nadie.

—Y estos dos en huertos —añadió con una mueca de desagrado—. No gustan nada a mí.

—Ésos son los señores Christian y Heywood —expliqué—. Uno es un presumido y el otro un perro, pero no has de preocuparte por ellos. Yo estoy por encima de los dos, por eso tienen que hacer lo que les diga. Si intentan cualquier cosa desagradable contigo, cuéntamelo de inmediato. —Ése era mi mayor temor: enterarme de que Christian se había propasado con Kaikala. O, peor incluso, que lo había hecho Heywood.

—Son hombres malos —siseó ella entre dientes—. Hombres de tu barco son amables, en general, pero ellos no. Nos tratan mal. Tratan mal a todas chicas. Les tenemos miedo.

Algo en su tono me intrigó, pero al mismo tiempo preferí no saber más. Nunca me había llevado bien con el perro ni con el dandi, pero aun así seguían siendo ingleses, y no me gustaba enterarme de que se comportaban de forma ofensiva con las nativas.

—Y el rey —prosiguió después—. El rey Jorge. ¿Conoces a él?

—¿Que si lo conozco? —Me eché a reír, incorporándome sobre los codos—. ¡Vaya pregunta! Si he sido buen amigo de su majestad desde que era un crío… Muchas veces me ha recibido en palacio, nos hemos sentado a fumar un puro juntos y quizá a jugar una mano de whist, y me he quedado allí hasta bien avanzada la noche, hablando de asuntos de Estado y bebiendo el mejor vino.

Kaikala pareció encantada ante semejante idea.

—¿Y damas? —insistió—. ¿Hay damas en tu corte?

—Muchas damas —asentí—. Las damas más hermosas de Inglaterra.

Apartó la mirada y esbozó una mueca.

—Yay-Ko tiene enamorada en la corte —dijo con tristeza, y me apresuré a defenderme.

—¡Jamás! —exclamé—. ¡Por nada del mundo! Me resistí a sus encantos, esperando a la mujer adecuada. A la mujer más hermosa, no de Inglaterra sino del mundo entero. Por eso vine a Otaheite. Y eso es lo que he encontrado aquí.

Le cogí la mano, actuando con tanta cursilería que ahora me avergüenza recordarlo, y me acerqué más a ella, deseando poder quedarnos a solas para siempre en aquel sitio.

—Hago feliz a ti —declaró, moviéndose de forma que quedé tendido boca arriba y ella sentada encima—. ¿Quieres que Kaikala dé placer?

—Sí —chillé, pero cuando me desabrochaba los pantalones sentí que mi erección, hasta entonces tan bien dispuesta, me abandonaba y me dejaba hecho una ruina marchita. Bajó la vista hacia mí, decepcionada, pues eso ocurría cada día, y me miró a los ojos.

—¿Qué pasa? ¿No gusto a Yay-Ko?

—Sí, me gustas —respondí a la defensiva, deseando con todas mis ansias ponerme en acción. Levanté los brazos y le cubrí los pechos con las manos ahuecadas, pero aunque el contacto me produjo un gran placer, no conseguí transformarlo en acción. Mi cabeza se pobló con imágenes del pasado, de los tiempos en el establecimiento del señor Lewis y de todo lo que me había obligado a hacer allí. Si cerraba los ojos oía las botas de los caballeros, su repiqueteo al subir las escaleras, los muchachos. Y así nuestras tardes juntos acababan siempre de la misma manera: yo corría de vuelta a través de la jungla, subiéndome los pantalones, acercándome al campamento sólo para descubrir que lo que antes me había fallado estaba ahora lleno de vida, y ocultándome en los matorrales para encontrar un afligido alivio antes de regresar junto al capitán y a mis obligaciones.

Odiaba al señor Lewis y todo lo que me había hecho. Y busqué un remedio.

9

La decisión de dejar al señor Fryer a cargo de todo el comercio entre los isleños y la tripulación había parecido sensata al principio; durante un tiempo no hubo incidentes serios de robo o trueques ilegales, al menos ninguno que llegara a oídos del capitán. Sin embargo, me hallaba una mañana sirviendo al señor Bligh en la tienda del rey Tynah cuando fue informado de algo que significó otro revés de la suerte.

El rey y el capitán se llevaban muy bien; de hecho, algunos días me parecía que el capitán sentía mayor respeto por Tynah que por la mayoría de sus propios oficiales. Casi todas las mañanas visitaba a su majestad en su hogar y lo informaba de lo bien que marchaba nuestra misión y de cuán agradecidos estarían el capitán Cook y el rey Jorge cuando supieran con cuánta generosidad se había acomodado su hermano del Pacífico a sus planes; era pura condescendencia, desde luego, y a mí me habría apetecido abofetear a cualquiera que me hubiese hablado con el tono que nuestro capitán utilizaba con su anfitrión, pero el rey de los nativos era vulnerable a esos halagos, sin duda, y todo el mundo estaba contento, así que la cosa siguió y la misión fue avanzando hacia su conclusión.

—Los hombres —dijo el rey una mañana que estaban sentados ante sendas tazas del líquido viscoso que sus criados preparaban regularmente al capitán, una mezcla de plátano, mango, agua y algo más que yo no conocía—. Comen bien en isla, ¿sí?

—Muy bien, majestad, gracias —contestó el señor Bligh, degustando el refrigerio servido en bandejas ante él—. Vamos a ver… nuestras bodegas se han abastecido bien en las paradas por el camino, y la fruta y las verduras de Otaheite suponen un cambio muy agradable de nuestra dieta habitual.

El rey asintió muy despacio, como si moverse supusiera una gran inconveniencia para un hombre como él, pero esbozó una mueca de disgusto, típica de quien acaba de notar un sabor desagradable.

—Sabe que pienso de usted con amistad, William —dijo, y debo remarcar que era el único que se dirigía al capitán con tal grado de familiaridad, al menos que yo supiera.

—Por supuesto, majestad —contestó él, alzando la vista con cautela, pues sabía tan bien como yo que sólo las malas noticias empezaban de esa forma—. Lo mismo digo.

—Y usted y sus hombres tienen bienvenida a las frutas y verduras en la isla, como dice. Son regalo de Dios a todos los que están aquí. Pero los cerdos. —Negó con la cabeza y blandió un grueso dedo en la cara del capitán—. No más cerdos.

El señor Bligh lo miró y luego a mí, como si no hubiese entendido del todo aquella declaración. Dijo entonces con una sonrisa perpleja:

—No le comprendo, majestad. ¿Qué pasa con los cerdos?

—No deben comerse nuestros cerdos —puntualizó con firmeza el rey, para después mirar al frente como si su declaración bastara y no hubiese más que hablar.

—Pero, majestad, nosotros no nos comemos sus animales de cría. Lo dejó bien claro a nuestra llegada y hemos hecho honor ese compromiso.

El rey lo miró y arqueó una ceja.

—Usted tal vez, William, pero ¿de sus hombres? Ellos son distinta historia. Decirles que dejen de hacerlo. Decírselo ahora. Habrá infelicidad entre nosotros si esto continúa.

El señor Bligh guardó silencio y se limitó a mirar a su anfitrión antes de inclinar la cabeza y espirar con fuerza por la nariz. Advertí que estaba furioso por lo que se había dicho. Sus órdenes —que yo mismo recordaba haberle oído impartir— habían sido explícitas en ese sentido. La conversación se extinguió después de la advertencia real y abandonamos la tienda con cierta humillación.

Una hora después, el señor Fryer fue convocado a la cabaña del capitán, donde se lo interrogó sobre el asunto con tales modales que habría cabido pensar que el maestre se pasaba el día mordisqueando un pedazo de tocino.

—¿No dejé bien claro a nuestra llegada que los hombres tenían prohibido comerse los animales de cría de la isla a menos que se los sirvieran los propios isleños?

—Por supuesto, señor —respondió Fryer—. Y por lo que yo sé, todos nos hemos ceñido a esa regla.

—Por lo que usted sabe —repitió el capitán con una mueca de desdén nada propia de él—. Bueno, pues vamos a ver adónde nos lleva eso. ¿Me está diciendo que no le han llegado rumores de que se estén matando y asando cerdos ilegalmente?

—Ninguno, señor.

—Entonces habré de confiar en su palabra. Pero el rey cree que sí es ése el caso, e imagino que tiene motivos para ello. No es de los que andan imaginando cosas. Y no lo permitiré, señor Fryer. No toleraré que se me desobedezca. Déjeme plantearle una cuestión. —Se sentó al escritorio e invitó al señor Fryer a hacerlo frente a sí; fue otra de esas raras ocasiones en que los dos hombres parecían tener más cosas en común que diferencias—. Sus obligaciones lo llevan a recorrer gran parte de la isla, ¿no es así?

—En efecto, señor.

—Si un hombre quisiera robar un cerdo y llevarlo a algún sitio para matarlo y destriparlo, un sitio donde sus compañeros o los oficiales no pudiesen detectar el olor del asado, ¿adónde supone usted que iría?

Fryer lo consideró unos instantes y advertí que sus ojos se movían con nerviosismo mientras recorría mentalmente el terreno que había llegado a conocer tan bien.

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