Muerte de tinta (38 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Muerte de tinta
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—No escribe. Ni una línea —Hematites se pasó la manga por la cara mojada—. Ya os lo dije, maestro. La bebida le ha hecho perder el juicio. Le tiemblan los dedos con sólo mirar una pluma.

Orfeo alzó los ojos hasta el cuarto de Fenoglio. Por debajo de la puerta salía luz. Hematites siempre se deslizaba por la ancha ranura de debajo con la rapidez de una anguila.

—¿Estás seguro? —dijo atando de nuevo la cadena al collar de Cerbero.

—Por completo. Y tampoco tiene el libro. Pero sí visita.

La vieja tiró un cubo de agua por la ventana. Suponiendo que fuese agua. Cerbero volvió a olfatear muy interesado.

—¿Visita? ¿Y a mí qué me importa? ¡Demonios, estoy seguro de que ha vuelto a escribir!

Orfeo contempló las casas miserables. En todas las ventanas ardía una vela. Ardían por todo Umbra. Por Arrendajo. ¡Maldito sea! ¡Malditos todos ellos: Fenoglio, Mortimer, su estúpida hija… y Dedo Polvoriento! Sí, a él lo maldecía más que a nadie. Le había traicionado, robado, a él, Orfeo, que durante tantos años había puesto su corazón a sus pies, que había leído para devolverlo a su historia y lo había arrancado de la muerte. ¿Cómo le llamaban ahora? La sombra de fuego de Arrendajo. ¡Su sombra! Le estaba bien empleado. Él, Orfeo, lo habría convertido en bastante más que una sombra en esa historia, pero ahora eso se había acabado. Les había declarado la guerra a todos ellos. Y les escribiría una historia a su gusto… ¡en cuanto recuperase el libro!

Un niño salió de la casa. Tras correr descalzo por el patio embarrado, desapareció en uno de los establos. Era hora de largarse. Orfeo limpió con un pañuelo a Hematites la baba de perro del cuerpo, se lo puso encima del hombro y se alejó a hurtadillas, antes de que el niño saliera del establo. Ante todo olvidar esa porquería… aunque las calles tampoco estaban mucho mejor.

—Hojas vacías, maestro, sólo hojas vacías —le susurraba Hematites mientras se apresuraban a regresar a casa de Orfeo en medio de la noche—. Nada más que un par de frases tachadas… eso es todo, ¡os lo juro! Hoy por poco me descubre su hombre de cristal, pero he tenido el tiempo justo para ocultarme en una de las botas de su señor. ¡No podéis figuraros qué hedor!

Oh, se lo imaginaba.

—Mandaré a las criadas que te enjabonen.

—Oh, no, mejor no. La última vez me pasé más de una hora eructando por el agua jabonosa y los pies se me quedaron blancos como la leche.

—Bueno, ¿y qué? ¿Crees que voy a tolerar que patee mi pergamino un hombre de cristal con olor a pies?

Un sereno se acercó tambaleándose hacia ellos. ¿Por qué estarían siempre borrachos esos tipos? Orfeo le puso unas monedas de cobre en la mano arrugada antes de que se le ocurriera llamar a una de las patrullas que recorrían Umbra de día y de noche desde que Arrendajo estaba preso en el castillo.

—¿Y qué hay del libro? ¿De verdad lo buscaste con detenimiento?

En la calle de los carniceros nada menos que dos letreros ponderaban la carne fresca de unicornio. Ridículo. ¿De dónde iba a proceder? Orfeo dobló adentrándose en la calle de los cristaleros, aunque Hematites odiaba ese camino.

—No fue nada fácil —Hematites miró nervioso los carteles que recomendaban miembros artificiales para hombres de cristal rotos—. Como os he dicho, tenía visita, y con tantos ojos no me resultó fácil deslizar me por su habitación. A pesar de todo, inspeccioné incluso entre sus ropas. Por poco me encierra en el arca. Pero nada. ¡Él no tiene el libro, maestro, os lo juro!

—¡Muerte e infierno! —Orfeo sintió unas ganas casi irrefrenables de tirar o romper algo. Hematites ya conocía esos arranques y se agarró previsoramente a su manga.

¿Quién podía tener el libro si no era el viejo? Aunque Dedo Polvoriento se lo hubiera entregado a Mortimer… seguro que éste no se lo había llevado al calabozo. No, tenía que haberlo conservado el propio Dedo Polvoriento. Orfeo sintió un dolor lacerante en el estómago, tan atroz como si una de las martas de Dedo Polvoriento le mordiera los intestinos por dentro. Conocía esos achaques que le acometían siempre que algo no salía a su gusto. Ulcera de estómago, sí, eso era. Seguro. «¿Y qué?», se dijo furioso a sí mismo. «No lo empeores más todavía, ¿o es que quieres tener que acudir algún día a uno de esos curanderos que se limitan a hacer sangrías a todo quisque?»

Hematites se acurrucaba, agobiado y silencioso, encima de su hombro. A buen seguro pensaba en el inminente baño de jabón. Cerbero, sin embargo, olfateaba todos los muros junto a los que pasaba trotando. Bueno, no era de extrañar que a un perro le gustase ese mundo, apestaba que era un primor. «Yo también cambiaría eso», pensó Orfeo. «Y me traería con la escritura un espía mejor, diminuto como una araña y seguro que no de cristal.» «¡No traerás escribiendo nada en absoluto, Orfeo», susurraba una voz dentro de él, «porque ya no posees el libro!».

Aceleró el paso entre maldiciones, tirando impaciente de Cerbero… y pisó una mierda de gato. Barro, cagadas de gallina, mierdas de gato… Las botas estaban arruinadas, pero ¿de dónde iba a sacar plata para unas nuevas? Su último intento de escribir para hallar una caja en el Monte de los Ahorcados había cosechado un fracaso lamentable. Las monedas eran finas como papel de plata.

Bueno, por fin. Allí delante estaba, en todo su esplendor. Su casa. La más bonita de Umbra. Su corazón latió más fuerte cuando vio brillar los peldaños de alabastro y el escudo encima de la entrada que hacía creer incluso a él en su origen principesco. No, después de todo las cosas no le habían ido tan mal hasta entonces. Debía recordarlo siempre que le entrasen ganas de romper hombres de cristal o desear la peste bubónica a árabes flacos y jóvenes. Por no hablar de los ingratos tragafuegos.

Orfeo se detuvo bruscamente. Un pájaro se había posado en la escalera, como si pretendiera construir su nido encima de los escalones. Cuando se acercó Orfeo, en lugar de alejarse aleteando, se limitó a mirarlo con sus negros ojos como botones.

Asquerosos bichos emplumados. Por todas partes dejaban sus cagadas. Y el eterno aleteo, los picos afilados, las plumas, llenas de ácaros y huevos de lombrices…

Orfeo soltó la cadena de Cerbero.

—¡Vamos, ve por él!

A Cerbero le gustaba cazar pájaros y de vez en cuando atrapaba alguno. Pero ahora metió el rabo entre las patas y retrocedió como si una serpiente se hubiera repanchigado en la escalera de Orfeo. ¿Qué demonios…?

El pájaro sacudió la cabeza y bajó un escalón de un salto.

Cerbero encogió la cabeza, y el hombre de cristal se agarró, inquieto, al cuello de Orfeo.

—Es una urraca, maestro —le cuchicheó al oído—. Des… —casi le falló la voz—, despedazan a los hombres de cristal y reúnen en sus nidos las esquirlas de colores. ¡Por favor, maestro, espantadla!

La urraca, sacudiendo la cabeza, lo miró fijamente. Era un pájaro extraño, muy extraño.

Orfeo se agachó y le tiró una piedra. La urraca abrió las alas y profirió un graznido ronco.

—¡Oh, maestro, maestro, me quiere despedazar! —Hematites temblaba agarrándose a su oreja—. Los hombres de cristal de miembros grises son muy escasos.

La urraca soltó entonces un graznido parecido a una risotada.

—Sigues siendo muy estúpido, Orfeo.

El aludido reconoció la voz en el acto. La urraca estiró el cuello. Tosió como si estuviera ahogándose con un grano picoteado con excesiva avidez. Después escupió uno, dos, tres granos sobre la escalera blanca de alabastro y comenzó a crecer.

Cerbero, gimiendo, se encogió detrás de sus piernas, y Hematites temblaba de una forma tan lamentable que sus miembros chocaban entre sí tintineando como la vajilla dentro de una cesta de picnic.

La urraca siguió creciendo. Las plumas se convirtieron en ropas negras, en pelo gris, recogido muy tirante, en dedos que contaron deprisa los granos que había escupido en la escalera el pico del pájaro. Mortola parecía más vieja de lo que Orfeo la recordaba, mucho más vieja. Sus hombros permanecieron encorvados incluso cuando se irguió. Los dedos se curvaban cual garras de pájaro, tenía el rostro sumido bajo los salientes huesos de las mejillas, y la piel tenía el color del pergamino amarilleado por el tiempo. Sus ojos, sin embargo, todavía agudos, hicieron encoger la cabeza a Orfeo como un niño reprendido.

—¿Cómo… cómo va eso? —balbuceó—. El libro de Fenoglio no habla nada de seres capaces de transformarse. Sólo de íncub…

—¡Fenoglio! ¿Qué sabrá ése? —Mortola se quitó una pluma del vestido negro—. Todo se transforma en este mundo. Sólo que para ello la mayoría primero ha de morir. Pero hay medios —y al decir esas palabras dejó caer con cuidado en una bolsa de cuero los granos que había recogido— que te libran de tu propia figura sin necesidad de recurrir a las Mujeres Blancas.

—¿De veras? —Orfeo comenzó a meditar en el acto las posibilidades que eso abría para su historia, pero Mortola no le dio tiempo para reflexionar.

—¿Te has instalado muy bien en este mundo, verdad? —graznó ella mientras alzaba la vista hacia la casa—. Cuatrojos, el comerciante barbilampiño del otro lado del mar que comercia con unicornios y enanos y lee el deseo en los ojos del nuevo señor de Umbra… Bueno, si ése no es mi querido Orfeo…, me dije a mí misma, es evidente que ha logrado trasladarse a sí mismo hasta aquí mediante la lectura. ¡Y hasta te has traído al horrendo perro!

Cerbero enseñó los dientes, pero Hematites seguía temblando. Los hombres de cristal eran unas criaturas absurdas. ¡Y Fenoglio encima se sentía orgulloso de ellos!

—¿Qué quieres de mí? —Orfeo se esforzaba con toda su alma por parecer superior y frío y no el muchacho asustado en el que se convertía con demasiada facilidad en presencia de Mortola. Ella todavía le daba miedo, justo era reconocerlo.

Unos pasos resonaron en la noche, seguramente una de las patrullas que Pífano hacía recorrer Umbra por la preocupación de que el Príncipe Negro pudiera hallar la manera de liberar a su noble compañero de lucha.

—¿Siempre recibes a tus invitados en la puerta? —siseó Mortola—. Venga, entremos de una vez.

Orfeo tuvo que golpear tres veces la madera con el aldabón de bronce antes de que Oss les abriera. Parpadeando para sacudirse el sueño, miró desde arriba a Mortola.

—¿Este es el Armario del otro mundo o uno nuevo? —preguntó Mortola mientras se deslizaba junto a Oss con un frufrú de sus ropas.

—Uno nuevo —murmuró Orfeo, mientras su cabeza intentaba dilucidar si el regreso de Mortola era bueno o malo. ¿No dijeron que había muerto? Pero en ese mundo no podías fiarte de la muerte, según se ponía de manifiesto cada vez con más frecuencia. Era tranquilizador e inquietante al mismo tiempo.

No condujo a Mortola a su escritorio, sino a su recibidor. La vieja escudriñó en torno suyo como si todos los objetos le pertenecieran. No, seguramente su regreso no era bueno. Y ¿qué quería de él? Se lo imaginaba. A Mortimer. Seguro que aún deseaba matarlo. Mortola no renunciaba tan fácilmente a sus propósitos… sobre todo tratándose del asesino de su hijo. Pero en este caso seguro que otros se le anticiparían.

—¡Así que él es realmente Arrendajo! —exclamó Mortola como si Orfeo hubiera confesado sus pensamientos en voz alta—. ¿Cuántas ridículas canciones piensan cantar todavía sobre él? Lo celebran como su salvador… ¡Como si nosotros no lo hubiésemos traído a este mundo! Y Cabeza de Víbora, en lugar de darle caza, tras matar a sus mejores hombres en la Montaña de la Víbora, culpa a Mortola de su huida y de que la carne se le pudra sobre los huesos. Me di cuenta enseguida de que tenía que ser el Libro Vacío. Sí, Lengua de Brujo es taimado, pero su cara inocente engaña a todos, y la Víbora, en vez de entregarlo a los verdugos, me entregó a mí, para que me arrancaran a base de tormentos el nombre del veneno. Todavía siento los dolores, pero los engañé, conseguí que me trajeran granos y hierbas, supuestamente para elaborar un contraveneno para su señor, y en lugar de eso me procuré alas para alejarme de ellos volando. Espié al viento para encontrar al encuadernador, y por las charlas en los mercados me enteré de que ahora interpreta el papel de bandido y de que el Príncipe Negro le buscó un escondite excelente, pero yo lo encontré —Mortola fruncía los labios al hablar, como si todavía sintiera el pico.

—¡Cuánto tuve que dominarme para no sacarle los ojos a picotazos cuando volví a verlo! No te apures, Mortola, me dije a mí misma. La prisa ya arruinó una vez tu hermosa venganza. Échale unas bayas venenosas en la comida, para que se retuerza como un gusano y muera con tal lentitud que te permita paladear tu venganza. Pero una estúpida corneja picoteó las bayas de su plato, y al siguiente intento el oso me lanzó un mordisco con su boca hedionda y me arrancó dos plumas de la cola. Lo intenté de nuevo en el campamento al que el Príncipe Negro los llevó a él, a su hija y a la criada traidora, pero cogió la escudilla el hombre equivocado. «¡Setas venenosas!», balbucearon ellos. «Ha comido setas venenosas.»

Mortola se echó a reír, y Orfeo sintió escalofríos al observar que sus dedos se engarfiaban al mismo tiempo, como si aún se aferraran a una rama.

—¡Está embrujado! Nada puede matarlo, ni veneno ni bala… como si todo en este mundo le protegiera, cada piedra, cada animal, incluso las sombras entre los árboles. ¡Arrendajo! Hasta la Muerte lo dejó marchar permitiéndole negociar la recuperación del Bailarín del Fuego. ¡Oh, impresionante, muy impresionante! Pero ¿a qué precio? No se lo contó ni siquiera a su mujer, ¡sólo Mortola lo sabe! Nadie se fija en una urraca posada en un árbol, pero ella lo oye todo… lo que susurran de noche los árboles y lo que escriben las arañas con hilos de plata en las ramas húmedas: que la Muerte se llevará a Arrendajo y a su hija si antes de terminar el invierno él no le entrega a Cabeza de Víbora. Y la propia hija de éste piensa ayudar a Arrendajo a escribir las tres palabras en el Libro Vacío.

—¿Qué?

Orfeo sólo había escuchado a medias. Conocía las peroratas empapadas en odio de Mortola, interminables y autolaudatorias, pero en su última frase aguzó el oído. ¿Violante aliada con Arrendajo? Sí, tenía sentido. ¡Claro! Por eso Mortimer se había puesto expresamente en sus manos. ¡Lo sabía! Ese dechado de virtudes no se había dejado atrapar sólo por nobleza. ¡Se proponía asesinar, el noble bandido!

Orfeo comenzó a deambular de un lado a otro mientras Mortola se desataba en improperios con voz tan ronca que las palabras apenas parecían humanas.

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