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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (35 page)

BOOK: Muerte de tinta
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—Farid dice que curaste a tu padre cuando estaba herido. Dice que lo hiciste con palabras.

Sí, pero esta vez ella no tenía palabras.

Palabras…

—¿Qué ocurre? —Doria soltó sus manos y la miró, inquisitivo.

Farid seguía mirándolo, pero Meggie no le prestaba atención. Le dio a Doria un beso en la mejilla.

—Te lo agradezco —dijo ella, levantándose apresuradamente.

Como es lógico, él no entendió por qué le daba las gracias. Palabras. ¡Las palabras de Orfeo! ¿Cómo había podido olvidarlas?

Corrió por la hierba mojada hacia la tienda en la que dormían sus padres. «¡Papá se cabreará muchísimo!», pensó. ¡Pero vivirá! ¿No había relatado ella la continuación de esa historia más de una vez? Ya iba siendo hora de hacerlo de nuevo, aunque no terminase como quería su padre. Eso tendría que contarlo el Príncipe Negro. Ya encontraría él la manera de que todo saliese bien, incluso sin Arrendajo. Porque Arrendajo tenía que irse… antes de que su padre muriera con él.

Recio se había quedado dormido. La cabeza se le había caído sobre el pecho y dejaba oír un leve ronquido cuando Meggie se deslizó a su lado.

Su madre estaba despierta. Había llorado.

—Tengo que hablar contigo —le susurró Meggie—. ¡Por favor!

Mo estaba profundamente dormido. Resa lanzó una mirada a su marido y luego siguió a su hija al exterior. Todavía no hablaban mucho entre ellas. Sin embargo, Meggie se disponía a hacer exactamente aquello por lo que su madre había cabalgado en secreto a Umbra.

—Si es por lo de mañana —Resa le cogió la mano—, no se lo cuentes a nadie, pero iré a Umbra, lo quiera tu padre o no. Al menos deseo estar cerca de él cuando entre a caballo en el castillo…

—No entrará en el castillo.

La lluvia caía a través de las hojas que se iban marchitando, parecía el llanto de los árboles, y Meggie añoró el jardín de Elinor. Allí la lluvia era apacible. Aquí sólo hablaba de muerte y de peligros.

—Voy a leer las palabras.

Dedo Polvoriento se volvió, y por un momento Meggie temió que leyera en su mente lo que pretendía, y que se lo contase a Mo, pero Dedo Polvoriento se volvió de nuevo y besó el pelo negro de Roxana.

—¿Qué palabras? —Resa la miraba sin comprender.

—Las que Orfeo escribió para ti.

Las palabras por las que Mo estuvo al borde de la muerte, quisó añadir y que ahora le salvarían la vida.

Resa echó un vistazo a la tienda donde dormía Mo.

—Ya no las tengo —confesó—. Las quemé cuando tu padre no volvía.

No.

—De todos modos, no habrían podido protegerle.

Un hombre de cristal, verde pálido como muchos de los hombres de cristal que aún vivían en el bosque, asomó entre las ortigas empapadas. Estornudó y, asustado, huyó deprisa al divisar a Meggie y a Resa.

Su madre le colocó las manos sobre los hombros.

—Él no quería venir con nosotras, Meggie. Había pedido a Orfeo que escribiera algo sólo para las dos. Tu padre prefiere quedarse, incluso ahora, y ni tú ni yo podemos obligarle a regresar. Nunca nos lo perdonaría.

Resa quiso retirarle de la frente el pelo mojado, pero Meggie apartó su mano de un empujón. Imposible. Mentía. Mo nunca se quedaría allí sin su mujer y su hija. ¿O sí?

—A lo mejor resulta que tiene razón. A lo mejor se soluciona todo —aventuró su madre en voz baja—, y nosotras le contamos un día a Elinor cómo tu padre salvó a los niños de Umbra —pero la voz de Resa no sonaba ni la mitad de esperanzada que sus palabras—. Arrendajo… —susurró mientras miraba a los hombres sentados junto al fuego—. Ese fue el primer regalo que me hizo tu padre. Un marcapáginas de plumas de arrendajo. ¿No es extraño?

Meggie no contestó. Resa le acarició de nuevo la cara mojada y volvió a la tienda.

Quemada.

Todavía estaba oscuro, pero unas hadas ateridas iniciaban sus bailes. Mo partiría pronto, y nada podría retenerlo. Nada.

Baptista, sentado solo entre las raíces del corpulento roble al que los centinelas subían por la noche, pues desde las ramas más altas casi se divisaba hasta Umbra, cosía una máscara nueva. Meggie vio las plumas azules en su regazo y supo quién la llevaría pronto.

—Baptista… —Meggie se arrodilló a su lado. La tierra estaba fría y mojada, pero entre las raíces el musgo era blando como los cojines de casa de Elinor.

Él le sonrió, los ojos llenos de compasión. Su mirada consolaba más aún que las manos de Doria.

—¡Ah, la hija de Arrendajo! —exclamó con una voz que Recio opinaba que se parecía a la de un pregonero—. Qué hermosa visión en hora tan oscura. He cosido a tu padre un buen escondrijo para un cuchillo afilado. ¿Puede un pobre cómico aliviar tu corazón de algún otro modo?

Meggie esbozó una tímida sonrisa. Estaba tan harta de las lágrimas…

—¿Puedes cantarme una canción? ¿Una de las que el Tejedor de Tinta escribió sobre Arrendajo? ¡Tiene que ser de él! La más bonita que conozcas. Una llena de fuerza y…

—¿…esperanza? —Baptista sonrió—. Seguro. A mí también me apetece una canción así. Aunque —añadió bajando la voz con aire conspirador— a tu padre no le gusta que se canten en su presencia. Sin embargo, entonaré tan bajo que mi voz no lo arrancará, sobresaltado, de su sueño. Veamos, ¿cuál es la adecuada para esta noche sombría? —acarició, meditabundo, la máscara casi terminada que tenía en el regazo—. Sí —susurró al fin—. ¡Ya lo tengo! —y comenzó a cantar con voz queda:

Guárdate, Pífano, tu final se acerca, la víbora se retuerce, desaparece su fuerza. Poco a poco Arrendajo se la ha quitado entera. Arrendajo al que no hiere ni espada ni lanza férrea, ni lo persiguen los perros, de aquesta la vuestra tierra, que por más que lo buscáis no lo encontraréis de veras, pues el vuelo emprende raudo cuando maldecís su estrella.

Sí. Ésas eran las palabras correctas. Meggie obligó a Baptista a repetir la canción hasta que se la aprendió de cabo a rabo. Después se sentó apartada bajo los árboles, allí donde el resplandor del fuego apenas lograba disipar la oscuridad de la noche, y escribió la canción en el cuaderno de notas que Mo le había encuadernado hacía mucho tiempo, en la otra vida, después de una discusión que ahora le resultaba extrañísima.
Meggie, acabarás por perderte en ese Mundo de Tinta.
¿No es lo que le había dicho entonces? Y ahora él mismo no quería volver a marcharse de ese mundo, quería quedarse allí solo, sin ella.

Negro sobre blanco. Hacía mucho tiempo que no leía en voz alta, tanto tiempo. ¿Cuándo había sido la última vez? ¿Cuándo trajo a Orfeo? No pienses en eso, Meggie. Piensa en otras cosas, en el Castillo de la Noche, en las palabras que le ayudaron cuando estaba herido…

Guárdate, Pífano, tu final se acerca.

Sí, aún era capaz de hacerlo. Meggie sintió cómo las palabras adquirían peso en su lengua, cómo se entrelazaban con lo que la rodeaba… la víbora se retuerce, desaparece su fuerza. Poco a poco Arrendajo se la ha quitado entera…

Y Meggie envió las palabras al sueño de Mo, tejió con ellas una coraza para su padre, impenetrable incluso para Pífano y su siniestro señor…

…Arrendajo al que no hiere ni espada ni lanza férrea, ni lo persiguen los perros, de aquesta la vuestra tierra, que por más que lo buscáis no lo encontraréis de veras, pues el vuelo emprende raudo cuando maldecís su estrella.

Meggie leyó repetidas veces la canción de Fenoglio. Hasta que salió el sol.

LA ESTROFA SIGUIENTE

Este mundo lleno de fatigas,

Sólo lo cruzo una vez;

Por eso si puedo hacer

Una buena acción para alguien,

Si alguien se queja, ya sea hombre o mujer,

Lo haré mientras pueda,

Sin demora, pues por este valle

No pasaré una segunda vez.

Anónimo
,
I Shall Not Pass This Way Again

El día amaneció frío, neblinoso e incoloro. Umbra parecía llevar un vestido gris. Al alba las mujeres habían aparecido ante el castillo, mudas como el propio día, y ahora estaban allí, esperando silenciosas.

No se oía la menor manifestación de alegría, ni risas, ni llantos. Reinaba el silencio. Resa estaba entre las madres, como si también ella esperase a un hijo y no a perder a su marido. ¿Percibía la criatura que llevaba en su doliente vientre la desesperación de su madre aquella mañana? ¿Y si nunca llegase a conocer a su padre? ¿Había hecho vacilar a Mo ese pensamiento? Resa no se lo había preguntado.

Meggie estaba a su lado, la expresión tan contenida que a Resa le daba más miedo que si llorase. Doria estaba junto a ella. Vestido con el traje de una criada y un pañuelo cubriendo su cabello castaño, porque para entonces los jóvenes de su edad llamaban la atención en Umbra. Su hermano no lo acompañaba. Ni siquiera las artes del disfraz de Baptista habrían podido convertir a Recio en una mujer, pero más de una docena de bandidos habían podido pasar a hurtadillas ante los centinelas apostados delante de la puerta de la ciudad, con rostros rasurados, vestidos robados y pañuelos sobre el pelo. Ni siquiera Resa los distinguía entre tantas mujeres. El Príncipe Negro había indicado a sus hombres que acudieran junto a las madres en cuanto los niños estuvieran libres, y las convencieran de que al día siguiente llevasen al bosque a sus hijos e hijas, con el fin de que los bandidos los escondieran antes de que Pífano rompiera su palabra y los condujera a las minas. Pues ¿quién los rescataría una vez que Arrendajo cayera preso?

El Príncipe Negro no los había acompañado a Umbra. Su tez oscura habría llamado demasiado la atención. También Birlabolsas, que había hostigado hasta el final a Mo por lo que se proponía hacer, se había quedado en el campamento, igual que Farid y Roxana. Como es natural, Farid había querido acompañarlos, pero Dedo Polvoriento se lo prohibió, y desde lo sucedido en la Montaña de la Víbora, Farid ya no discutía semejantes prohibiciones.

Resa volvió a mirar a Meggie. Sabía que si ese día podía encontrar consuelo, sería únicamente en su hija. Meggie era adulta. Resa lo comprendió aquella mañana. No necesito a nadie, decía su rostro, se lo decía a Doria que estaba a su lado, a su madre, y quizá sobre todo a su padre.

Un murmullo recorrió la multitud expectante. En las murallas del castillo se reforzó la guardia, y detrás de las almenas situadas encima de la puerta apareció Violante, tan pálida que parecían ciertos los rumores que afirmaban que la hija de Cabeza de Víbora no abandonaba prácticamente nunca el castillo de su difunto esposo.

Resa nunca había visto a la Fea, aunque había oído hablar de la señal que desfiguraba su rostro como una quemadura y que se había desvanecido con el regreso de Cósimo. En efecto, apenas se distinguía ya, pero Resa reparó en que Violante, sin darse cuenta, se llevaba la mano a la mejilla al comprobar que todas las mujeres alzaban la vista hacia ella. La Fea. ¿Le habían gritado antes ese nombre en cuanto aparecía en las almenas? También ahora lo susurraron algunas mujeres. A Resa le pareció que Violante no era ni fea ni guapa. Se mantenía muy erguida, como si quisiera compensar su corta estatura, pero entre los dos hombres que se situaron a su lado parecía tan joven y vulnerable que el miedo atenazó el corazón de Resa como una garra. Pífano y Pardillo. Entre ambos, Violante parecía una niña.

¿Cómo iba a proteger esa niña a Mo?

Un chico se situó junto al de la nariz de plata. También él portaba una nariz de metal en la cara, pero debajo de ésta seguramente se ocultaba otra de carne y hueso. Debía de ser Jacopo, el hijo de Violante. Mo había hablado de él. Era evidente que prefería la compañía de Pífano a la de su madre, a juzgar por la mirada de admiración que dirigió al heraldo de su abuelo.

Resa sintió vértigo al ver a Nariz de Plata tan orgulloso allí arriba. No, Violante no podía proteger de él a Mo. Él era ahora el señor de Umbra, no ella, ni Pardillo, que contemplaba orgulloso a sus súbditos como si su mera presencia le provocara náuseas. Pífano, por el contrario, estaba satisfecho de sí mismo como si ese día fuese de su exclusiva propiedad. «¿No os lo había dicho?», decía su mirada burlona. «Atraparé a Arrendajo y luego me llevaré a vuestros hijos, mal que os pese.»

¿Por qué había ido? ¿Por qué se comportaba así? ¿Para convencerse a sí misma de que todo era real, de que no era una mera lectura?

La mujer que estaba a su lado la cogió del brazo.

—¡Ya viene! —le susurró a Resa.

—¡Ya viene! ¡De verdad! —susurraban por doquier, y Resa observó cómo los centinelas situados en las torres de vigilancia junto a la puerta hacían señas a Pífano.

Por supuesto que venía. ¿Qué se figuraban? ¿Que no mantendría su promesa?

Pardillo se enderezó la peluca y sonrió a Pífano con aire triunfal como si hubiera conducido con sus propias manos hasta él la presa tanto tiempo perseguida, pero Pífano, en lugar de prestarle atención, escudriñaba la calle que subía desde la puerta de la ciudad, los ojos tan grises como el cielo e igual de fríos. Resa recordaba muy bien esos ojos. También se acordaba de la sonrisa furtiva que ahora se asomó a sus labios. En la fortaleza de Capricornio, cuando se fijaba una ejecución, había sonreído igual.

Y entonces divisó a Mo.

De repente apareció a la salida de la calle, sobre el caballo negro que el Príncipe le había regalado después de que se viera obligado a abandonar el suyo en el castillo de Umbra. Alrededor de su cuello colgaba la máscara que le había cosido Baptista expresamente, pero ya no la necesitaba para ser Arrendajo. Para entonces el encuadernador de libros y el bandido tenían idéntico rostro.

Dedo Polvoriento lo seguía en el caballo que había llevado a Roxana hasta el Castillo de la Noche, a ella y a las palabras salvadoras de Fenoglio. Pero para lo que iba a suceder a continuación no había palabras. ¿O sí? ¿Estaba hecho de palabras el espantoso silencio que lo cubría todo?

«No, Resa», pensó ella. «Esta historia ya no tiene autor. Lo que sucede ahora lo escribe Arrendajo con su carne y con su sangre», y por un momento, cuando él salió de la calle, ni ella misma fue capaz de dar a Mo otro nombre. Arrendajo. Con qué vacilación le hicieron sitio las mujeres, como si de pronto también a ellas les pareciera demasiado elevado el precio que él iba a pagar por sus hijos. Pero al final se formó una calle, de la anchura justa para dejar pasar a los dos jinetes, y a cada golpeteo de las herraduras Resa aferraba convulsamente su vestido con los dedos.

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