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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (32 page)

BOOK: Muerte de tinta
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Muchos bandidos murmuraron asintiendo, pero enmudecieron cuando el Príncipe Negro se situó al lado de Mo.

—¿Y pretendes sacar tú a los niños del castillo, Birlabolsas? —preguntó con voz serena—. A mí tampoco me gusta que Arrendajo atraviese voluntariamente la puerta del castillo de Umbra, pero ¿qué pasará si no se entrega prisionero? Yo tampoco he podido responder a esta cuestión, y créeme, desde que Pájaro Tiznado dio su función, ¡no pienso en otra cosa! ¿Debemos atacar el castillo con los pocos hombres que tenemos? ¿Quieres tenderles una emboscada cuando atraviesen el Bosque Impenetrable con los niños? ¿Cuántos miembros de la Hueste de Hierro los vigilarán? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Cuántos niños calculas que morirán si intentas liberarlos de ese modo?

El Príncipe Negro examinó a los hombres andrajosos situados a su alrededor. Muchos de ellos agacharon la cabeza. Pero Birlabolsas adelantó, porfiado, el mentón. La cicatriz de su cuello estaba roja como un corte reciente.

—Te lo preguntaré de nuevo, Birlabolsas —dijo el Príncipe en voz baja—. ¿Cuántos niños morirían si los liberamos de ese modo? ¿Lograríamos salvar siquiera a uno?

Birlabolsas no contestó. Miraba fijamente a Mo. Después soltó un escupitajo, se volvió y se alejó en silencio con torpeza, seguido por Ardacho y una docena de hombres. Resa tomó en silencio el pergamino descrito y lo dobló de manera que Jaspe pudiera sellarlo. Lo hizo con un rostro inexpresivo y hierático, igual que el de Cósimo el Guapo en la cripta de Umbra, pero sus manos temblaban… tanto que Baptista acabó por acercarse a ella y doblar el pergamino en su lugar.

Tres días. Ese era el tiempo que Mo había pasado con las Mujeres Blancas… tres días interminables en los que Meggie creyó que su padre había muerto, esta vez irremisiblemente, por culpa de su madre y de Farid. Ni una sola palabra había cruzado con ambos durante esos tres días. Había apartado a Resa de un empujón cuando acudía a su lado, le había gritado.

—Meggie, ¿por qué miras así a tu madre? —le había preguntado Mo justo el primer día después de su regreso.

«¿Por qué? Las Mujeres Blancas se te llevaron por su culpa», le habría gustado responder, pero no lo hizo. Sabía que era injusta, pero la frialdad entre ella y Resa persistía. Y tampoco perdonaba a Farid.

Éste estaba con Dedo Polvoriento y era el único que no parecía desalentado. Claro. ¿Qué le importaba a Farid que su padre fuera a entregarse muy pronto a Pífano? Dedo Polvoriento había regresado. Nada más importaba. Él había intentado reconciliarse con ella…

—Venga, Meggie. A tu padre no le ha pasado nada, ¡y ha traído con él a Dedo Polvoriento!

Sí, eso era lo único que le interesaba. Y así sería siempre.

Jaspe dejó gotear el lacre sobre el pergamino, y Mo apretó con el sello que había tallado en madera para el libro que había encuadernado con los dibujos de Resa. La cabeza de un unicornio. El sello del encuadernador para la promesa del bandido. Mo entregó la carta a Dedo Polvoriento, cruzó unas palabras con Resa y el Príncipe Negro… y se aproximó a su hija.

Cuando ésta era todavía tan pequeña que apenas le llegaba al codo, había deslizado a menudo la cabeza debajo de su brazo cuando algo le daba miedo. Pero de eso hacía mucho tiempo.

—¿Qué aspecto tiene la Muerte, Mo? —le preguntó ella a su regreso—. ¿La has visto de verdad?

El recuerdo no pareció asustarlo, pero su mirada se había alejado en el acto, muy muy lejos…

—Tiene muchas formas, pero voz de mujer.

—¿De mujer? —había preguntado Meggie asombrada—. ¡Pero Fenoglio nunca le daría un papel tan importante a una mujer!

—No creo que Fenoglio haya escrito el papel de la Muerte, Meggie —contestó Mo echándose a reír.

Meggie no lo miró cuando se detuvo ante ella.

—Meggie —le puso la mano debajo de la barbilla hasta que no le quedó otro remedio que mirarle—. No pongas esa cara de tristeza, por favor…

Detrás de él, el Príncipe Negro se llevó aparte a Baptista y a Doria. Meggie se imaginó qué indicaciones quería darles. Los enviaba a Umbra para que difundiesen la noticia entre las madres desesperadas de que Arrendajo no dejaría en el atolladero a sus hijos secuestrados. «Pero sí a su hija», pensó Meggie, y tuvo la seguridad de que su padre captó el reproche en sus ojos.

Sin decir palabra, la cogió de la mano y se la llevó lejos de las tiendas, lejos de los bandidos, lejos también de Resa, que continuaba junto al fuego. Su madre se limpiaba la tinta de los dedos, frotaba y frotaba, mientras Jaspe la observaba con expresión compasiva, como si pudiera eliminar de ese modo las palabras que había escrito.

Mo se detuvo debajo de uno de los robles cuyas ramas de hojas amarillentas cubrían el campamento como un cielo de madera. Sostuvo la mano de Meggie y pasó el índice por encima, asombrado de lo mayor que se había vuelto mientras tanto. Aunque las manos de su hija eran todavía mucho más estrechas que las suyas. Unas manos infantiles…

—Pífano te matará.

—No, qué va. Pero si lo intentase, le demostraré, complacido, lo bien que corta un cuchillo de encuadernador. Baptista volverá a coserme un escondite para él, y créeme, me alegraría mucho que ese asesino de niños me diera ocasión de probarlo en él —el odio ensombreció su rostro. Arrendajo.

—El cuchillo no te servirá de nada. Te matará a pesar de todo —qué tonta sonaba su voz, como la de una niña terca. Pero sentía tanto miedo por él…

—Han muerto tres niños, Meggie. Dile a Doria que te cuente otra vez cómo los acorralaron. Los matarán a todos si Arrendajo no se presenta.

Arrendajo. Parecía como si hablara de otra persona. ¿Tan tonta la consideraba?

—No es tu historia, Mo. Deja que el Príncipe Negro salve a los niños.

—¿Cómo? Si lo intenta, Pífano los matará a todos.

Cuánta ira traslucían sus ojos. Meggie comprendió entonces por primera vez que Mo no sólo cabalgaría al castillo por los niños vivos, sino también para vengar a los muertos. Esa idea aún la atemorizó más.

—Bien, quizá tengas razón. Quizá no exista de verdad ningún otro camino —reconoció—. Pero déjame al menos ir contigo. Para que pueda ayudarte. Como en el Castillo de la Noche —parecía ayer, cuando Zorro Incendiario la había empujado dentro de la celda junto a él. ¿Había olvidado Mo lo bien que le había sentado su compañía? ¿Que ella le había salvado con ayuda de Fenoglio?

No, seguro que no. Pero a Meggie le bastaba mirarle para saber que a pesar de todo en esta ocasión iría solo. Completamente solo.

—¿Recuerdas las historias de bandidos que te contaba antes? —le preguntó su padre.

—Pues claro. Todas terminan mal.

—Y ¿por qué? Es siempre lo mismo. Porque el bandido quiere proteger a alguien a quien ama, y por eso lo matan a él. ¿Cierto?

Oh, qué listo era. ¿Le había dicho lo mismo a su madre? «Pero yo lo conozco mejor que Resa», pensó Meggie, «y sé muchas más historias que ella».

—¿Y qué me dices de la poesía del
Highwayman? —
preguntó ella. Elinor le había leído en voz alta el poema montones de veces: «Ay, Meggie, ¿por qué no lo lees tú para variar?», la oía suspirar aún. «No tenemos que decirle nada de esto a tu padre, pero me encantaría ver a ese bandido galopando por mi casa.»

—¿Qué quieres decir? —preguntó Mo, retirándole el cabello de la frente.

—Su amada le previene de los soldados y él escapa. Las hijas también pueden hacer algo así.

—Oh, sí, las hijas son muy buenas salvando a sus padres. Nadie lo sabe mejor que yo —Mo no pudo reprimir una sonrisa. Ella amaba su sonrisa. ¿Qué pasaría si no volvía a verla nunca más?—. Pero tú también recordarás cómo termina la amada en el poema, ¿no?

Pues claro que Meggie lo recordaba.
Su escopeta destrozó la luz de la luna, le destrozó a ella el pecho a la luz de la luna.
Y los soldados, al final, mataban al bandido.
Y él yacía en medio de su sangre en la calle, el bulto de encaje alrededor de su cuello.

—Meggie…

Ella le dio la espalda. Ya no le apetecía verlo. Ya no quería tener miedo por él. Ya sólo deseaba estar furiosa con él. Y con Farid, y con Resa. Querer a alguien sólo provocaba dolor. Nada más que dolor.

—¡Meggie! —Mo la agarró por los hombros y la giró—. Suponiendo que no cabalgue… ¿te gustaría la canción que cantarían entonces?
Y una mañana Arrendajo desapareció y nunca más se le volvió a ver. Pero los niños de Umbra murieron, como sus padres, al otro lado del bosque, y Cabeza de Víbora reinó toda la eternidad gracias al Libro Vacío encuadernado por Arrendajo.

Sí, él tenía razón. Era una canción espantosa, pero Meggie conocía otra más espantosa aún:
Pero Arrendajo cabalgó al castillo para salvar a los niños de Umbra, y murió allí. Y a pesar de que el Bailarín del Fuego escribió con letras de fuego su nombre en el cielo, y las estrellas lo susurran cada noche, su hija no volvió a verlo más.

Sí, sucedería. Pero Mo oía otra canción.

—Fenoglio no nos escribirá esta vez un buen desenlace, Meggie —anunció—. Tengo que escribirlo yo, con hechos en lugar de palabras. Arrendajo es el único capaz de salvar a los niños. Sólo él puede escribir las tres palabras en el Libro Vacío.

Ella continuaba sin mirarlo. No quería oír sus palabras. Pero su padre siguió hablando, con la voz que ella tanto amaba, que había cantado hasta dormirla, consolado cuando estaba enferma y referido historias sobre su madre desaparecida.

—Tienes que prometerme algo —dijo él—. Que tú y tu madre os cuidaréis mutuamente durante mi ausencia. No podéis volver. ¡No confiéis en las palabras de Orfeo! Pero el Príncipe os protegerá, y Recio. Me lo ha prometido por la vida de su hermano, y seguro que es mucho mejor protector que yo. ¿Me oyes, Meggie? Suceda lo que suceda, quedaos con los bandidos. No vayáis a Umbra, ni me sigáis al Castillo de la Noche si me conducen allí. Si me entero de que estáis en peligro, el miedo me impediría pensar. ¡Prométemelo!

Meggie agachó la cabeza para evitar que él leyera la respuesta en sus ojos. No. No, no se lo prometería. Y seguro que Resa tampoco. ¿O sí? Meggie miró hacia su madre. Parecía muy apesadumbrada. Recio estaba a su lado. Al contrario que Meggie, él había perdonado a Resa desde que Mo había regresado sano y salvo.

—¡Meggie, te lo ruego, préstame atención! —normalmente, cuando le parecía que la cosa se ponía demasiado seria, Mo comenzaba a bromear, pero era obvio que también había cambiado en este punto. Su voz sonaba tan seria y objetiva como si estuvieran hablando de una excursión escolar—. Si no vuelvo —prosiguió—, convencerás a Fenoglio de que escriba para devolveros a nuestro mundo. Al fin y al cabo, él no puede haberlo olvidado del todo. Y después tú leerás para llevaros de vuelta a vosotros tres, a ti y a Resa… y a tu hermano.

—¿Hermano? Yo quiero una hermana.

—¿En serio? —ahora sonrió él—. Eso está bien. Yo también quiero una hija. La primera ha crecido demasiado para cogerla en brazos.

Se miraron, y las palabras se apelotonaban en la boca de Meggie, pero ninguna expresaba realmente lo que sentía.

—¿Quién llevará la carta al castillo? —preguntó en voz baja.

—Todavía no lo sabemos —contestó su padre—. No será fácil encontrar a alguien al que le permitan comparecer ante Violante.

Tres días. Meggie lo abrazó tan fuerte como cuando era pequeña.

—¡Por favor, Mo! —rogó en voz baja—. ¡No vayas, por favor! Regresemos. ¡Resa tenía razón!

—¿Regresar? Pero, Meggie, ¿justo ahora que se está poniendo emocionante? —susurró.

Total, que tampoco había cambiado tanto. Seguía haciendo chistes cuando la situación se ponía seria. Y ella lo adoraba.

Mo tomó entre las manos el rostro de su hija. La miró como si quisiera decirle algo, y por un momento Meggie creyó leer en sus ojos que sentía tanto miedo por ella como ella por él.

—¡Créeme, Meggie! —remachó—. Cabalgo a ese castillo para protegerte. Algún día lo comprenderás. ¿No sabíamos nosotros dos ya en el Castillo de la Noche que yo encuadernaba para Cabeza de Víbora el Libro Vacío tan sólo para escribir algún día en él las tres palabras?

Meggie sacudió la cabeza con tanta fuerza que su padre volvió a estrecharla contra él.

—¡Sí, Meggie! —insistió con voz queda—. Sí que lo sabíamos.

POR FIN

En la noche que no permite escuchas

Yazgo solo en mi nido de cazador,

Leo libros leídos tiempo atrás, hastiado,

Hasta que el reloj me induce al sueño.

He aquí las colinas, los vastos bosques,

He aquí mis soledades cubiertas de estrellas

Y allí el río, en cuyas riberas

Leones rugientes se reúnen para beber.

Robert Louis Stevenson
,
The Land of Story Books

Darius era un lector espléndido. Aunque sus palabras sonaban muy distintas de las de Mortimer (y, por supuesto, de las de ese profanador de libros llamado Orfeo). Acaso el arte de Darius fuera el que más se asemejaba al de Meggie. Leía con la inocencia de un niño, y a Elinor se le antojó que veía por primera vez al chico que fue un día, un chico flaco con gafas que amaba los libros con idéntica pasión que ella, aunque en su caso las páginas despertaban a la vida.

La voz de Darius no era tan redonda y tan bella como la de Mortimer. Carecía del entusiasmo que confería vigor a la voz de Orfeo. No, Darius articulaba las palabras con exquisito cuidado, como si pudieran romperse o perder su sentido si se las pronunciaba en tono demasiado alto y categórico. La voz de Darius encerraba toda la tristeza del mundo, el encanto de los débiles, de los tranquilos y prudentes, y su conocimiento de la crueldad de los fuertes…

El sonido melodioso de las palabras de Orfeo dejó estupefacta a Elinor como el día en el que lo había oído leer por primera vez. Esas palabras no sonaban al vanidoso mentecato que había arrojado sus libros contra las paredes. «¡Porque había robado a otro cada una de esas palabras, Elinor!», se dijo. Y luego no pensó en nada más.

A Darius no se le trabó la lengua ni una sola vez… quizá porque en esta ocasión no leía por miedo, sino por amor. Darius abrió con tal suavidad la puerta entre las letras, que Elinor creyó que se deslizaban dentro del mundo de Fenoglio igual que dos niños que se cuelan en una habitación prohibida.

Cuando de repente sintió tras de sí un muro, no se atrevió a creer lo que palpaban sus dedos.
Primero crees que es un sueño.
¿No lo había descrito así Resa? «¡Pues si esto es un sueño», pensó Elinor, «no tengo intención de despertar nunca más!». Sus ojos registraban con avidez las imágenes que de pronto se abalanzaban sobre ella: una plaza, una fuente, casas apoyadas unas contra otras como si fueran demasiado viejas para mantenerse en pie, mujeres con vestidos largos (bastante pobres, la mayoría), una bandada de gorriones, palomas, dos gatos flacos, un carro sobre el que un hombre viejo cargaba la basura a paletadas… Cielos, el hedor era casi insoportable, pero a pesar de todo Elinor lo aspiró a fondo.

BOOK: Muerte de tinta
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