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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (56 page)

BOOK: Muerte de tinta
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Se incorporó.

Recio señaló la bolsa que colgaba del cinturón de la mujer.

—Creo que sería mejor que dejaras esos granos aquí.

—¿Mejor? —contestó Resa—. Sí, quizá. Venga, vámonos. Pronto oscurecerá.

NIDOS HUMANOS

Presta atención:

Libres de melodía y de sentido

Huyeron las palabras a la noche.

Todavía húmedas y adormiladas,

Nadan en un torrente difícil

Y se trocan en desprecio.

Carlos Drummond de Andrade
,
Búsqueda de la poesía

Los pies de Meggie estaban tan fríos que apenas sentía los dedos, a pesar de que llevaba las botas del otro mundo. Durante la marcha interminable de los últimos días todos ellos habían comprendido lo bien que los había cobijado la cueva del cercano invierno… y lo finas que eran sus ropas. La lluvia era peor aún que el frío. Goteaba de los árboles y transformaba la tierra en barro que por la noche se helaba. Ya se había torcido el pie una niña y ahora la llevaba Elinor en brazos. Todos ellos cargaban con alguno de los niños más pequeños, pero no eran suficientes. Birlabolsas se había llevado a muchos hombres, y encima faltaban Resa y Recio.

El Príncipe Negro transportaba a tres niños nada menos, uno en cada brazo y otro a la espalda, a pesar de que apenas comía y Roxana lo obligaba a menudo a detenerse para descansar. Meggie apretó la cara contra el pelo del niño que se aferraba a su cuello. Beppo. Le recordaba al nieto de Fenoglio. Beppo no pesaba mucho. Los niños no comían lo necesario desde hacía días, pero después de las horas que Meggie había caminado cargando con el pequeño a través del cenagal, el niño parecía tan pesado como un adulto.

—Meggie, canta otra canción —rogaba una y otra vez, y ella cantaba en voz baja, debilitada por el cansancio, sobre las hazañas de Arrendajo, claro.

Para entonces a veces se le olvidaba que también era su padre. Al cerrar de vez en cuando los ojos por puro agotamiento, veía el castillo que Farid le había enseñado con el fuego: una sombría excrecencia pétrea en medio de un agua espejeante. Con qué desesperación había intentado descubrir a su padre entre aquellos muros oscuros… pero no lo había visto.

Estaba sola y, desde que Resa se había marchado, su soledad había aumentado. A pesar de Elinor, de Fenoglio, de los niños y con toda seguridad a pesar de Farid. Pero esa sensación de desamparo que sólo Doria disipaba en ocasiones había originado otra: la sensación de tener que proteger a los que estaban tan desvalidos como ella, sin padre, sin madre, huyendo de un mundo que les resultaba tan ajeno como a ella, a pesar de que los niños nunca habían conocido otro.

También Fenoglio había escrito sobre ese mundo, y sus palabras eran ahora sus únicas guías.

El anciano caminaba en cabeza en compañía del Príncipe Negro, con Despina a la espalda, aunque ella era mayor que algunos de los niños que tenían que caminar solos. Su hermano iba delante con los niños más mayores, saltando entre los árboles, como si sus miembros no sintieran el menor cansancio. El Príncipe Negro les ordenaba una y otra vez regresar y llevar en brazos a los más pequeños, como hacían las niñas más mayores. Farid se había adelantado tanto con Doria que Meggie llevaba casi una hora sin verlos; buscaban el árbol que Fenoglio había descrito con tanta insistencia al Príncipe Negro que éste había dado la orden de partir. Mas por otra parte… ¿qué otra esperanza les quedaba si no?

—¿Cuánto falta? —oyó Meggie preguntar a Despina.

—Ya no está lejos, de veras —contestó Fenoglio; pero ¿era cierto?

Meggie había estado presente cuando le habló al Príncipe Negro de los nidos.
¡Parecen enormes nidos de hada, pero dentro vivieron personas, Príncipe! Muchas personas. Construyeron los nidos cuando los gigantes comenzaron a llevarse a sus hijos, en un árbol tan alto que ni siquiera los gigantes más grandes lo alcanzaban.

—Lo que demuestra que es muy práctico no crear gigantes demasiado altos en tu propia historia —había susurrado a Meggie.

—¿Nidos humanos? —le había contestado ella también en susurros—. ¿No te lo acabarás de inventar, verdad?

—¡Qué tontería! ¿Cómo iba a hacerlo? —replicó Fenoglio con tono ofendido—. ¿Te he pedido acaso que los traigas leyendo? No. Este mundo está tan bien equipado que uno se las arregla muy bien en él sin necesidad de continuos inventos adicionales… aunque Orfeo, ese mentecato, es de otra opinión. Espero que esté mendigando ahora por las calles de Umbra en castigo por haber teñido de colores a mis hadas.

—Beppo, ahora camina tú un poquito, ¿vale? —Meggie dejó en el suelo al niño que se resistía y cogió en brazos a una niña que apenas podía tenerse en pie por el cansancio.

—¿Falta mucho? —cuántas veces le había preguntado lo mismo a su padre durante los interminables viajes en coche, al final de los cuales esperaban algunos libros enfermos.

—No, Meggie —creyó oírle decir, y por un momento el cansancio la indujo a creer que él iba a ponerle su chaqueta alrededor de sus hombros fríos, pero sólo fue una rama que rozó su espalda. Resbaló en las hojas mojadas que cubrían el suelo como una alfombra, pero la mano de Roxana impidió su caída.

—Ten cuidado, Meggie —le aconsejó, y por un instante su rostro pareció más preocupado que el de su madre.

—¡Hemos encontrado el árbol! —Doria surgió tan de sopetón ante ellos que algunos niños se asustaron. Estaba empapado y temblaba de frío, pero parecía feliz, más feliz que hacía muchos días.

—Farid se ha quedado allí. Quiere trepar hasta arriba para comprobar si los nidos aún son habitables —Doria abrió los brazos—. ¡Son gigantescos! Tendremos que construir algo para izar a los niños, pero ya se me ha ocurrido una idea.

Meggie nunca lo había oído hablar tan deprisa, ni tanto. Una de las niñas corrió hacia él, y Doria la cogió en brazos riendo y giró en círculo con ella.

—Pardillo nunca nos encontrará ahí arriba —gritó—. Ahora basta con aprender a volar y ser libres como los pájaros.

Los niños comenzaron a hablar entre ellos muy excitados hasta que el Príncipe Negro levantó la mano.

—¿Dónde está el árbol? —preguntó.

Su voz denotaba cansancio. A veces Meggie temía que el veneno hubiera quebrado algo en su interior, proyectando una sombra sobre la luz que siempre le había caracterizado.

—Justo ahí delante —Doria señaló los árboles mojados por la lluvia. De pronto hasta los pies más cansados fueron capaces de caminar de nuevo.

—¡Silencio! —advirtió el Príncipe Negro cuando los niños comenzaron a alborotar cada vez más ruidosamente, pero estaban demasiado nerviosos para obedecer y el bosque se llenó con sus voces agudas.

—¿No te lo había dicho? —Fenoglio caminaba al lado de Meggie, henchido de orgullo por el mundo que había creado.

—Sí, lo dijiste —Elinor se anticipó a Meggie con la respuesta, visiblemente malhumorada por sus ropas mojadas—. Pero yo aún no he visto esos nidos fabulosos, y he de reconoceros que la perspectiva de estar sentada en la copa de un árbol con este tiempo no me resulta precisamente atractiva.

Fenoglio castigó a Elinor con su desprecio.

—Meggie —dijo a la niña en voz baja—. ¿Cómo se llama ese chico? Ya sabes, el hermano de Recio.

—Doria.

El aludido se volvió cuando ella pronunció su nombre, y Meggie le sonrió. Le gustaba la forma en que él la miraba. Sus ojos enardecían su corazón, de manera muy distinta a los de Farid. Muy distinta…

—Doria —murmuró Fenoglio—. Doria. No sé, me resulta conocido.

—Bueno, no me extraña —comentó Elinor, sagaz—. Los Doria eran una famosa familia de la nobleza italiana.

Fenoglio le lanzó una mirada no precisamente amable, pero no llegó a expresar la respuesta que a buen seguro tenía ya en la punta de la lengua.

—¡Ahí están! —la voz de Ivo resonó tanto en la incipiente penumbra que Minerva, sin darse cuenta, le tapó la boca con la mano.

Y allí estaban, en efecto.

Eran exactos a la descripción que Fenoglio ofrecía en su libro. Este había leído esas líneas a Meggie.
Nidos gigantescos en la copa de un árbol formidable, cuyas ramas siempre verdes se alzaban tan altas hacia el cielo que las puntas parecían perderse entre las nubes.
Los nidos eran redondos como los de las hadas, pero Meggie creyó distinguir entre ellos puentes, redes hechas con lianas, escaleras. Los niños, apiñados alrededor del Príncipe Negro, miraron hacia arriba subyugados, como si acabara de conducirlos hasta un castillo entre las nubes. Pero era Fenoglio quien aparentaba mayor felicidad.

—¡Son fabulosos! —exclamó.

—Lo único seguro es que están a demasiada altura —por el tono de voz Elinor no parecía muy entusiasmada.

—Bueno, es que de eso se trata —replicó Fenoglio con tono rudo.

Pero tampoco Minerva y las demás mujeres parecían sentirse muy contentas.

—¿Dónde están los que vivieron antes ahí arriba? —quiso saber Despina—. ¿Se cayeron?

—¡Claro que no! —contestó a renglón seguido Fenoglio, pero al mirarlo Meggie se dio cuenta de que no tenía la menor idea de lo que había sucedido a los pobladores originales.

—Oh, no, supongo que se apoderó de ellos la nostalgia de la tierra —aventuró la voz de Jaspe, fina como el cristal.

Los dos hombres de cristal estaban en los profundos bolsillos del abrigo de Darius. Este era el único que iba medianamente vestido para soportar el invierno, pero se mostraba generoso y siempre compartía su abrigo con algunos niños. Los dejaba cobijarse bajo la tela abrigada igual que los polluelos bajo las alas de la gallina.

El Príncipe Negro examinó las extrañas moradas, el árbol que había que escalar… pero nada dijo.

—Podemos subir a los niños en redes —sugirió Doria— y utilizar como cuerdas esas lianas de ahí. Farid y yo las hemos probado. Resistirán.

—Éste es el mejor de todos los escondites —desde arriba les llegó la voz de Farid que, raudo como una ardilla, descendía por el tronco… como si antes no hubiera vivido en el desierto, sino en los árboles—. Aunque los perros de Pardillo nos encuentren aquí, desde ahí arriba podemos defendernos.

—Bueno, espero que no lleguen a encontrarnos —dijo el Príncipe Negro—. Pero no queda tiempo para construir algo bajo tierra, y allí arriba podremos mantenernos hasta que…

Cómo le miraban todos. Sí… ¿hasta cuándo?

—Hasta que Arrendajo mate a Cabeza de Víbora —dijo uno de los niños con tal convicción que el Príncipe no pudo reprimir una sonrisa.

—Exacto. Hasta que Arrendajo mate a Cabeza de Víbora.

—Y a Pífano —añadió otro niño.

—Claro que sí, a ése también —en la mirada que cruzó Baptista con el Príncipe Negro se mezclaban la esperanza y la preocupación a partes iguales.

—Sí, matará a ambos y después se casará con la Fea y reinarán felices hasta el fin de sus días —Despina sonrió, contenta de presenciar ya la boda.

—¡Oh, no, no! —Fenoglio la miró consternado temiendo que sus palabras pudieran hacerse realidad momentos después—. Arrendajo ya tiene una esposa, Despina. ¿Has olvidado a la madre de Meggie?

Despina, asustada, miró a la chica y se tapó la boca con la mano, pero Meggie se limitó a acariciar su pelo liso.

—A pesar de todo me parece una historia estupenda —le dijo en voz baja.

—Empezad a tensar cuerdas ahí arriba —encargó el Príncipe Negro a Baptista— y preguntad a Doria cómo quiere izar las redes. Los demás, trepad hasta la copa y comprobad si los nidos están podridos.

Meggie alzó la vista hacia el espeso ramaje. Nunca había visto un árbol como ése. La corteza era pardo rojiza, pero mellada como la de un roble, y el tronco no se ramificaba hasta muy arriba, pero crecía tan abultado hacia lo alto que ofrecía apoyo por doquier a pies y manos. En algunos lugares las setas de árbol formaban plataformas gigantescas. En el tronco de altura interminable se abrían cuevas, grietas tapadas con plumas, que mostraban que en ese árbol no sólo habían anidado personas. «A lo mejor debería preguntar a Doria si de verdad puede construirme unas alas», pensó Meggie, y de pronto le vino a la memoria la urraca que tanto había atemorizado a su madre.

¿Por qué no la había llevado Resa consigo? «Porque todavía te considera una niña pequeña, Meggie», se respondió.

—Meggie…

Una de los niñas deslizó en su mano los dedos fríos. Elinor la había bautizado con el nombre de Elfa de Fuego, por sus cabellos rojizos como si Dedo Polvoriento hubiera sembrado chispas en ellos. ¿Cuántos años tendría: cuatro, cinco? Muchos de los niños ignoraban su edad.

—Dice Beppo que ahí arriba hay pájaros que se comen a los niños.

—¡Qué tontería! ¿Cómo lo sabe? ¿Crees que Beppo ha estado ahí arriba?

Elfa de Fuego sonrió, aliviada, y dirigió a Beppo una mirada severa. Pero su expresión se trocó de nuevo en preocupación cuando, aferrando sus dedos con fuerza alrededor de la mano de Meggie, escuchó el informe que Farid transmitía al Príncipe Negro.

—Los nidos son tan grandes que en cada uno de ellos dormirán sin problemas cinco o seis de nosotros —estaba tan excitado que parecía haber olvidado que Dedo Polvoriento había regresado, aunque él seguía estando solo—. Muchos de los puentes están podridos, pero ahí arriba contamos con lianas y madera suficiente para repararlos.

—Apenas disponemos de herramientas —adujo Doria—. Es lo primero que debemos fabricar con nuestros cuchillos y espadas.

Los bandidos miraron preocupados sus cinturones de armas.

—La copa es tan frondosa que nos protege del viento, pero en algunas zonas se han abierto brechas —continuó Farid—, seguramente puntos de observación para los centinelas. Tendremos que acolchar los nidos como las hadas.

—Quizá sería mejor que algunos de nosotros permaneciéramos aquí abajo —propuso Espantaelfos—. Tenemos que cazar y…

—Podéis cazar arriba —le interrumpió Farid—. Hay bandadas de pájaros, y grandes ardillas y animales con dedos prensiles similares a conejos. Aunque, dicho sea de paso, también hay gatos salvajes…

Las mujeres se miraron angustiadas.

—…y murciélagos y duendes de colas larguísimas —prosiguió Farid—. ¡Ahí arriba es otro mundo! Hay cuevas y ramas tan anchas que se puede deambular por ellas. Encima crecen flores y setas. Es fabuloso. ¡Una maravilla!

El rostro arrugado de Fenoglio exhibía una sonrisa de oreja a oreja, igual que el rey cuyo reino recibe alabanzas, y hasta Elinor alzó por primera vez la vista añorando el tronco corcovado. Algunos niños quisieron subir en el acto, pero las mujeres los detuvieron.

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