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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (60 page)

BOOK: Muerte de tinta
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Mo no le escuchaba. Leía los pensamientos de Dedo Polvoriento en su mente. «¡Ahora, Arrendajo!», le susurraban, y cuando una serpiente de fuego ascendió por las piernas del soldado que tenía a su derecha, le propinó un codazo en el pecho al que tenía a su espalda. El fuego, que emergía del suelo, lamiéndolo, enseñó sus dientes flamígeros e incendió las ropas de sus guardianes. Estos retrocedieron a trompicones, gritando, mientras el fuego trazaba un anillo protector en torno a los dos prisioneros. Dos soldados alzaron sus ballestas, pero Pífano se lo impidió. Sabía que su señor no perdonaría jamás que le llevase muerto a Arrendajo. Había palidecido de ira. Orfeo, sin embargo, reía.

—¡Muy impresionante! ¡Sí, de veras! —se acercó al fuego y contempló las llamas con detenimiento intentando tal vez averiguar el nombre con el que las convocaba Dedo Polvoriento. Pero después su mirada se posó en Dedo Polvoriento mismo.

—Es posible que consigas salvar al encuadernador tú solo —dijo con voz meliflua—. Pero para desgracia suya, te has convertido en mi enemigo. Qué tremendo error. No he venido aquí con Pífano. Ahora sirvo a su señor, que espera que caiga la noche para presentar sus respetos a Arrendajo, y me ha enviado a prepararlo todo para su llegada. De esto forma parte, entre otras cosas, la triste tarea de mandar definitivamente al Bailarín del Fuego al reino de los muertos.

La tristeza de su voz casi parecía auténtica, y Mo recordó el día en la biblioteca de Elinor en el que Orfeo había regateado con Mortola por la vida de Dedo Polvoriento.

—¡No hables y elimínalo, Cuatrojos! —exclamó Pífano, impaciente, mientras sus hombres seguían arrancándose del cuerpo las ropas en llamas—. Quiero atrapar de una vez a Arrendajo.

—Sí, sí, ya lo atraparás —contestó Orfeo, irritado—. Pero primero quiero mi parte —se acercó tanto al fuego que su resplandor enrojeció su pálido semblante—. ¿A quién le diste el libro de Fenoglio? —preguntó a Dedo Polvoriento a través de las llamas—. ¿A él? —preguntó con un ligero movimiento de cabeza en dirección a Mo.

—Quizá —contestó Dedo Polvoriento con una sonrisa.

Orfeo se mordió los labios como un niño que se ve obligado a contener las lágrimas.

—¡Sí, sonríe! —exclamó con voz empañada—. ¡Búrlate de mí! Pero muy pronto lamentarás lo que me hiciste.

—¿Cómo? —replicó Dedo Polvoriento tan impávido como si hubieran desaparecido los soldados que seguían apuntándoles con sus ballestas—. ¿Cómo piensas asustar a un hombre que ya ha estado muerto?

Esta vez fue Orfeo quien sonrió, y Mo deseó tener una espada, aunque sabía que no le serviría de nada.

—Pífano, ¿qué hace aquí este hombre? ¿Desde cuándo sirve a mi pa…? —la voz de Violante se extinguió cuando la sombra de Orfeo se movió como un animal que se despertaba.

De ella brotó una figura jadeante como un perro de gran tamaño. No se distinguía rostro alguno en la negrura que palpitaba y se difuminaba, sólo ojos, insensibles e iracundos. Mo captó el miedo de Dedo Polvoriento, y el fuego se agachó, como si la figura oscura le arrebatara el aliento.

—No creo que necesite explicarte lo que es un íncubo —dijo Orfeo con voz aterciopelada—. Los juglares dicen que son muertos que las Mujeres Blancas envían de vuelta porque no pueden lavar de su alma las manchas oscuras, de modo que los condenan a vagar sin cuerpo, impulsados por su propia oscuridad, en un mundo que ya no es el suyo, hasta que al final se extinguen, devorados por un aire irrespirable, abrasados por el sol del que ningún cuerpo los protege. Pero hasta que eso sucede están hambrientos, muy hambrientos —Orfeo dio un paso atrás—. ¡Cógelo! —ordenó a la sombra—. Agárralo, mi perro fiel. Agarra al Bailarín del Fuego por haberme partido el corazón.

Mo se acercó a Dedo Polvoriento, pero éste lo apartó de un empujón.

—¡Largo, Arrendajo! —le espetó, enfurecido—. Esto de aquí es peor que la muerte.

Las llamas que los rodeaban se extinguieron, y el íncubo, respirando pesadamente, entró en el círculo de hollín. Dedo Polvoriento no lo esquivó. Permaneció simplemente quieto, cuando las manos informes lo agarraron y se extinguió. Igual que las llamas.

Mo creyó que se le paralizaba el corazón cuando el otro cayó. Pero el íncubo se inclinó olfateando como un perro decepcionado sobre el cuerpo inmóvil de Dedo Polvoriento, y Mo recordó lo que le había contado una vez Baptista: que los íncubos sólo se interesan por la carne viva y evitan a los muertos porque temen que se los lleven consigo al reino del que se han librado por poco tiempo.

—¿Oh, qué ha sido eso? —gritó Orfeo. Su voz parecía la de un niño decepcionado—. ¿Cómo ha podido suceder tan deprisa? ¡Deseaba presenciar su agonía!

—¡Sujetad a Arrendajo! —oyó Mo gritar a Pífano—. ¡Vamos, deprisa! —pero sus soldados se limitaban a mirar al íncubo, que se había girado y dirigía su mirada insensible hacia Mo.

—¡Orfeo, dile que se aparte! —a Pífano casi se le quebró la voz—. ¡Todavía necesitamos a Arrendajo!

El íncubo gimió, como si su boca buscase palabras… suponiendo que tuviese boca. Por un instante, Mo creyó reconocer un rostro en la negrura. La maldad atravesó su piel y cubrió su corazón como el moho. Sus piernas flaquearon y luchó desesperadamente por respirar. Sí, Dedo Polvoriento tenía razón, esto era peor que la muerte.

—¡Atrás, perro! —la voz de Orfeo paralizó al íncubo—. De ése te apoderarás más tarde.

Mo cayó de rodillas, junto al cuerpo inmóvil de Dedo Polvoriento. Quiso tumbarse a su lado, dejar de respirar como él, y de sentir, pero los soldados lo levantaron y lo maniataron. Apenas lo notó. Casi no podía respirar aún.

Cuando Pífano se le acercó, Mo lo veía como a través de una niebla.

—En algún lugar de este castillo tiene que haber un patio con jaulas de pájaros. Encerradlo en una de ellas —le propinó un codazo en el estómago, pero Mo sólo sentía una cosa: que respiraba de nuevo cuando el íncubo se fundió con la sombra de Orfeo.

—¡Alto! Arrendajo todavía es mi prisionero —Violante se interpuso en el camino de los soldados que se llevaban a Mo.

Pífano la apartó con rudeza.

—Jamás fue vuestro prisionero —dijo—. ¿Acaso tomáis a vuestro padre por tonto?

—Conducidla a su habitación —ordenó a uno de los soldados—. Y al Bailarín del Fuego tiradlo delante de la jaula en la que encerréis a Arrendajo. Al fin y al cabo no se debe separar a la sombra de su señor, ¿no?

Delante de la puerta yacía otro de los soldados de Violante, el rostro juvenil aterrado por la presencia de la muerte. Yacían por todas partes. El Castillo del Lago pertenecía a Cabeza de Víbora y, con él, Arrendajo. Así que de ese modo terminaba la canción.

—¡Qué horrible final! —creyó Mo oír decir a Meggie—. No me gusta este libro, Mo. ¿No tienes otro?

¿DEMASIADO TARDE?

«Por mi parte», protestó el topo, «no puedo ahora irme a dormir sin hacer nada, a pesar de que no sé qué hay que hacer».

Kenneth Grahame
,
El viento en los sauces

El lago. Cuando vio brillar el agua entre los árboles al pie de la ladera, Resa quiso echar a correr, pero Recio la detuvo y señaló en silencio las tiendas que bordeaban la orilla. La negra sólo podía pertenecer a uno, y Resa, apoyándose en uno de los árboles que poblaban las empinadas laderas, notó un desfallecimiento. Habían llegado tarde. Cabeza de Víbora había sido más rápido. Y ahora ¿qué?

Miró hacia el castillo, que se alzaba en medio del lago como una fruta negra al alcance del Príncipe de la Plata. Los muros oscuros parecían ominosos… e inalcanzables. ¿Estaba Mo realmente allí? Aunque así fuera… también estaba Cabeza de Víbora. Y una docena de hombres vigilaban el puente que atravesaba el lago. Y ahora ¿qué, Resa?

—No podemos cruzar el puente, es obvio —le dijo en voz baja Recio—. Iré a echar un vistazo. Tú espera aquí. A lo mejor encuentro una barca en alguna parte.

Pero Resa no había ido allí para esperar. Costó hallar un camino por las empinadas pendientes de la orilla, y por todas partes había soldados entre los árboles, pero vigilaban el castillo. Recio la condujo lejos de las tiendas, a la orilla oriental del lago donde los árboles crecían hasta el borde del agua. ¿Y si intentaban cruzar el lago a nado al amparo de la oscuridad? Pero sus aguas estarían frías, muy frías, y corrían historias siniestras sobre las aguas de ese lago y sus moradores. La mano de Resa tanteó su vientre mientras seguía a Recio. Tenía la impresión de que se había escondido muy hondo dentro de ella.

De repente, Recio, agarrándola del brazo, señaló unas rocas que sobresalían del lago. Dos soldados aparecieron tan repentinamente entre ellas como si hubieran brotado del agua. Cuando llegaron a la orilla, Resa vio que unos cuantos caballos esperaban a unos pasos de las rocas bajo los abetos.

—¿Qué significa eso? —susurró Recio cuando salieron más soldados de entre las rocas—. ¿Que existe otro camino al castillo? Voy a comprobarlo. Pero esta vez no vendrás conmigo. Te lo ruego. Se lo prometí a Arrendajo. Me molería a golpes si supiera que estás aquí.

—No, no lo haría —contestó Resa en voz baja, pero se quedó, y Recio se alejó sigiloso mientras ella aguardaba bajo los árboles y lo seguía con la vista, tiritando.

El agua del lago le salpicaba las botas, y bajo la superficie espejeante creyó vislumbrar rostros aplastados como los dibujos en el lomo de una raya. Estremeciéndose, retrocedió… y oyó pasos a su espalda.

—Eh, tú.

Se volvió deprisa. Un soldado apareció entre los árboles, espada en mano. ¡Corre, Resa!

Ella era más rápida que él, con sus armas y la pesada cota de malla, pero llamó a otro soldado, que disponía de una ballesta.

¡Más deprisa, Resa! De árbol en árbol, esconderse y correr, como hacen los niños. Así habría jugado con Meggie si ésta hubiera estado con ella cuando era pequeña. Cuántos años perdidos…

Una flecha se clavó en el árbol que estaba a su lado. Otra, delante de ella, en el suelo.
No me sigas, Resa, por favor. Tengo que saber que estarás allí cuando regrese.
Ay, Mo. Esperar siempre es mucho más difícil.

Se agachó detrás de un árbol y sacó su cuchillo. ¿Se acercaban o no? «Sigue corriendo, Resa.» Pero las piernas le fallaron, de miedo. Respirando pesadamente, se ocultó tambaleándose detrás del árbol más cercano… y sintió que una mano enorme le tapaba la boca.

—Diles que te rindes —susurró Recio—. Pero no camines hacia ellos, deja que se acerquen.

Resa asintió y guardó el cuchillo. Los dos soldados se gritaron algo entre ellos. Se sentía aterrorizada cuando asomó el brazo detrás del árbol y con voz temblorosa les rogó que no disparasen. Esperó hasta que Recio se hubo alejado furtivamente —con increíble celeridad para su tamaño— antes de salir de detrás del árbol, los brazos levantados. Los ojos se dilataron bajo los cascos por la sorpresa al darse cuenta de que era una mujer. Su sonrisa no auguraba nada bueno, aunque depusieron las armas, pero antes de que cualquiera de ellos pudiera agarrarla, Recio apareció a sus espaldas rodeando a cada uno el cuello con un brazo. Resa se volvió mientras los mataba y vomitó en la hierba húmeda, la mano apretada sobre el vientre, aterrada de que el niño hubiera captado su pavor.

—¡Están por todas partes! —Recio la ayudó a incorporarse. Sangraba por el hombro, tanto que su camisa se tiñó de rojo—. Uno tenía un cuchillo. «Si llevan cuchillo, ten cuidado, Lázaro», dice siempre Doria. El pequeño es mucho más listo que yo —se tambaleaba tanto que Resa tuvo que sujetarlo. Juntos, continuaron andando a trompicones y se internaron entre los árboles.

—Pífano también está aquí —susurró Recio—. Los que acabamos de ver en las rocas son secuaces suyos. Al parecer, allí hay un pasadizo que conduce hasta el castillo por debajo del lago. Mas por desgracia, aún hay noticias peores.

Miró en derredor. De la orilla del lago subían voces. ¿Qué pasaría si se topaban con los muertos? Recio la arrastró hasta un agujero en el suelo que olía a duende.

Resa oyó los sollozos nada más entrar. Recio jadeaba al seguirla. Algo peludo se acurrucaba en la oscuridad. En un principio Resa pensó que era un duende, pero después recordó la descripción que Meggie le había hecho del sirviente de Violante. ¿Cuál era su nombre? Ah, sí, Tullio.

Agarró la mano peluda. El criado de Violante la miró con los ojos dilatados por el pánico.

—¿Qué ha sucedido? ¡Soy la mujer de Arrendajo! Respóndeme, por favor, ¿vive todavía?

Él clavó en ella sus ojos negros, redondos como los de un animal.

—Están todos muertos —susurró. El corazón de Resa comenzó a atrepellarse, como si hubiera olvidado latir con regularidad—. Está todo cubierto de sangre. Han encerrado a Violante en una habitación y a Arrendajo…

¿Qué pasa con él? No, Resa no quería oírlo. Cerró los ojos como si de ese modo pudiera regresar a casa de Elinor, al jardín apacible, cruzar hasta el taller de Mo…

—Pífano lo ha encerrado en una jaula.

—¿Quieres decir que aún vive?

Las apresuradas inclinaciones de cabeza hicieron que se aquietaran los latidos de su corazón.

—Todavía lo necesitan.

Pues claro. ¿Cómo había podido olvidarlo?

—Pero al Bailarín del Fuego se lo ha comido el íncubo.

No, eso no podía ser verdad. Resa se cubrió el rostro con las manos.

—¿Está ya en el castillo Cabeza de Víbora? —preguntó Recio.

Tullio negó con la cabeza y comenzó a sollozar de nuevo.

Recio miró a Resa.

—Entonces entrará a caballo esta noche. Y Arrendajo lo matará —dijo a modo de conjuro.

—¿Cómo? —Resa cortó con el cuchillo una banda de tela de su falda y vendó la herida, que aún sangraba mucho—. ¿Cómo va a escribir las palabras si Violante ya no puede ayudarle y Dedo Polvoriento está…? —evitó pronunciar la palabra «muerto», deseando quizás que no fuese real.

Fuera se oyeron pasos, pero volvieron a alejarse. Resa soltó la bolsa de Mortola de su cinturón.

—Arrendajo no matará a Cabeza de Víbora. Ellos lo matarán a
él
en cuanto Cabeza de Víbora averigüe que Mo no puede curar el Libro Vacío. Y eso acontecerá muy pronto.

Resa vertió en su mano algunas de las semillas diminutas. Granos que vaciaban el alma, lo que sólo podía hacer la muerte, para adoptar otra figura.

—Pero ¿qué haces? —Recio intentó arrebatarle la bolsa, pero Resa la rodeaba con firmeza con las manos.

—Hay que ponérselas debajo de la lengua —susurró— y tener cuidado de no tragarlas. Si se hace con excesiva frecuencia, el animal se vuelve demasiado poderoso y el ser humano olvida lo que fue antes. Capricornio tenía un perro del que se decía que fue uno de sus hombres hasta que Mortola ensayó con él el efecto de estas semillas. En cierta ocasión el perro la atacó, y lo mataron. Entonces pensé que era una historia más para asustar a las criadas.

BOOK: Muerte de tinta
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