Pasada más de una hora, alcanzaron la costa y se dirigieron a la pequeña ensenada, cuya blanca arena destacaba en medio de la oscuridad circundante. Penetraron en ella ojo avizor porque su situación era sumamente vulnerable. En la popa, Andrews levantó la linterna sin la pantalla y efectuó dos rápidas señales de Morse hacia la estrecha franja de arena. Inmediatamente recibieron una respuesta consistente en cuatro largas señales luminosas.
—Aquí están —murmuró Bond.
—Así lo espero —masculló Preedy.
Cuando la embarcación ya estaba a punto de alcanzar la orilla, Andrews saltó al agua y tomó el cabo de proa para guiar la lancha. Dos figuras se acercaron corriendo a la orilla.
—
Meine Ruh' ist hin
—Bond se sintió un poco ridículo, citando a Goethe, un poeta del que apenas sabía nada, en mitad de la noche y en una desierta playa de la Alemania del Este—. He perdido la paz.
—
Mein Herz ist schwer
—contestó una de las figuras de la orilla, completando la rima—. Mi corazón está triste.
Los tres hombres ayudaron a la pareja a subir a bordo y la acomodaron rápidamente en el centro de la lancha. Andrews haló el cabo de proa para invertir la lancha, mientras Bond marcaba el rumbo en el compás. Al cabo de unos segundos, se alejaron remando. Treinta minutos más tarde, pondrían en marcha el motor y emitirían la primera señal para el submarino que aguardaba.
En la sala de control, el operador del sonar había seguido su avance por medio de un dispositivo de señales de corta distancia instalado en la lancha. Al mismo tiempo, controlaba la zona circundante mientras su compañero hacía lo propio a una escala más vasta.
—Parece que ya vuelven, señor —dijo el operador de sonar de mayor antigüedad.
—Cuando pongan el motor en marcha, hágamelo saber.
Stewart parecía nervioso. No tenía ni idea de lo que se llevaban entre manos los tipejos y la verdad es que tampoco deseaba saberlo. Sólo esperaba la vuelta de sus pasajeros sanos y salvos en compañía de quienquiera que llevaran consigo, y un regreso a la base sin el menor contratiempo.
—Sí, señor. Creo que… Oh, Dios mío… —el operador del sonar se detuvo en seco en cuanto oyó la señal a través de los auriculares y vio la señal visual en la pantalla—. Tienen compañía. Marcación cero siete cuatro. Viene desde detrás del promontorio situado a estribor. Una embarcación rápida y ligera. Me parece que es un Pchela.
Stewart soltó una maldición, cosa que hacía muy de tarde en tarde en presencia de la tripulación. Un Pchela era un aerodeslizador de fabricación rusa. Aunque ya eran muy anticuadas y llevaban dos ametralladoras de 13 milímetros y un viejo radar de reconocimiento tipo Pot Drum, aquellas embarcaciones eran extraordinariamente rápidas tanto en los bajíos como en mar picada.
—Es un Pchela, señor, y se está acercando a ellos rápidamente —dijo el operador del sonar.
En la lancha inflable, oyeron el rugido de los motores de la patrullera en cuanto abandonaron la orilla y se alejaron remando.
—¿Utilizamos el motor y vamos por él? —le preguntó Dave Andrews a Bond.
—No lo conseguiremos.
Bond sabía lo que hubieran tenido que hacer y no le gustaban las consecuencias que de ello hubieran podido derivarse.
—Deja que se sitúe al lado y prepárate para el choque —dijo Andrews, ahorrándole la molestia de tomar una decisión—. No me esperes. ¡Regresaré por mi cuenta a tierra siempre y cuando no me alcance la mina magnética!
Andrews saltó rápidamente y desapareció en el agua.
Bond sabía que Andrews llevaba dos pequeñas cargas magnéticas que, convenientemente colocadas, abrirían unos boquetes en los depósitos de combustible del aerodeslizador. También sabía que, probablemente, harían saltar en pedazos al hombre de la FEL.
En aquel instante, la luz de un reflector les alcanzó de lleno mientras la patrullera aminoraba la velocidad, hundiéndose en el agua desde las hojas acopladas a la parte inferior del casco para posar la proa sobre la superficie. Se escuchó una orden en alemán a través del megáfono.
—¡Alto! ¡Alto! Vamos a subir a bordo para que nos indiquen el asunto que les trae. Es una orden militar. Si no se detienen, abriremos fuego. ¡Arriba las manos!
—Levanta las manos —le dijo Bond a Preedy—. Muéstrales que no vas armado y haz lo que te digan. Habrá una explosión. Cuando eso ocurra, agacha la cabeza, colócala entre las rodillas…
—Y despídete de tu trasero —murmuró Preedy.
—…y cúbrela con los brazos.
La patrullera ya tenía el casco sumergido en el agua y, con los motores parados, se iba acercando a la lancha con el reflector encendido. La distancia entre ambas embarcaciones era de unos cincuenta metros cuando la proa de la patrullera desapareció en medio de una cegadora llamarada blanca que inmediatamente se tomó carmesí. Un segundo después, se oyó una explosión seguida de un rugido más sordo.
Bond levantó la cabeza y vio que Andrews había colocado las minas a la perfección. Era de esperar que así fuera, pensó. Un buen oficial de la FEL conoce con toda exactitud la mejor posición para obtener el máximo efecto en todas las embarcaciones del bloque del Este, y Andrews había realizado su tarea impecablemente. La embarcación ardía por los cuatro costados y se podían ver con claridad la proa y las hojas sobresaliendo en el agua. En menos de un minuto, la patrullera se hundió.
La onda explosiva inclinó la lancha de costado y le hizo perder el control sobre el agua. Bond extendió una mano hacia el motor. Lo levantó por encima de la popa, lo colocó en posición en el agua y pulsó el botón de encendido. El pequeño IPI se puso en marcha y las palas de las hélices empezaron a girar. Por medio de una manija, Bond podía gobernar la embarcación y controlar al mismo tiempo su velocidad.
Bond estaba preocupado por la vulnerabilidad de su situación, puesto que toda la zona aparecía iluminada por las llamas de la patrullera. Las preguntas se agolpaban en su mente: ¿habría alertado la patrullera a otras embarcaciones de aquella franja costera tan severamente vigilada? ¿Habrían detectado la lancha a través de un sistema de radar de tierra o de embarcación rápida? ¿Habría conseguido Dave Andrews escapar tras colocar las minas magnéticas? Dudaba mucho de ello. ¿Se habría sumergido el submarino para evitar ser detectado? Cabía esta posibilidad, ya que un submarino nuclear era más valioso para su capitán que una operación
Halcón Marino
. Bond pensó en todas estas cosas, mientras Preedy se encargaba de la navegación, utilizando su propio compás.
—Dos puntos a estribor. Un punto a babor. No. Babor. Sigue virando a babor. En el centro del barco. Ya vale…
Bond pugnaba por controlar el avance de la lancha, sosteniendo el motor con la mano en el agua dado que éste parecía estar a punto de desprenderse. Necesitó toda su fuerza para conseguir que la pequeña embarcación no torciera el rumbo, pidiéndole constantemente a Preedy que virara a babor y luego a estribor en medio de unas intensas sacudidas. El agua y el viento le azotaban el rostro; a la mortecina luz de la patrullera, contempló a sus dos pasajeros protegidos con anoraks y gorros de lana. La posición de sus hombros denotaba bien a las claras el terror que sentían. Después, con la misma rapidez con que antes se iluminaron las aguas, la oscuridad volvió a caer sobre ellas.
—Media milla. ¡Apaga el motor! —gritó Preedy desde la popa.
Ahora lo sabrían. De un momento a otro, descubrirían si su buque nodriza les había abandonado o no.
Tras haber visto la destrucción del aerodeslizador a través del radar, Stewart se preguntó si Halcón Marino y sus compañeros habrían perecido en la explosión. Les concedería cuatro minutos. En caso de que el sonar no les detectara entonces, tendría que sumergirse y disponerse a abandonar en silencio las aguas prohibidas. Al cabo de tres minutos y veinte segundos, el operador del sonar indicó que los había detectado.
—Están regresando, señor. Van muy rápido y utilizan su propio motor.
—Preparados para emerger al mínimo. Recuperación de un grupo por la escotilla de proa.
Se acusó recibo de la orden.
—Media milla, señor —anunció el operador del sonar.
Stewart se sorprendió de haber sido tan estúpido. Todos sus instintos le dijeron que se largara antes de que les detectaran. «Maldito Halcón Marino —pensó—. ¿Halcón Marino? Qué idiotez. ¿No era ése el título de una antigua película de Errol Flynn
[2]
?»
El operador de radio recibió a través de los auriculares dos D en código Morse, transmitidos por Bond desde la lancha casi parada.
—Dos Deltas, señor.
—Dos Deltas —replicó Stewart con escaso entusiasmo—. Cubierta en superficie. Luz negra. Recuperación de grupo en la escotilla de proa.
El grupo de Halcón Marino fue izado a bordo y sus componentes bajaron por la escalera. Preedy lo hizo en último lugar, porque, primero, desgarró los costados de la lancha y le aplicó una carga explosiva que la destruiría bajo el agua sin dejar el menor rastro. Stewart dio la orden de inmersión y cambio de rumbo. Sólo entonces se dirigió a proa para hablar con el grupo de Halcón Marino.
Arqueó las cejas al ver que faltaba uno. No tuvo que preguntar nada.
—No volverá —dijo Bond.
Después, el capitán de corbeta Stewart vio a los dos nuevos miembros del equipo de Halcón Marino. ¡Mujeres! Traía mala suerte tener mujeres a bordo. Los capitanes de submarinos son muy supersticiosos.
Era primavera, la mejor época del año, y Londres estaba muy seductor con sus doradas alfombras de azafrán en los parques, las mujeres libres de sus pesadas ropas de invierno y la promesa del verano a la vuelta de la esquina. James Bond se sentía en paz con el mundo cuando, enfundado en su bata de rizo, terminó su desayuno ingiriendo una segunda taza de café, saboreando el singular aroma de los granos recién molidos de De Bry. El sol iluminaba el pequeño comedor de su apartamento y May tarareaba una melodía para sus adentros sobre el inevitable trasfondo del ruido de la cocina.
Bond trabajaba en el último turno del Cuartel General del Servicio y, por consiguiente, tenía todo el día libre. Pese a ello, cuando se le encomendaba alguna misión especial, estaba obligado a repasar toda la prensa nacional y los más importantes diarios provinciales. Ya había marcado tres pequeñas noticias que publicaban aquella mañana el
Mail
, el
Express
y el
Times
: una de ellas, relativa a la detención de un hombre de negocios británico en Madrid; otra de tres líneas en el
Times
, sobre un incidente que había tenido lugar en el Mediterráneo; y una tercera, en un artículo del
Express
en el que se decía que el Servicio Secreto de Espionaje se hallaba enzarzado en una disputa territorial con su organización hermana el MI-5.
—¿Aún no ha terminado, míster James? —preguntó May en tono acusador, irrumpiendo repentinamente en la estancia.
Bond la miró sonriendo. Le encantaba acosarle de habitación en habitación siempre que tenía una mañana libre.
—Ya puedes quitar la mesa, May. Me queda sólo media taza de café por terminarme. Lo demás, te lo puedes llevar.
—Usted y sus periódicos —exclamó despectivamente el ama de llaves, señalando con una mano los periódicos diseminados sobre la mesa—. No llevan ni una sola noticia buena últimamente.
—Pues, no sé…
—Es terrible, ¿no cree? —dijo May, golpeando con el puño un periódico sensacionalista.
—¿A qué te refieres en concreto?
—Pues, a lo de esta pobre chica. Lo llevan todos en primera plana y ya lo ha comentado esta mañana el jefe de la policía en la televisión. Debe de ser otro Jack el Destripador.
—¡Ah, ya!
Bond apenas había leído las primeras planas donde se daba cuenta de un espeluznante asesinato que, según los periódicos, guardaba relación con otro que había tenido lugar a principios de semana. Ahora echó distraídamente un vistazo a los titulares.
CUERPO CON LA LENGUA ARRANCADA EN UNA LEÑERA
SEGUNDA MUCHACHA MUTILADA
HAY QUE APRESAR A ESTE SÁDICO ANTES DE QUE VUELVA A ATACAR
Tomó el
Telegraph
donde la noticia ocupaba el segundo lugar detrás de otra más importante.
El cuerpo de la programadora de ordenadores Bridget Hammond, de veintisiete años, fue descubierto por un jardinero ayer a última hora de la tarde en una leñera abandonada próxima a su domicilio en Norwich. Miss Hammond llevaba veinticuatro horas sin aparecer. Una compañera de trabajo de la Rightline Computers la llamó a su apartamento de Thorpe Road, extrañada de que no acudiera al trabajo aquella mañana.
La policía señaló que se trataba de un claro caso de asesinato. La garganta aparecía cortada y había «ciertas similitudes» con el asesinato de la semana pasada de Millicent Zampek, en Cambridge. El cuerpo de la señorita Zampek fue descubierto mutilado en el Backs, en la parte de atrás del King's College. El examen reveló que le habían cortado la lengua.
Un portavoz de la policía declaró: «Es casi con toda seguridad la obra de una sola persona. Es posible que un maníaco ande suelto por las calles».
Algo más que eso, pensó Bond, apartando el periódico a un lado. Últimamente, los asesinatos de pervertidos sexuales estaban a la orden del día y la velocidad de los modernos medios de comunicación los acercaban cada vez más al público.
Cuando sonó repentinamente el teléfono, Bond experimentó una extraña premonición, una especie de hormigueo en la nuca y un vacío en la boca del estómago, como si supiera que le iban a encomendar algo sumamente desagradable, pero todavía inexistente, tal como decían en el Servicio.
Era la siempre fiel miss Moneypenny, utilizando la sencilla clave que ambos dominaban desde hacía tantos años.
—¿Puedes almorzar? —fue lo único que ella le preguntó cuando Bond le recitó su número.
—¿Trabajo?
—Más bien sí. En su club. 12.45. Importante.
—Allí estaré.
Bond colgó el teléfono. M no solía invitarle a almorzar al Blades, lo cual no presagiaba nada bueno.
Conociendo la obsesión de su jefe por la puntualidad, a las 12.40 en punto, Bond pagó la carrera del taxi en Park Lane, tomando la habitual precaución de bajar a pie por Park Street donde se halla ubicado este lujoso club masculino con su fachada estilo Adam algo apartada de la calle.