Muerte en Hong Kong (24 page)

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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Muerte en Hong Kong
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—¿Cómo te va la vida, Emilie? Perdón, hubiera debido llamarte Ebbie —dijo Swift.

—Corriendo peligros, como siempre. Me parece que los soviéticos quieren tomar una revancha conmigo. ¿Se dice así, revancha?

—Se dice venganza —dijo Bond.

En aquel momento, Dedo Gordo Chang entró en la estancia, llevando varios artículos envueltos en hule que Bond empezó a guardar inmediatamente en su bolsa de bandolera.

—¿No quiere examinar las armas? —preguntó Chang, momentáneamente desconcertado.

Bond arrojó varios fajos de billetes sobre la mesa. El dinero en efectivo fue sólo una pequeña parte de la lista de compras que le había dado a Quti.

—Entre amigos de confianza, es innecesario contar el dinero —dijo, haciendo una mueca—. Un antiguo proverbio chino, tal como usted sabe, Dedo Gordo Chang. Y ahora, por favor, déjenos solos.

El chino soltó una carcajada, recogió los billetes y retrocedió hacia la habitación del fondo.

—Cuando salgamos, sugiero que usted y Ebbie lo hagan en primer lugar —dijo Swift.

En el transcurso de su conversación con Bond, Swift habló constantemente en voz baja. Ahora, lo hizo en un tono casi soporífero. Bond recordó la descripción que figuraba en los archivos: «
Siempre tranquilo, suele hablar en voz baja
». Se acercó a la cortina y echó un vistazo a la otra habitación para cerciorarse de que Chang se había marchado por la puerta de atrás, dejándoles solos. Tras haberlo comprobado, habló rápidamente.

—A las diez y media, ¿eh?

—Cuente con ello.

Con un movimiento de cabeza casi autoritario, Swift les mandó alejarse. Bajaron los empinados peldaños llenos de tenderetes de mercachifles y vendedores de
dim sum
.

—Swift —dijo Ebbie, pronunciando «Svift».

Casi tenía que correr para seguirle el paso a Bond.

—¿Qué ocurre?

—Fue entonces cuando a Heather y a mí se nos ocurrió la idea de utilizar nombres de pájaros y peces como apellidos.

—¿Por Swift?

Bond apartó el rostro de un tenderete de
dim sum
. La comida debía de ser deliciosa, pero, para su sensible olfato, resultaba excesivamente picante.


Ja
. En inglés, Swift significa no sólo «rápido» sino, asimismo, «vencejo». Entonces, Heather dijo que teníamos que emplear nombres de animales y pájaros. Al fin, nos decidimos por los peces y los pájaros.

Bond soltó un gruñido y apretó el paso. Ebbie le tomó de un brazo para poder seguir mejor sus largas y poderosas zancadas. No dieron ningún rodeo sino que regresaron directamente al Hotel Mandarín por Pedder Street, esquivando el tráfico hasta llegar a Ice House Street. Bond se pasó todo el rato estudiando los rostros chinos de los transeúntes chinos, como si un millón de ojos les observaran y se transmitieran mutuamente miles de señas imperceptibles. De vuelta en el hotel, se encaminó directamente a los ascensores, llevando a Ebbie casi a rastras.

—Espera junto a la puerta —le dijo nada más llegar a la habitación.

Tardó menos de cuatro minutos en trasladar los artículos que le había proporcionado Quti desde la maleta a la bolsa de lona. Después, ambos regresaron al vestíbulo del hotel y Bond se acercó al mostrador principal de recepción, seguido de Ebbie. Una graciosa chinita que no tendría más de quince años levantó los ojos del teclado de un ordenador y le preguntó en qué podía servirle.

—¿Tendría la amabilidad de comunicarme si hay servicio de transbordador a la isla de Cheung Chau? —preguntó Bond.

—Cada hora, señor —respondió la chinita—. Compañía de Transbordadores Yaumati. Desde el muelle de los Servicios de Distritos Lejanos —contestó la niña, señalando en dirección al muelle.

Bond asintió y le dio las gracias.

—Tenemos que irnos —le dijo a Ebbie.

—¿Por qué? Estamos citados con Swift. Así lo acordaste.

—Es cierto. Lo acordé. Ven conmigo. Debes saber que ya no confío en nadie, Ebbie: ni en Swift y ni siquiera en ti.

Se oyó el silbido de unas sirenas de la policía y, al llegar a la entrada principal del hotel, vieron que la gente empezaba a congregarse al otro lado de la calle, en los jardines que rodeaban el Connaught Centre. Sorteando el tráfico, ambos se abrieron paso por entre la gente en el preciso momento en que llegaban dos vehículos de la policía y una ambulancia.

Bond consiguió ver la causa del tumulto a través del gentío. Un hombre yacía en el suelo en medio de un charco de sangre. A su alrededor reinaba un terrible silencio y sus inmóviles ojos grises miraban al cielo sin ver. La causa de la muerte de Swift no resultaba inmediatamente visible, pero los asesinos no podían andar muy lejos. Mientras se alejaba del grupo, Bond tomó a Ebbie de un brazo y la empujó hacia la izquierda, hacia el Muelle de los Distritos Lejanos.

17. Carta de ultratumba

El sampán olía fuertemente a pescado seco y a sudor humano. Tendidos en la proa, mientras contemplaban a una vieja desdentada que estaba junto a la caña del timón y las parpadeantes luces de Hong Kong a sus espaldas, Bond y Ebbie sintieron que el cansancio y la tensión se iban apoderando poco a poco de ellos. La tarde, con sus repentinos cambios de humor y sus acontecimientos, quedaba ya muy lejos, al igual que la visión del cuerpo de Swift tendido frente a las portillas del Connaught Centre. Tras el sobresalto inicial, Bond experimentó una insólita confusión mental. Sólo de una cosa estaba seguro: de que Swift no le había engañado. A menos que Chernov hubiera sido diabólicamente astuto. Hubo momentos en el transcurso de la conversación en casa de Dedo Gordo Chang en que lo dudó. Ahora estaba solo y, para poder identificar al agente doble de
Pastel de Crema
y atrapar vivo a Chernov, no tendría más remedio que ofrecerse él mismo como cebo.

El instinto le dijo que era mejor iniciar cuanto antes la persecución y trasladarse a la isla a la mayor rapidez posible. Se encontraba a medio camino de la terminal del transbordador cuando comprendió que tal vez fuera precisamente eso lo que Chernov pretendía. Aminoró el paso, sujetando con fuerza la bolsa a su izquierda mientras con la mano derecha tomaba del brazo a Ebbie. Ésta no había visto el cadáver y no cesaba de preguntar qué ocurría y adónde iban. Bond tiraba de ella casi con rabia, hasta que, en determinado momento, sus fragmentarios pensamientos empezaron a reordenarse y pudo volver a razonar con lógica.

—Swift —dijo, sorprendiéndose de la calma de su voz—. Era Swift. Parecía muerto.

Ebbie emitió un pequeño jadeo y preguntó, con un hilillo de voz, si estaba seguro de ello. Bond le describió lo que había visto, sin omitir el menor detalle. En cierto modo, quería asustarla. Hecho curioso, Ebbie reaccionó con mucha serenidad. Tras un prolongado silencio, mientras paseaban por el pintoresco muelle, Ebbie se limitó a musitar:

—Pobre Swift. Era tan bueno con nosotros…, con todos nosotros —después, como si se percatara súbitamente de las repercusiones que tendría aquel suceso, añadió—: Y pobre James. Necesitabas su ayuda, ¿verdad?

—Todos la necesitábamos.

—¿Vendrán también por nosotros?

—Vendrán por mí, Ebbie, ignoro si por ti. Depende del lado en el que trabajes.

—Tú sabes en qué lado estoy. ¿Acaso no intentaron matarme en el castillo de Ashford cuando yo le presté el abrigo y el pañuelo a aquella pobre chica?

Ebbie acababa de apuntarse un tanto. Chernov no hubiera cometido la torpeza de matar a una inocente en la República de Irlanda. Bond necesitaba confiar, por lo menos, en otro ser humano. Ebbie parecía sincera, se lo había parecido desde un principio. Decidió aceptarla, aunque con ciertas reservas.

—De acuerdo, Ebbie, te creo —dijo, tragando saliva. Luego le comunicó que Chernov se encontraba en la isla con sus hombres; que tenía en su poder a Heather y a Maxim Smolin; y, casi con toda seguridad, también a Jungla y a Susanne Dietrich—. Es muy probable que ahora estemos sometidos a cierta forma de vigilancia. Incluso es posible que estén aguardando nuestro ataque en Cheung Chau. Reconozco que, últimamente, el KGB ha refinado mucho sus métodos de presión psicológica. Nos colocan en una situación muy tensa en el momento de nuestra mayor debilidad. Ambos estamos cansados, desorientados y bajo los efectos del cambio de horario. Esperarán que hagamos automáticamente los movimientos previstos. Necesitamos tiempo para descansar y elaborar un plan viable.

Pero, ¿qué hacer? En aquel lugar, aunque las multitudes eran constantes, no había modo de esconderse porque miles de ojos vigilaban. Bond no disponía de ninguna casa franca; sólo contaba con su experiencia y con las armas que guardaba en la bolsa; y con Ebbie Heritage, cuyas habilidades como agente ignoraba. Su única posibilidad consistiría en llevar a cabo la compleja tarea de localizar a sus vigilantes, aunque no sabía cómo. Después, todo sería cuestión de suerte; podrían intentar cambiarse de hotel. Apoyado en un muro mientras contemplaba el puerto, atrajo a Ebbie hacia sí. Tres barcazas estaban siendo remolcadas hacia el centro de la bahía. Los juncos y sampanes se apartaban a su paso. Uno de los altos transbordadores de automóviles de doble cubierta se alejaba por la izquierda y dos transbordadores de la compañía Star, que cubrían cada diez minutos la distancia entre Hong Kong, y Kowloon, se saludaron con un silbido de sirena al cruzarse en el centro del puerto. Bond estudió los distintos medios de identificar a los agentes dobles en Hong Kong. El Hotel Mandarín estaba excluido como lugar de descanso, porque sin duda tendrían a gente vigilando. Kowloon le parecía una idea mejor.

Con mucho cuidado, Bond le explicó a Ebbie lo que tendría que hacer. Después, lo repasó por segunda vez y, mirándola sonriente, le preguntó si estaría dispuesta a colaborar.

—Pues, claro que sí, les vamos a dar su merecido. Yo tengo cuentas pendientes con ellos, James. Por lo menos, dos…, tres, contando a la pobre chica a la que presté el abrigo y el pañuelo. Saldremos triunfantes, ¿verdad? —preguntó, Ebbie, esbozando una leve sonrisa.

—No espero otra cosa —contestó Bond con fingida convicción, pese a constarle que para salir triunfantes allí, en Asia, contra la clase de gente que Kolya Chernov tenía a su disposición y con la ayuda adicional de por lo menos un componente de
Pastel de Crema
como aliado, necesitarían una suerte loca.

Se alejaron del puerto, subieron por la escalera al aire libre situada junto a la Oficina Central de Correos y se dirigieron al paso elevado cubierto que les condujo a la acera de Connaught Road en la que se hallaba ubicado el Hotel Mandarín. Las oficinas ya estaban cerrando y había mucha gente por las calles, pero, aun así, todo estaba presidido por un curioso orden.

—Mantén los ojos bien abiertos —le aconsejó Bond a Ebbie.

Sin embargo, en cuanto empezó a mirar, se percató de la cantidad de personas que calzaban zapatillas de gimnasia. Un equipo de vigilancia las hubiera utilizado sin la menor duda.

Al llegar al hotel, giraron a la derecha para entrar en la Ice House Street. Esta vez, se dirigían a la entrada de ladrillos rojos cubierta de hiedra de la estación de ferrocarril Mass Transit situada a menos de cien metros de la fachada posterior del hotel. Era la parte de Hong Kong de la llamada Estación Central.

La Mass Transit es, con toda justicia, el orgullo de Hong Kong y la envidia de muchas ciudades. Por su eficiencia y pulcritud, pocos ferrocarriles subterráneos del mundo se le pueden comparar. El metro de Moscú tiene, es cierto, sus barrocas estaciones; París tiene su célebre estación del Louvre con
objets d'art
a la vista; Londres tiene un encanto algo desvaído y Nueva York, su aire de peligro inminente. Pero Hong Kong posee unos relucientes vagones provistos de aire acondicionado, unos andenes impecablemente limpios y un ordenado sentido de la obediencia, visible tanto en los aparatos electrónicos como en los pasajeros. Bajaron desde la calle hasta el moderno complejo subterráneo donde Bond se encaminó directamente a la taquilla y pidió dos billetes turísticos que permitían efectuar recorridos ilimitados. Entregó treinta dólares de Hong Kong y recibió dos tarjetas plastificadas a cambio.

Todos los billetes de la Mass Transit tienen el tamaño de una tarjeta, pero los normales llevan unas franjas electrónicas que los aparatos electrónicos reconocen. Los billetes son tragados por el aparato electrónico cuando finaliza cada viaje y, de este modo, se pueden volver a utilizar y se consigue un ahorro de miles de dólares anuales. Los billetes turísticos, en cambio —cada uno de ellos con una vista del puerto—, permiten efectuar viajes ilimitados y ahorrar mucho tiempo. El deterioro de las tarjetas plastificadas está fuertemente sancionado, al igual que el hecho de fumar o llevar comida y bebidas en la fría e impoluta atmósfera del sistema de la Mass Transit.

Tomando de un brazo a Ebbie y sujetando con fuerza la bolsa de bandolera, Bond bajó otros peldaños para dirigirse al andén. Un tren entró silbando en dirección a Kowloon.

Lo tomaron por los pelos, se acomodaron en los espartanos asientos y estudiaron el sencillo plano que Bond recogió al comprar los billetes. Bond señaló con un dedo la estación en la que deberían bajar y empezó a mirar con disimulo a su alrededor. Nadie pareció fijarse en ellos cuando el tren entró en la estación de Admiralty y volvió a ponerse en marcha para iniciar el recorrido bajo el puerto hasta Tsim Sha Tsui, a escasa distancia de la ancha y célebre Nathan Road. Allí pensaban bajar por primera vez. Los trenes que se dirigían a Kowloon seguían el mismo camino hasta Mong Kok o Prince Edward, lugar en el que las líneas se ramificaban en la de Tsuen Wan y la de Kwun Tong, la cual describía una gran curva hacia el nordeste. El tren en el que ellos viajaban pertenecía a la segunda línea que les alejaría demasiado del centro. Bond consideraba conveniente limitar la acción a una zona relativamente pequeña, para, de este modo, tener más facilidad de movimiento.

Al bajar vio, entre los pasajeros, a dos jóvenes chinos muy bien vestidos que evitaban cuidadosamente mirarle. Giró a la izquierda como si quisiera salir y observó que los dos chinos se acercaban.

—Sube otra vez al tren en el último segundo —le dijo a Ebbie, situándose a la altura de las puertas de un vagón. Era un truco muy viejo, pero podía dar resultado. Cuando las puertas empezaron a cerrarse, Bond empujó a Ebbie al interior del vagón y la siguió inmediatamente después. Para su decepción, vio que los chinos hacían lo mismo en un vagón de atrás. Entonces, Bond le dijo a Ebbie que bajara en la siguiente estación, la de Jordan, pero que no lo hiciera hasta el último momento.

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