Bond se sorprendió de que Chang fuera al grano con tanta rapidez. Por regla general, el chino dedicaba una hora, o más, a intercambiar cumplidos con él antes de entrar en materia. Su rápida respuesta le puso en guardia.
—Probablemente será imposible —dijo Bond, despacio—. Pero me ha hecho usted tantos favores en el pasado…
—¿De qué se trata?
—Necesito dos revólveres y municiones.
—Pero, ¿es que pretende que me metan en la cárcel y me envíen encadenado a los burócratas de Beijing que vendrán de todos modos en 1997?
En Hong Kong ya se utilizaba la denominación china de Pekín —Beijing— a medida que se acercaba el año de la cesión del poder a China. Era curioso que los vendedores callejeros ya ofrecieran gorros verdes con la estrella roja entre las habituales baratijas turísticas que vendían.
Bond bajó la voz sin dejar de interpretar el papel que se esperaba de él.
—Con todos mis respetos, eso jamás había constituido un obstáculo para usted en el pasado. El nombre de Dedo Gordo Chang es bien conocido en mi profesión y se pronuncia con gran reverencia por ser un santo y seña infalible para la obtención de ciertos artículos prohibidos en el Territorio.
—Ciertamente está prohibido importar armas y, en los últimos años, las condenas que se han impuesto por estas cosas han sido muy grandes.
—Pero usted aún tiene acceso a ellas, ¿verdad?
—Sí, pero con enormes dificultades. Quizá podría encontrar un revólver y unas cuantas municiones, aunque todo resultaría muy caro. Pero dos sería un milagro y el precio estaría por las nubes.
—Supongamos que puede usted obtener dos revólveres; por ejemplo, un par de viejos Enfield de 38 mm con sus correspondientes municiones, claro.
—Eso sería imposible.
—Sí, pero si pudiera conseguirlos… —Bond hizo una pausa mientras el chino sacudía la cabeza con un gesto de aparente incredulidad—. Si pudiera conseguirlos, ¿cuánto costarían?
—Una auténtica fortuna. Un rescate digno de un emperador.
—¿Cuánto? —le apremió Bond—. ¿Cuánto en efectivo?
—Mil hongkongs por cada uno, el tamaño no cuenta. Otros dos mil hongkongs por cincuenta municiones, lo que hace en total cuatro mil dólares de Hong Kong.
—Dos mil por todo el lote —dijo Bond sonriendo.
—Pero, bueno, ¿quiere que mis mujeres y mis hijos vayan desnudos por la calle? ¿Quiere que no pueda disponer de dinero ni para llenar el cuenco de arroz?
—Dos mil —repitió Bond—. Dos mil, devolución de las armas antes de irme y mil hongkongs adicionales.
—¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
—Sólo unos días. Como máximo, dos o tres.
—Tendré que pedir limosna por las calles. Tendré que convertir a mis mejores hijas en vulgares prostitutas callejeras.
—Dos de ellas ya se ganaban el dinero a espuertas por la calle la última vez que estuve aquí.
—Dos mil dólares y dos mil más cuando devuelva las armas.
—Dos mil y otros mil al efectuar la devolución —dijo Bond sin dar su brazo a torcer.
Tenía buenas razones para pedir revólveres. No podía fiarse de una pistola automática pedida en préstamo, alquilada o robada en Hong Kong. Sabía que, por muchos que fueran los recursos de Dedo Gordo Chang, éste sólo podría proporcionarle armas básicas.
—Dos mil, y otros dos con la devolución.
—Dos y uno. Es mi última oferta.
Dedo Gordo Chang elevó las manos al cielo.
—Me verá pidiendo limosna en Wan Chai, como Desnarigado Wu o Pata Coja Lee —Chang hizo una pausa, implorando con los ojos una suma más alta. Bond no dijo nada—. Bueno, pues, dos mil. Y mil más cuando me devuelva las armas, pero tendrá que dejarme quinientos hongkongs en depósito por si no volviera.
—Siempre he vuelto.
—Hay una primera vez. El hombre siempre vuelve hasta que llega la primera vez. ¿Qué otra cosa me va usted a sacar, míster Bond? ¿Quiere acostarse con la más bella de mis hijas?
—Cuidado —dijo Bond, dirigiéndole una mirada de advertencia—. Me acompaña una dama.
Chang comprendió que había ido demasiado lejos.
—Mil perdones. ¿Cuándo desea recoger los artículos?
—¿Le parece bien ahora? Antes tenía usted un arsenal bajo el suelo de la habitación de atrás.
—Y mis buenos dólares me costaba mantener alejada a la policía.
—No lo creo, Chang. Olvida que yo conozco exactamente cómo trabaja usted.
—Un momento —Dedo Gordo Chang lanzó un suspiro—. Disculpe, por favor.
El chino se levantó y pasó a través de la cortina de cuentas ensartadas que separaba las habitaciones.
Ebbie se disponía a hablar, pero Bond sacudió la cabeza, formando con los labios la palabra «luego». Bastante se había arriesgado llevándola consigo, ahora que todos los componentes de
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eran sospechosos.
Oyeron rebuscar a Chang en la habitación contigua. Después, se abrió inesperadamente la cortina de cuentas y, en lugar de Chang, apareció un europeo vestido con pantalones y camisa blancos; era un hombre alto y delgado, de unos sesenta años, con el cabello color gris acero y ojos a juego. Sus ojos parpadearon alegremente cuando Ebbie exclamó:
—¡Swift!
—Buenos días a los dos —dijo el hombre, hablando en un inglés desprovisto de acento.
Bond se movió rápidamente y se situó entre Ebbie y el recién llegado. Swift levantó una mano para tranquilizarle.
—Nuestro común jefe me dijo que probablemente establecería contacto con usted aquí —dijo Swift en voz baja—. En caso de que ello ocurriera, yo debería decir: «Nueve personas resultaron muertas en Cambridge y en la isla de Canvey se produjo un incendio de petróleo». ¿Significa eso algo para usted?
El hombre hizo una pausa, clavando sus ojos grises en Bond.
A menos que tuvieran a M maniatado en alguna casa franca y lleno de pentatol de sodio hasta las cejas, no cabía duda de que aquél era efectivamente Swift —uno de los más destacados miembros del Servicio— y de que había recibido órdenes directas de M. Bond conservaba siempre en la mente una clave de identificación de su jefe como medida extrema de seguridad. Cualquier persona que se la repitiera tenía que ser auténtica. La clave de aquellos momentos, invariada desde hacía varios meses, la había recibido Bond en el despacho de M sin que ambos se intercambiaran ni una sola palabra.
—Yo tengo que contestar que la frase procede del cuarto volumen de la excelente biografía de Winston Churchill escrita por Gilbert —Bond le tendió la mano al desconocido—. Página quinientas setenta y tres. ¿No es así?
Swift asintió y le dio un firme apretón de manos.
—Tenemos que hablar a solas.
Chasqueó los dedos y apareció a su espalda la segunda hija de la tercera esposa de Chang.
—Ebbie —dijo Bond sonriendo—. Ebbie, no te importa irte unos minutos con esta niña mientras nosotros hablamos de hombre a hombre, ¿verdad?
—¿Y por qué debería hacerlo? —replicó Ebbie, indignada.
—¿Y por qué no? —terció Swift, mirándola con expresión autoritaria.
Ebbie se resistió aún unos segundos, pero, al final, siguió humildemente a la niña. Swift miró hacia la cortina.
—Bueno, ya se han ido todos. Disponemos de unos diez minutos. Estoy aquí en calidad de mandadero personal de M.
—¿Destituido? —preguntó Bond con ironía.
—No, pero sólo porque conozco a todos los participantes. Ante todo, M se disculpa por haberle colocado en esta intolerable situación.
—Menos mal. Ya me empezaba a cansar de jugar al escondite. Ni siquiera sé nada sobre Smolin.
—Sí, eso me dijo. M me pidió que averiguara, con la máxima urgencia, cuánto sabe usted y cuántos cabos ha atado.
—En primer lugar, no me fío de nadie, ni siquiera de usted, Swift. Pero hablaré porque no es probable que usted pudiera conseguir esta clave de alguien que no fuera M. Lo que yo sé, o por lo menos, sospecho, es que se produjo un terrible error en
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; tan terrible que dos agentes resultaron muertas y Londres comprendió que había que hacer algo al respecto. Es probable que uno o más de uno de los supervivientes sea un agente doble.
—Casi es exacto —dijo Swift—. Hay, por lo menos, uno que siempre ha sido un agente doble. Se vio muy claro cuando Smolin se quedó en su sitio; y, en efecto, no tenemos idea de quién pueda ser. Pero hay mucho más.
—Siga.
—Son tantas las responsabilidades de M que ciertas personas del Foreigh Office piden su dimisión. Le han fallado muchas cosas y, cuando emergió de nuevo a la superficie la cuestión de
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, comprendió que estaba a punto de ocurrir una catástrofe. M presentó un plan a los mandarines del servicio diplomático y éstos lo rechazaron categóricamente por considerarlo demasiado peligroso y estéril. Por consiguiente, tuvo que actuar por su cuenta. Le eligió a usted porque es su agente más experto. No le facilitó toda la información de que disponía e incluso le ocultó una buena porción de datos, porque pensó que usted terminaría por atar los cabos.
Así, pues, M estaba acorralado. No era de extrañar que el viejo insistiera tanto en que la operación no contaba con su bendición. Recordó la descripción que le hizo Quti en París: «M lleva tres días encerrado en su despacho. Parece un general asediado».
Como si leyera sus pensamientos, Swift añadió:
—M aún está asediado. De hecho, me sorprende incluso que haya querido hablar conmigo. Nos reunimos en medio de unas extraordinarias medidas de seguridad. Pero no durará mucho como se descubra otro agente doble en su casa, o cerca de ella. ¿Me sigue?
—¿Sabe Chernov —Dominico— algo de todo eso?
—Posiblemente. Tengo orden de revelarle lo que usted todavía no haya descubierto. M está muy satisfecho de su actuación hasta ahora. Pero necesita usted saber un par de cosas —Swift hizo una pausa para crear una atmósfera más tensa—. En primer lugar, el agente doble que se oculta en
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tiene que ser eliminado sin posibilidad alguna de rehabilitación. ¿Está claro?
Bond asintió. M jamás hubiera podido darle directamente aquella orden. Bajo la reciente normativa del Foreign Office, el asesinato no estaba permitido. Ello significó el final de la vieja Sección Doble-0, aunque M siempre decía que Bond era para él 007. Ahora, le pedían que matara en nombre del Servicio y para salvarle el pellejo a M. Pese a todo, estaba muy tranquilo. La revelación de Swift le había dado nuevos bríos. M era un viejo diablo extremadamente astuto y marrullero. Era, además, muy despiadado. Tenía la cabeza en el tajo y había elegido a Bond para que le salvara. M sabía que, de entre todos sus agentes, James Bond sería el único que lucharía codo con codo al lado de él hasta el final.
—Por consiguiente, tengo que identificar al agente doble.
—Exacto —dijo Swift, asintiendo rápidamente—. Y en eso no puedo ayudarle porque tampoco tengo la menor idea.
Podía ser cualquier de ellos: Smolin, Heather, Ebbie, Baisley o Dietrich. Precisamente en aquel momento, a Bond le vino a la memoria otra posibilidad.
—¡Santo cielo! —exclamó.
—¿Qué? —preguntó Swift, acercándose.
—Nada.
Bond se cerró por completo, porque, de repente, se había dado cuenta de que había otro contendiente. No quiso pensar en las ramificaciones en caso de que hubiera dado en el clavo.
—¿Está seguro de que no hay nada? —le acució Swift.
—Lo estoy.
—Muy bien, pues, porque hay otra…, otra persona. Para reforzar su posición como jefe del Servicio, M necesita una jugada maestra. La investigación de
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proporcionó el hombre y el medio. Quiere a Dominico, y le quiere vivo.
—Lo hubiéramos podido apresar en Irlanda.
—¿Y correr el riesgo de provocar un grave incidente en territorio extranjero? Cierto que la Rama Especial irlandesa colabora mucho con nosotros, pero no creo que llegaran a tanto. No, tenemos que apresarle aquí, en este territorio que todavía es británico. Aquí tenemos unos derechos. Ésa es otra de las razones por las cuales M le encomendó la misión, James. En cuanto descubrió que Dominico había estado a punto de abandonar el territorio soviético para proseguir la acción contra
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, le puso a usted como anzuelo.
—¿Porque figuro en la lista de las fuerzas de choche de su departamento?
—Ni más ni menos.
El hecho tenía su lógica. M nunca tenía reparos en colocar a los hombres del calibre de Bond en situaciones delicadas.
—Y, para facilitar las cosas, me ordenaron encauzar a Jungla hacia Oriente. Chernov es un individuo muy obstinado, y cayó en la trampa.
—Querrá usted decir que yo caí en la trampa —dijo Bond, mirándole con frialdad.
—Más bien sí. Si usted no hubiera venido, James, probablemente yo hubiera tenido que resolver solito este asunto, porque Chernov ya está aquí.
—¿En la isla de Cheung Chau?
—Está usted muy bien informado —dijo Swift, mirándole sorprendido—. Yo pensaba que iba a darle una pequeña sorpresa.
—¿Cuándo llegó?
—Anoche. Han llegado varias personas durante las últimas veinticuatro horas. Algunas, vía China. En conjunto, Dominico tiene aquí un ejército considerable. Ha hecho unos cuantos prisioneros e incluso se ha traído algunos aquí: Smolin y Heather. Supongo que, en estos instantes ya debe tener encerrados bajo llave a Jungla y a su chica alemana en la isla. De nosotros depende deshacer este embrollo, James. Le sugiero que volvamos a reunirnos esta noche a eso de las diez y media en el vestíbulo del Hotel Mandarín. ¿Le parece bien?
—Si usted lo dice…
—Buscaré un medio para que podamos llegar a Cheung Chau. La llaman la isla Alargada o la isla de las Pesas porque tiene, más o menos, la forma de unas pesas de gimnasia. La casa está en el lado oriental de la isla, en un promontorio que hay en el extremo norte de la bahía de Tung Wan. Está muy bien situada y se construyó a la medida, por encargo del GRU. Chernov se estará desternillando de risa ahora que está allí… Por lo menos, me imagino que está allí.
—A las diez y media, pues —dijo Bond, consultando el reloj—. Le reservo un par de sorpresas a Dominico.
—Usted también está dispuesto a dar la vida por M, ¿verdad? —preguntó Swift con la cara muy seria.
—Pues, sí, maldita sea; y él lo sabe.
—Me lo figuraba.
Swift esbozó una ligera sonrisa, volvió la cabeza y dio una voz a través de la cortina de cuentas. En la parte trasera de la casa, se abrió una puerta. Ebbie fue la primera en entrar.