Muerte en La Fenice (7 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte en La Fenice
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Brunetti llamó a la puerta y esperó permiso para entrar. Cuando se oyó el grito, empujó la puerta y vio a Patta donde imaginaba encontrarlo: sentado detrás de su enorme escritorio e inclinado sobre un papel al que hacía importante la atención que él le dedicaba. Incluso en un país de hombres bien parecidos, Patta llamaba la atención con su perfil de estatua romana, sus ojos separados y penetrantes y su cuerpo de atleta, a pesar de haber rebasado la cincuentena. Cuando lo fotografiaban para los periódicos, solía ofrecer el perfil izquierdo.

—Ah, por fin —dijo, dando a entender que Brunetti llegaba con varias horas de retraso—. Creí que iba a tener que esperar toda la mañana —agregó, lo cual, en opinión de Brunetti, era exagerar la nota. Como el recién llegado no respondiera, Patta preguntó-: ¿Qué me trae?

Brunetti sacó
Il
Gazzettino
de la mañana del bolsillo y contestó:

—El periódico, señor. Viene en primera plana. —Y, antes de que Patta pudiera impedírselo, leyó-: «Muerte de un gran maestro. Se sospecha que ha sido asesinado.» —Tendió el diario a su superior.

Patta mantuvo la voz sosegada pero rechazó el diario con un ademán.

—Eso ya lo he leído. Me refería a qué ha averiguado.

Brunetti sacó la libreta del bolsillo de la chaqueta. En ella no había escrito nada más que el nombre, dirección y teléfono de la norteamericana, pero mientras Patta lo tuviera allí de pie no podría enterarse de que las páginas estaban casi en blanco. Enfáticamente, el comisario se humedeció el dedo y pasó varias hojas con lentitud.

—La puerta del camerino no estaba cerrada con llave ni había llave en la cerradura. Esto significa que cualquiera pudo entrar y salir durante la representación.

—¿Dónde estaba el veneno?

—En el café, supongo. No lo sabré hasta después de la autopsia y del informe del laboratorio.

—¿Cuándo es la autopsia?

—Esta mañana, según creo. A las once.

—Bien. ¿Qué más?

Brunetti volvió la hoja y contempló más blancura.

—Hablé con los cantantes en el teatro. El barítono vio al maestro, pero sólo lo saludó al pasar. El tenor dice que no lo vio y la soprano, que sólo lo vio cuando llegó al teatro. —Miró a Patta, que esperaba—. El tenor dice la verdad. La soprano miente.

—¿Por qué lo afirma? —preguntó Patta secamente.

—Porque creo que es la verdad, señor.

Con ostensible paciencia, como si hablara con un niño torpe, Patta preguntó:

—¿Y por qué lo cree, comisario?

—Porque se la vio entrar en el camerino durante el primer entreacto. —Brunetti no se molestó en aclarar que eso sólo lo había dicho un testigo y que aún no había sido confirmado. Durante su conversación con ella, le pareció que no decía la verdad, quizá sobre eso o quizá sobre otra cosa—. También hablé con el director —prosiguió Brunetti—. Tuvo una disputa con el maestro antes de que empezara la función. Pero no volvió a verlo durante la representación. Creo que dice la verdad. —Patta no se molestó en preguntarle por qué lo creía.

—¿Algo más?

—Anoche envié un mensaje a la policía de Berlín. —Hojeó la libreta afanosamente—. El mensaje salió a las…

—Eso no importa —cortó Patta—. ¿Qué han contestado?

—Hoy nos enviarán por fax un informe completo, con todo lo que tengan sobre Wellauer y su esposa.

—¿Qué hay de la esposa? ¿Habló usted con ella?

—Sólo unas palabras. Estaba muy afectada. No me pareció que estuviera en condiciones de contestar preguntas.

—¿Dónde estaba ella?

—¿Cuando hablamos?

—No; durante la representación.

—Sentada en la platea. Me dijo que durante el segundo entreacto subió a ver a su marido pero no llegó a hablar con él porque era tarde.

—¿Me está diciendo que estaba en la zona de bastidores cuando él murió? —preguntó Patta con tanta vehemencia que Brunetti pensó que su superior no necesitaría más para detenerla por el asesinato.

—Sí, pero no sé si llegó a entrar en el camerino.

—Bien, pues procure averiguarlo. —Hasta el propio Patta comprendió que su tono era excesivamente seco, y dijo-: Siéntese, Brunetti.

—Gracias, señor —dijo el comisario cerrando la libreta y guardándola en el bolsillo antes de sentarse frente a su superior. Sabía que el sillón de Patta era unos centímetros más alto que el suyo, algo que el
vicequestore
consideraba sin duda que le proporcionaba una sutil ventaja psicológica.

—¿Cuánto tiempo estuvo ella en los bastidores?

—No lo sé, señor. Estaba muy trastornada cuando hablé con ella, y sus palabras no eran muy coherentes.

—¿Pudo entrar en el camerino? —preguntó Patta.

—Quizá. No lo sé.

—Me da la impresión de que trata usted de buscarle excusas —dijo Patta, y agregó-: ¿Es bonita? —Brunetti comprendió que Patta debía de estar enterado de la diferencia de edad que había entre la víctima y su viuda.

—Si a uno le gustan las rubias altas… —dijo Brunetti.

—¿A usted le gustan?

—Mi esposa no lo permitiría, señor.

Patta trató de reconducir la conversación.

—¿Alguien más entró en el camerino durante la representación? ¿De dónde procedía el café?

—Hay un bar en la planta baja del teatro. Probablemente, de allí.

—Averígüelo.

—Sí, señor.

—Ahora preste atención, Brunetti. —Brunetti asintió— Quiero el nombre de todas las personas que anoche estuvieron en ese camerino y sus alrededores. Y quiero saber más cosas de la esposa. Cuánto tiempo llevaban casados, de dónde es, etcétera.

Brunetti asintió.

—¿Brunetti? —preguntó Patta bruscamente.

—¿Sí, señor?

—¿Por qué no toma nota?

Brunetti se permitió una finísima sonrisa.

—Oh, yo nunca olvido nada de lo que usted dice, señor.

Patta optó por tomar la respuesta al pie de la letra.

—No me creo eso de que la mujer no llegara a hablar con él. La gente no empieza a hacer una cosa para luego dejarla sin terminar. Estoy seguro de que aquí tenemos algo. Probablemente, algo relacionado con la diferencia de edad. —Corría el rumor de que Patta había estudiado dos cursos de psicología en la Universidad de Palermo antes de cambiar a derecho. De todos modos, se licenció sin haber destacado excesivamente como estudiante y, poco después y a consecuencia de lo mucho que destacaba su padre en el partido democratacristiano, fue nombrado vicecomisario de policía. Y ahora, al cabo de más de veinte años, era
vicequest
ore
de la policía de Venecia. Ahora que, al parecer, Patta había terminado de dar órdenes, Brunetti se preparó para lo que venía a continuación, el discurso sobre el honor de la ciudad. Como la noche sigue al día, siguieron a este pensamiento las palabras de Patta:

—Quizá usted no lo comprenda, comisario, pero ese hombre era uno de los artistas más famosos de nuestra era. Y lo mataron aquí, en nuestra Venecia… —nombre que siempre sonaba un poco ridículo pronunciado por Patta, con su acento siciliano—. Hemos de hacer todo cuanto esté en nuestra mano para que este crimen sea esclarecido. No podemos consentir que manche la reputación, el honor, de nuestra ciudad. —Había momentos en los que Brunetti estaba tentado de tomar nota de lo que decía aquel hombre.

Mientras Patta seguía perorando, Brunetti se dijo que, si hablaba de la gloriosa historia musical de la ciudad, aquella tarde llevaría flores a Paola.

—Ésta es la ciudad de Vivaldi. Aquí estuvo Mozart. Estamos en deuda con el mundo de la música. —Lirios, pensó; eran las flores que más le gustaban. Y los pondría en el jarrón azul de Murano.

—Quiero que lo deje todo y que se dedique por entero a este caso. He repasado las listas de servicio —prosiguió Patta, y Brunetti se sorprendió de que el otro conociera siquiera su existencia—, y le he asignado dos hombres para que le ayuden.

«Que no sean Alvise y Riverre, y le llevaré dos docenas.»

—Alvise y Riverre. Son dos buenos elementos, muy concienzudos. —Traducido libremente: leales a Patta—. Y quiero progresos. ¿Entendido?

—Sí, señor —respondió Brunetti suavemente.

—Bien. Eso es todo. Ahora tengo trabajo, y estoy seguro de que a usted no le faltarán cosas que hacer.

—No, señor —dijo Brunetti, levantándose y yendo hacia la puerta. Se preguntaba cuál sería el último disparo. ¿No había pasado Patta sus últimas vacaciones en Londres?

—Y buena caza, Brunetti.

Efectivamente, Londres.

—Gracias, señor —respondió el comisario quedamente, al salir del despacho.

CAPÍTULO VII

Durante la hora siguiente, Brunetti se dedicó a leer la información que publicaban los cuatro diarios más importantes sobre el crimen.
II Gazzettino
, como era de esperar, la ponía en primera plana y consideraba que el suceso comprometía a la ciudad. En el editorial se leía que la policía debía encontrar al culpable rápidamente no ya para llevar ante la justicia al responsable del hecho, sino para borrar esta mancha del honor de Venecia. Mientras lo leía, Brunetti se admiró de que Patta hubiera leído este artículo en lugar de esperar a que saliera
L’Osservatore Romano
, su diario habitual, que no llegaba a los quioscos hasta las diez.

La Repubblica
presentaba el caso a la luz de recientes sucesos políticos, pero la relación que sugería era tan alambicada que sólo el propio periodista, o un psiquiatra, podrían comprenderla.
Corriere della Sera
hacía como si el maestro hubiera muerto en su cama, y dedicaba toda una página a un análisis objetivo de su aportación al mundo de la música, haciendo hincapié en el apoyo que había prestado a la causa de ciertos compositores modernos.

Brunetti guardó
L'Unitá
para el final. Como era de prever, vociferaba lo primero que se le ocurría, en este caso, que se trataba de una venganza, confundiendo el término, también como era de prever, con el de justicia. En el editorial se aludía una vez más a las conjuras de rigor, y se sacaba a relucir, ¿cómo no?, al pobre Sindona, muerto en su celda de la cárcel. El editorialista se hacía la retórica pregunta de si estas dos muertes, «espantosamente similares», no estarían relacionadas por una oscura trama. Brunetti no veía similitud alguna, espantosa o no, entre uno y otro caso, como no fuera la de que se trataba de dos ancianos que habían muerto envenenados con cianuro.

No por primera vez en su carrera, Brunetti pensó en las posibles ventajas de la censura. En el pasado, el pueblo alemán había vivido la mar de bien con un gobierno que la exigía, y actualmente el gobierno norteamericano también parecía vivir bien con una población que la deseaba.

Brunetti volvió a acercarse el
Corriere
y arrojó los otros tres periódicos a la papelera. Releyó el extenso artículo y tomó alguna que otra nota. Wellauer, si no era el director de orquesta más famoso del mundo, ocupaba sin duda un lugar preeminente entre los más importantes. Había dirigido una orquesta por primera vez antes de la guerra, cuando era considerado el joven prodigio del Conservatorio de Berlín. El periódico no decía mucho acerca de los años de guerra, salvo que había seguido dirigiendo en su Alemania natal. Durante los años cincuenta, empezó su ascenso meteórico, Wellauer entró en la élite internacional, volaba de un continente a otro para dirigir un único concierto y, después, a un tercero, para dirigir una ópera.

A pesar de la adulación y la fama, había seguido siendo ante todo el maestro consumado que exigía precisión y delicadeza a la orquesta que dirigiera, e insistía en la fidelidad absoluta a la partitura original. Su fama de déspota y difícil quedaba ampliamente compensada por su total entrega a su arte, que le valía el elogio universal.

El artículo dedicaba poco espacio a su vida privada y únicamente mencionaba que su actual esposa era la tercera y que la segunda se había suicidado hacía veinte años. El maestro tenía casa en Berlín, Gstaad, Nueva York y Venecia.

La fotografía que el diario sacaba en primera plana no era reciente. En ella, Wellauer aparecía de perfil, hablando con Maria Callas, que estaba vestida para salir a escena y que, evidentemente, era el sujeto principal de la foto. Le pareció curioso que el
Corriere
publicara una foto que tenía, por lo menos, treinta años.

Brunetti alargó el brazo hacia la papelera y rescató
II Gazzettino
. Éste, como era habitual, insertaba una foto del lugar en el que había ocurrido la muerte, la fachada austera y simétrica del teatro La Fenice. Al lado, otra foto más pequeña de la entrada de los actores, por la que dos hombres uniformados sacaban un bulto. Debajo había una fotografía reciente del busto del maestro, hecha por un estudio para publicidad: corbata blanca, cara angulosa y melena gris peinada hacia atrás. Los ojos, muy claros y rasgados, destacaban bajo las cejas espesas y oscuras. La nariz era excesivamente larga, pero era tanta la fuerza de la mirada que casi no se notaba este defecto. La boca, grande, sensual y de labios carnosos, ofrecía un extraño contraste con la severidad de los ojos. Brunetti trató de recordar la cara de aquel hombre tal como la había visto la noche antes, crispada y desfigurada por la muerte, pero la energía que despedía la fotografía borraba la otra imagen. Brunetti observó fijamente aquellos ojos claros, tratando de imaginar quién podía sentir un odio tan fuerte como para destruir a ese hombre.

Sus especulaciones fueron interrumpidas por la llegada de una de sus secretarias, con el informe de la policía de Berlín ya traducido al italiano.

Antes de empezar a leerlo, Brunetti se recordó a sí mismo que en Alemania Wellauer era una especie de monumento viviente y que los alemanes siempre andaban en busca de héroes, de manera que, probablemente, lo que ahora iba a leer estaría condicionado por ambas cosas. Ello significaba que unas verdades estarían reflejadas en el informe sólo por alusión indirecta y otras, por omisión. ¿No eran muchos los músicos y artistas que habían pertenecido al partido nazi? ¿Y quién se acordaba ahora de eso, al cabo de los años?

Abrió el informe y empezó a leer el texto en italiano, ya que el alemán no le servía de nada. Wellauer no tenía antecedentes penales, ni siquiera una simple infracción de tráfico. En su apartamento de Gstaad habían entrado ladrones dos veces; en ninguna de las dos ocasiones se recuperó nada ni se detuvo a nadie, y el seguro pagó religiosamente, a pesar de que se trataba de sumas enormes.

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