Muerte en La Fenice (8 page)

Read Muerte en La Fenice Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte en La Fenice
9.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

Brunetti leyó por encima otros dos párrafos redactados con minuciosidad germánica hasta llegar al suicidio de la segunda esposa, que se había ahorcado en el sótano de su casa de Munich el 30 de abril de 1968, después de lo que el informe describía como «un largo período de depresión». No se había encontrado carta alguna. Dejaba tres hijos, dos varones, gemelos, de siete años y una niña de doce. El propio Wellauer había encontrado el cadáver y, después del funeral, observó un retiro absoluto durante seis meses.

La policía no había recogido más datos sobre él hasta el momento de su tercer matrimonio, contraído hacía dos años, con Elizabeth Balintffy, natural de Hungría, médico de profesión y súbdita alemana por su primer matrimonio, que había terminado en divorcio tres años antes de su boda con Wellauer. La mujer carecía de antecedentes policiales, tanto en Alemania como en Hungría. Tenía de su primer matrimonio una hija de trece años, Alexandra.

Brunetti buscó y buscó en vano alguna referencia a lo que Wellauer había hecho durante los años de guerra. Se mencionaba su primer matrimonio, en 1936, con la hija de un industrial alemán, de la que se divorció después de la guerra. Daba la impresión de que, entre estas dos fechas, el hombre no había existido, lo cual, a ojos de Brunetti, daba cuenta elocuentemente de lo que había estado haciendo o, en cualquier caso, apoyando. Pero no sería fácil obtener la confirmación de esta sospecha, y menos, en un informe de la policía alemana.

En suma, oficialmente, Wellauer estaba tan limpio como el que más. A pesar de lo cual, alguien le había echado cianuro en el café. La experiencia había enseñado a Brunetti que la gente suele matar por dos motivos: dinero y sexo. No importaba el orden, y con frecuencia a lo último se le llamaba amor. En los quince años que había pasado entre asesinos, había encontrado pocas excepciones a esta regla.

Bastante antes de las once, Brunetti ya había terminado de leer el informe de la policía alemana. Entonces llamó al laboratorio y se enteró de que no se había hecho nada ni se habían tomado las huellas de la taza ni del camerino, que permanecía cerrado, circunstancia que ya había dado lugar a tres llamadas telefónicas del teatro. El comisario dio unos cuantos gritos, aunque sabía que no servirían de nada. Habló brevemente con Miotti, quien dijo no haberle sacado nada más al
portiere
la noche antes, salvo que el director de la orquesta era «un tipo seco», que su mujer, por el contrario, era amable y cordial y que la Petrelli no le caía bien. El hombre no dijo por qué, sólo que era
antipatica
. Para él era suficiente. De nada serviría enviar a Alvise o Riverre a tomar huellas mientras el laboratorio no determinara si en la taza había otras que no fueran las de la víctima. Esto no corría prisa.

Disgustado por no poder ir a almorzar a su casa, Brunetti salió del despacho poco después de mediodía y se encaminó al bar de la esquina, donde tomó un bocadillo y un vaso de vino que dejaban bastante que desear. Aunque en el bar todos sabían quién era, nadie le preguntó por el caso y sólo un anciano abrió el periódico con una elocuente sacudida. Brunetti fue hasta la parada de San Zaccaria y tomó el barco número 5 que, cortando por el Arsenale y la parte posterior de la isla, lo llevaría a la isla del cementerio de San Michele. Él casi nunca iba al cementerio, ya que no practicaba el culto a los difuntos, tan común entre los italianos.

Ya había estado aquí otras veces, desde luego; es más, uno de sus primeros recuerdos era del día en que lo trajeron al cementerio para que ayudara a cuidar la tumba de su abuela, que había muerto en Treviso durante la guerra, en un bombardeo de los aliados. Recordaba el brillante colorido de las flores que cubrían los simétricos rectángulos de las tumbas, separados por espacios verdes pulcramente recortados. Recordaba la tristeza de la gente, mujeres la mayoría, cargadas de flores. Y recordaba su aspecto desvaído y descuidado, como si todo su afán de aseo y adorno fuera para los espíritus que estaban bajo tierra y no reservaran ni un ápice para sí mismas.

Ahora, treinta y cinco años después, las tumbas seguían estando tan cuidadas y floridas como entonces, pero la gente que caminaba entre ellas parecía pertenecer al mundo de los vivos, a diferencia de aquellos espectros de los años de la posguerra. Era fácil encontrar la tumba de su padre, que no estaba lejos de la de Stravinsky. El ruso estaba seguro; aquí seguiría, inamovible, mientras existiera el cementerio y mientras el público recordara su música. La permanencia de su padre, por el contrario, era precaria, y ya se acercaba la fecha en que se abriría la tumba y los restos serían exhumados y puestos en un osario de una de las largas y abarrotadas tapias del cementerio.

De todos modos, la tumba estaba cuidada, porque su hermano era más escrupuloso que él. Los claveles que había en el jarrón de vidrio colocado en el suelo tenían que ser frescos, o la helada de tres noches atrás los hubiera quemado. Brunetti se agachó y retiró unas hojas que el viento había arrastrado hasta el jarrón. Se enderezó y volvió a inclinarse para quitar una colilla que había al lado de la lápida. Al volver a levantarse, contempló la fotografía colocada en la parte frontal de la piedra. Vio sus propios ojos, su mandíbula y unas orejas grandes de las que él y su hermano se habían librado y que habían heredado los hijos de ambos.


Ciao
, papá —dijo. No se le ocurrió nada más. Caminó hasta el extremo de la hilera de tumbas y dejó caer la colilla en un gran recipiente metálico hincado en la tierra.

En la oficina del cementerio, dio su nombre y su cargo y fue conducido a una salita por un hombre que le dijo que tuviera la bondad de esperar, que el doctor saldría enseguida. En la sala no había nada que leer, por lo que el comisario tuvo que conformarse con mirar por la única ventana al claustro en torno al cual se habían levantado los edificios del cementerio.

Al principio de su carrera, Brunetti había insistido en presenciar la autopsia de la víctima del primer asesinato que había investigado, una prostituta a la que había matado su chulo. Había mirado atentamente cómo entraban la camilla en el aula y contemplado, fascinado, el cuerpo casi perfecto que apareció cuando levantaron la sábana. Pero, cuando el médico empuñó el escalpelo para iniciar la gran incisión en forma de Y, Brunetti cayó hacia adelante, desmayado, entre los estudiantes de medicina. Éstos, con toda naturalidad, lo sacaron al pasillo, lo sentaron en una silla, semiinconsciente, y volvieron a entrar rápidamente en el aula. Desde entonces, Brunetti había visto muchas víctimas de asesinato, había contemplado el cuerpo humano destrozado por cuchillos, balas y hasta bombas, pero aún no era capaz de verlo fríamente, y sabía que nunca podría ser testigo de esa violación calculada que es una autopsia.

Se abrió la puerta de la salita y entró Rizzardi, vestido tan impecablemente como la noche antes. Olía a jabón caro y no al ácido carbólico que Brunetti asociaba automáticamente con su trabajo.

—Buenas tardes, Guido —dijo el médico, tendiendo la mano al comisario—. Siento que se haya molestado en venir. Hubiera podido llamarle para decirle lo poco que he descubierto.

—No importa, Ettore; de todos modos, quería venir. No puedo hacer nada hasta que esos cretinos del laboratorio me envíen el informe. Y para hablar con la viuda aún es pronto.

—Entonces le diré lo que hay —dijo el doctor cerrando los ojos y hablando de memoria. Brunetti sacó la libreta y fue escribiendo lo que oía—. El hombre gozaba de perfecta salud. De no saber que tenía setenta y cuatro años, le hubiera calculado diez menos o, incluso, quince. El tono muscular, magnífico, seguramente, gracias a los beneficios del ejercicio en un cuerpo sano. No había indicios de enfermedad en los órganos internos. No debía de beber, porque el hígado estaba en perfecto estado. Algo insólito en un hombre de su edad. No fumaba, aunque debió de fumar hace años, y dejarlo. Yo diría que hubiera podido vivir diez o veinte años más. —Terminado el informe, el médico abrió los ojos y miró a Brunetti.

—¿Y la causa de la muerte? —preguntó Brunetti.

—Cianuro de potasio. En el café. Calculo que ingirió unos treinta miligramos, más que suficiente para causarle la muerte. —Hizo una pausa y agregó-: En realidad, nunca lo había visto. Un efecto tremendo. —Su voz se apagó y el médico cayó en una especie de ensimismamiento que Brunetti encontró truculento.

Al cabo de un momento, Brunetti preguntó:

—¿Es tan rápido como se dice?

—Creo que sí —respondió el doctor—. Como le decía, nunca había visto un caso de éstos en la práctica. Sólo sabía lo que había leído.

—¿Instantáneo?

Rizzardi pensó un instante antes de contestar:

—Creo que sí, o casi. Quizá, durante un momento, se dio cuenta de lo que le pasaba, pero pensaría que era una embolia o un infarto. De todos modos, antes de que pudiera descubrir lo que era, ya estaba muerto.

—¿Y qué es lo que causa la muerte?

—Todo se para. Simplemente, todo deja de funcionar: el corazón, los pulmones, el cerebro.

—¿En segundos?

—Sí. Cinco. Diez como máximo.

—No es de extrañar que esa gente lo use.

—¿Qué gente?

—Los espías, en las novelas. Cápsulas que llevan en muelas huecas.

—Hum —hizo Rizzardi. Si la comparación de Brunetti le sorprendía, no lo demostró—. Sí, indudablemente, es rápido, pero otros son mucho más mortíferos. —Al ver que Brunetti levantaba las cejas en señal de sorpresa, explicó-: El botulismo. La misma cantidad, podría matar a la mitad de la población italiana.

Parecía que poco más iba a dar de sí el tema, a pesar del evidente entusiasmo que por él demostraba el médico, y Brunetti preguntó:

—¿Hay algo más?

—Por lo visto, llevaba unas semanas bajo tratamiento. ¿Sabe si tenía un resfriado, gripe o algo por el estilo?

—No —dijo Brunetti sacudiendo la cabeza—. Todavía no sabemos nada. ¿Por qué?

—En el cuerpo hay señales de inyecciones. No se aprecian signos de abuso de drogas, por lo que supongo que se trata de antibióticos, o de vitaminas, una medicación normal. En realidad, las marcas son tan débiles que quizá ni inyecciones eran. Pequeñas magulladuras, tal vez.

—¿Y dice que, de drogas, nada?

—No; no es probable —dijo el médico—. Hubiera podido pincharse fácilmente en el muslo izquierdo, porque era diestro. Pero no en el brazo derecho ni en la nalga izquierda, donde están las señales. Y, como le digo, tenía una salud excelente. Si hubiera tomado drogas, yo hubiera observado indicios. —Hizo una pausa—. Además, no estoy seguro de lo que son. En el informe pondré «pequeños hematomas subcutáneos». —Por su tono de voz, Brunetti comprendió que aquellas señales le parecían una trivialidad y que ya le pesaba haberlas mencionado.

—¿Algo más?

—Nada más. Quien haya hecho esto, le ha robado por lo menos diez años de vida.

Como era habitual en él, Rizzardi no demostró ni, probablemente, sentía curiosidad alguna acerca de quién pudiera haber cometido el crimen. Durante los años que hacía que se conocían, Brunetti nunca había oído al doctor preguntar por el criminal. A veces, mostraba interés y hasta fascinación cuando el crimen era imaginativo, pero nunca parecía importarle quién lo había cometido ni si era descubierto.

—Gracias, Ettore —dijo Brunetti, estrechando la mano del médico—. Ojalá trabajaran tan aprisa los del laboratorio.

—Dudo que su curiosidad sea tan fuerte como la mía —dijo Rizzardi, reafirmando a Brunetti en la convicción de que nunca entendería a aquel hombre.

CAPÍTULO VIII

En el barco, de regreso a la ciudad, Brunetti decidió hacer una visita por sorpresa a Flavia Petrelli, para averiguar si entretanto la cantante había recordado haber hablado con el maestro la noche antes. Animado por la perspectiva de tener algo que hacer, desembarcó en Fondamente Nuove y se dirigió hacia el hospital, contiguo a la basílica de Santi Giovanni e Paolo. Al igual que todas las direcciones de Venecia, la que le había dado la norteamericana era prácticamente inservible en una ciudad en la que sólo había seis nombres diferentes para todas las calles y los edificios estaban numerados sin método ni lógica. La única manera de encontrarla era ir hasta la iglesia y preguntar a algún vecino. No debía de ser difícil dar con ella. Los extranjeros solían vivir en la Venecia más pintoresca, no en barrios de sólida clase media como éste, y muy pocos extranjeros conseguían hablar como Brett Lynch, que parecía haberse criado aquí.

Delante de la iglesia, preguntó, primero, por el número y, después, por la norteamericana, pero la mujer a la que se había dirigido no tenía ni idea de dónde podía encontrar ni a uno y ni a otra. Le dijo que preguntara a Maria, pronunciando el nombre como si esperase que él supiera a qué Maria se refería. Resultó que Maria regentaba el quiosco de periódicos situado delante de la escuela y, si Maria no le daba razón, era señal de que la norteamericana no vivía en el barrio.

Al pie del puente que desembocaba delante de la basílica, encontró Brunetti a Maria, una mujer de pelo blanco y edad indefinida que, sentada en su quiosco, dispensaba periódicos como si fueran profecías y ella, la sibila. Él le dijo el número que buscaba y ella respondió con una sonrisa: —Ah, la
signorina
Lynch —dando al apellido las dos sílabas que exigía la pronunciación italiana. Bajando por la calle della Testa, la primera puerta a la derecha, cuarto piso. Por cierto, ¿le importaría llevarle los periódicos?

Brunetti encontró la puerta fácilmente. El apellido estaba grabado en una placa de latón, arañada y empañada por el tiempo, colocada al lado del timbre. Llamó una vez y, al cabo de un momento, oyó una voz por el intercomunicador. Resistiéndose al impulso de decir que venía a traer los periódicos, el comisario se limitó a dar su nombre. La persona que había respondido no dijo más, pero la puerta se abrió con un chasquido, franqueándole la entrada al edificio. De la derecha arrancaba una escalera, y el comisario empezó a subir pisando con agrado la leve concavidad que infinidad de pies habían ido imprimiendo en el mármol a lo largo de los siglos. Le gustaba la forma en que el declive le obligaba a apoyar el zapato en el centro de cada escalón. Subió dos tramos y luego un tercero. Después del cuarto rellano, la escalera se ensanchaba bruscamente, y los gastados peldaños originales cedían paso a losas de mármol de Istria de canto vivo. Esta parte del edificio había sido renovada por completo, y no hacía mucho.

Other books

Tuesdays With Morrie by Mitch Albom
The Sorrows of Empire by Chalmers Johnson
The Doll Brokers by Hal Ross
A Million Shades of Gray by Cynthia Kadohata
La fortaleza by F. Paul Wilson
Bride of the Wild by Carré White
Ipods in Accra by Sophia Acheampong
Return of Little Big Man by Thomas Berger