—¿Le parece que podríamos bajar ahí? —preguntó Brunetti.
Ambrogiani le miró fijamente.
—¿Quiere bajar a examinarlo?
—Me gustaría ver lo que está escrito en los bidones.
—Quizá por ese lado, a la izquierda —dijo Ambrogiani señalando un caminito que desembocaba en el vertedero. Juntos bajaron la pronunciada cuesta, resbalando en el polvo y sujetándose el uno al otro. Una vez abajo, se encontraban a pocos metros del primer bidón.
Brunetti miró el suelo. Aquí, en el borde del vertedero, el polvo estaba seco y suelto; en el interior, parecía más apelmazado y pastoso. Se acercó a los bidones, pisando con cautela. No había nada escrito en los costados ni en la parte superior: ni etiquetas, ni pegatinas, ni identificación alguna. Desde el borde del vertedero, procurando no acercarse mucho, Brunetti examinaba la parte superior y los lados visibles de los bidones. Tenían bien remachadas las tapas y le llegaban casi a la altura de la cadera. El que los había traído por lo menos había tenido la precaución de colocarlos en sentido vertical.
Cuando llegó al extremo de los bidones que estaban sin enterrar, sin haber visto identificación alguna, Brunetti miró hacia atrás, buscando un resquicio para pasar entre ellos. Retrocedió varios metros y encontró un hueco. Ahora el terreno que pisaba era viscoso, una fina capa de barro aceitoso le llegaba al borde de las suelas de los zapatos. Se adentró entre los bidones, inclinándose una y otra vez en busca de una identificación. Su pie tropezó con una de las bolsas de plástico. Del bidón contra el que estaba apoyada colgaba un papel. Protegiéndose la mano con el pañuelo, Brunetti le dio la vuelta. «U.S. Air Force. Rams…» Faltaba parte de la última palabra, pero desde que los aviones de la escuadrilla acrobática de la Fuerza Aérea Italiana chocaron en el aire provocando una lluvia mortífera sobre los cientos de civiles alemanes y norteamericanos que los contemplaban, todo el mundo en Italia sabía que la base aérea norteamericana en Alemania más importante estaba en Ramstein.
Dio un puntapié a la bolsa, que cayó de lado. Por las formas que se marcaban bajo el plástico, parecía estar llena de latas. Sacó las llaves del bolsillo y rasgó la bolsa de arriba abajo. Aparecieron latas y cajas de cartón. Cuando una de las latas rodó hacia él, Brunetti, instintivamente, dio un paso atrás.
A su espalda sonó la voz de Ambrogiani.
—¿Qué ha sido eso?
Brunetti agitó un brazo sobre la cabeza, indicando que estaba bien, y se agachó a leer las inscripciones de las latas y las cajas, «SUMINISTRO DEL GOBIERNO, PROHIBIDA SU VENTA O USO PRIVADO» se leía en algunas de ellas, en inglés. Algunas cajas tenían etiquetas en alemán. La mayoría llevaban la marca de la calavera y las tibias que señala veneno u otro peligro. Golpeó una lata con el pie. La etiqueta, también en inglés, rezaba: «SI ENCUENTRA ESTE BOTE, AVISE AL OFICIAL NBC. NO TOCAR.»
Brunetti dio media vuelta y desanduvo cuidadosamente el camino hasta el borde del vertedero, vigilando ahora más que antes dónde ponía los pies. A pocos metros del borde, dejó caer el pañuelo. Cuando salió de entre los bidones, Ambrogiani se le acercó.
—¿Qué hay? —preguntó.
—Las etiquetas están en inglés y alemán. Algunas vienen de las bases de la Fuerza Aérea en Alemania. Las demás, ni idea.
Empezaron a alejarse del vertedero.
—¿Qué quieren decir las siglas NBC? —preguntó Brunetti, con la esperanza de que Ambrogiani lo supiera.
—Nuclear, biológico y químico.
—¡Madre de Dios!
Foster no necesitaba haber ido a ver a Gamberetto para ponerse en peligro. Él era un joven que tenía en la estantería libros tales como La vida cristiana en tiempos de duda. Probablemente, hizo lo que en su lugar hubiera hecho cualquier soldado inocente: informar al superior. Residuos norteamericanos. Residuos militares norteamericanos. Enviados a Italia para ser vertidos allí. Clandestinamente.
Volvieron sobre sus pasos. No se encontraron con ningún camión por el camino. Cuando llegaron al coche, Brunetti se sentó con las piernas fuera. Con dos rápidos movimientos de los pies, se descalzó y arrojó los zapatos a la maleza del borde de la carretera, tan lejos como le fue posible. Luego, se quitó los calcetines, procurando asirlos por el borde, y los tiró también.
—¿Podríamos parar en una zapatería, camino de la estación? —preguntó a Ambrogiani.
Durante el viaje de regreso a la estación de Grisignano, Ambrogiani trazó a Brunetti, a grandes rasgos, el esquema de cómo era posible hacer semejante vertido. Aunque la policía de aduanas italiana tenía derecho a inspeccionar todos los camiones que llegaban a la base norteamericana procedentes de Alemania, como eran tantos la supervisión resultaba, cuando más, superficial y, en algunos casos, inexistente. Para no hablar de los aviones, que aterrizaban y despegaban de los aeropuertos militares de Villafranca y Aviano a placer, cargando y descargando sin trabas.
Cuando Brunetti preguntó el porqué de tanto trasiego de mercancías, Ambrogiani explicó que el Gobierno de Estados Unidos se desvelaba para que sus soldados y las esposas y los hijos de sus soldados se sintieran felices. Helados, pizza congelada, salsa para spaghetti, patatas chips, licor, vinos de California, cerveza: todo esto y más llegaba por avión para abastecer las estanterías del supermercado, por no hablar de las cadenas de música, televisores, bicicletas de carreras, tierra vegetal y ropa interior. Después estaban los transportes que traían el equipo pesado, como tanques y jeeps. Como la Navy tenía bases en Nápoles y en Livorno, también podían traer por barco cualquier cosa.
—No tendrían grandes dificultades para entrar esos residuos —comprendió Brunetti.
—Pero, ¿por qué traerlos aquí? —preguntó Ambrogiani.
Para Brunetti estaba claro.
—Los alemanes son más escrupulosos en estas cosas. Allí los ecologistas tienen mucha fuerza. En Alemania, si se descubriera algo semejante, se armaría un escándalo. Ahora que se han reunificado, alguien empezaría a hablar de echar a los norteamericanos, sin esperar a que se marcharan por su voluntad. Mientras que aquí, en Italia, a nadie le importa lo que se vierte ni dónde se vierte, por lo que no tienen más que retirar todas las identificaciones. Así, si se descubre el vertedero clandestino, no puede atribuirse a nadie, todos pueden decir que no saben nada, y a nadie le importará tanto el asunto como para ponerse a hacer averiguaciones. Aparte de que aquí a nadie le dará por pedir que se eche a los norteamericanos.
—Pero no han quitado todas las identificaciones —señaló Ambrogiani.
—Quizá pensaban que todo eso estaría enterrado antes de que alguien lo descubriera. Es muy fácil traer una excavadora y taparlo. De todos modos, parece que ya no queda mucho espacio.
—¿Y por qué no se lo llevan a Estados Unidos?
Brunetti le dedicó una larga mirada. ¿Tan ingenuo era?
—También nosotros tratamos de llevar nuestros residuos al Tercer Mundo, Giancarlo. A los ojos de los norteamericanos, quizá nosotros seamos un país tercermundista. O quizá todos los países que no son Estados Unidos sean tercermundistas.
Ambrogiani masculló entre dientes.
Delante de ellos, el tráfico se hacía más lento al llegar al peaje del final de la
autostrada
. Brunetti sacó el billetero y dio a Ambrogiani diez mil liras, se guardó el cambio y puso el billetero en el bolsillo. Ambrogiani torció a la derecha por la salida 3 y se insertó en el tráfico caótico del sábado por la tarde. A paso de tortuga, avanzaron hacia la estación de Grisignano, plantando cara a la agresión de varios vehículos. Ambrogiani paró atravesando el coche en la entrada a la estación, indiferente a la señal de no aparcar y al furioso claxonazo de un turismo que pretendía entrar.
—¿Y bien? —dijo, mirando a Brunetti.
—Vea qué puede averiguar sobre Gamberetto. Yo hablaré con algunas personas de por aquí.
—¿Quiere que le llame?
—Pero no desde la base. —Brunetti anotó el número de su casa en un papel que dio al otro hombre—. Es mi número particular. Me encontrará aquí a primera hora de la mañana o por la noche. Creo que será preferible que me llame desde una cabina.
—Sí —convino Ambrogiani en tono lúgubre, como si la recomendación le hubiera advertido de pronto de la índole del asunto que tenían entre manos.
Brunetti abrió la puerta del coche y se apeó. Dio la vuelta al vehículo y se acercó a la ventanilla abierta.
—Gracias, Giancarlo.
Se estrecharon la mano sin decir más, y Brunetti cruzó la calzada hacia la estación mientras el coche se alejaba.
Brunetti llegó a casa con los pies torturados por los zapatos que Ambrogiani le había comprado en una tienda de la autopista. Ciento sesenta mil liras, y le hacían daño. Nada más cruzar el umbral, se descalzó y se fue directamente al cuarto de baño dejando caer la ropa al suelo. Se dio una ducha muy larga, enjabonándose el cuerpo varias veces, restregándose bien las plantas de los pies y entre los dedos con una toallita y aclarando con agua abundante. Se secó y se sentó en el borde de la bañera a mirarse los pies atentamente. Los tenía rojos del agua caliente y las fricciones, pero no advirtió señales de erupción ni quemadura. Los sentía como un par de pies, aunque no estaba muy seguro de cómo hay que sentir los pies.
Se envolvió en una toalla limpia y fue al dormitorio. Por el pasillo, oyó a Paola decir desde la cocina:
—En este establecimiento no está incluido el servicio de camarera, Guido.
Dominaba con la voz el murmullo del agua que entraba en la lavadora.
Él no contestó, fue hacia el armario y se vistió. Se sentó en la cama para ponerse los calcetines, y volvió a mirarse los pies. Seguían teniendo aspecto de pies. Sacó un par de zapatos marrones del fondo del ropero, se los calzó y fue a la cocina. Cuando le oyó llegar, ella prosiguió:
—¿Cómo voy a conseguir que los niños sean ordenados si tú dejas la ropa tirada por ahí?
Al entrar en la cocina, la encontró arrodillada delante de la lavadora, con el pulgar apoyado en la tecla de paro y marcha. Por el cristal de la puerta, se veía un montón de ropa mojada que giraba primero hacia un lado y después hacia el otro lado.
—¿Qué le pasa a ese trasto? —preguntó él.
Ella no le miró al contestar sino que siguió, como hipnotizada, con los ojos fijos en el tambor que zarandeaba la colada.
—No sé por qué, está desequilibrada. Si meto toallas o algo que absorba mucha agua, al empezar el centrifugado el peso provoca una vibración muy fuerte y se queda a oscuras toda la casa. Así que tengo que vigilar, por si acaso. Si empieza a oscilar, paro la máquina y escurro la ropa a mano.
—Paola, ¿tienes que hacer eso cada vez que lavas?
—No; sólo si hay toallas o las sábanas de franela de la cama de Chiara. —Se interrumpió y levantó el pulgar de la tecla en el momento en que la máquina hacía «clic». Bruscamente, empezó a girar y la ropa se aplastó contra la pared del bombo. Paola se puso en pie, sonrió y dijo:
—Esta vez todo va bien.
—¿Cuánto tiempo hace que está así?
—Pues no sé, un par de años.
—¿Y cada vez que lavas tienes que hacer eso?
—Si lavo toallas, ya te lo he dicho. —Le sonrió, olvidando su anterior irritación—. ¿Dónde has estado desde antes de que saliera el sol? ¿Has comido?
—En el lago Barcis.
—¿Y qué hacías allá arriba, jugar a los soldados? Has traído la ropa hecha un asco. Como si hubieras estado revoleándote por el suelo.
—He estado revoleándome por el suelo —dijo él, y le contó cómo habían pasado el día él y Ambrogiani. Tardó bastante en explicárselo, porque tuvo que hablar del hijo del sargento Kayman, del historial clínico «perdido» y de la revista médica recibida por correo. Y, por último, le habló de las drogas escondidas en el apartamento de Foster.
Cuando terminó, Paola preguntó:
—¿Y a esa gente les dijeron que su hijo tenía alergia a algo que salía de un árbol? ¿Que no había que preocuparse? —Él asintió y entonces ella explotó—. Canallas. ¿Y si el niño tiene más síntomas qué dirán, que sufre una enfermedad desconocida? ¿Y volverán a perder el historial?
Brunetti deseaba decir que no era culpa suya, pero parecía una protesta banal y optó por callarse.
Después del estallido, Paola, comprendiendo que de nada servía enfurecerse, buscó el lado práctico.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. —Él esperó un momento y agregó—: Me gustaría hablar con tu padre.
—¿Con papá? ¿Por qué?
Brunetti sabía lo explosiva que era la respuesta, pero la dio de todos modos, porque era la verdad.
—Porque él debe de estar enterado.
Ella atacó antes de reflexionar.
—¿Cómo que debe de estar enterado? ¿Cómo va a estar enterado? ¿Quién te has creído que es mi padre, una especie de gángster internacional?
En vista de que Brunetti no respondía, calló. A su espalda, la lavadora terminó el centrifugado y se desconectó. En el silencio de la habitación, vibraba el eco de su pregunta. Ella dio media vuelta y se agachó a vaciar la máquina. Sin decir nada, pasó por delante de él con una brazada de ropa húmeda y salió a la terraza, donde dejó la colada en una silla y fue colgándola en el tendedero pieza por pieza. Cuando volvió a entrar sólo dijo:
—Es posible que conozca a gente que sepa algo de eso. ¿Quieres llamarle tú o prefieres que le llame yo?
—Creo que será mejor que le llame yo.
—Pues vale más que no esperes, Guido. Me ha dicho mi madre que mañana se van a Capri y no volverán hasta dentro de una semana.
—De acuerdo —dijo Brunetti, y salió a la sala, en busca del teléfono.
Marcó el número de memoria; no sabía por qué este número, al que no llamaba más de dos veces al año, no se le olvidaba. Contestó su suegra que, si se sorprendió al oír la voz de Brunetti, no lo dejó adivinar. Dijo que el conde Orazio estaba en casa, y que ahora mismo lo avisaba, y fue en busca de su marido sin hacer preguntas.
—Sí, Guido —saludó el conde.
—Me pregunto si tendrá un poco de tiempo libre esta tarde —empezó Brunetti—. Me gustaría que habláramos de un asunto que se ha presentado.
—¿De Viscardi? —preguntó el conde, sorprendiendo a Brunetti, que no imaginaba que estuviera enterado del caso.
—No; no es eso —respondió Brunetti. Ahora se le ocurría que hubiera sido mucho más fácil y, quizá, más productivo, preguntar a su suegro, y no a Fosco, acerca de Viscardi—. Es otro asunto en el que estoy trabajando.