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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (33 page)

BOOK: Muerte en un país extraño
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Se puso en pie y se secó la mano en el pañuelo, sacó del bolsillo una linterna lápiz y volvió a inclinarse bajo la pasarela. La sangre procedía de una gran herida que Ruffolo tenía en el lado izquierdo de la cabeza. Había una roca situada a la distancia justa para que pareciera que, al saltar de la pasarela, el muchacho había resbalado en las algas, caído de espaldas y se había abierto la cabeza. Brunetti estaba seguro de que en la roca habría sangre, sangre de Ruffolo.

Oyó una pisada ligera encima de su cabeza e, instintivamente, se escondió debajo de la pasarela. Al moverse, las piedras y cascotes rechinaron bajo sus pies de un modo que se le antojó ensordecedor. Se agachó con la espalda pegada al muro del Arsenale, cubierto de verdín. Volvió a oír pasos.

—¿Brunetti?

La voz conocida le disipó el pánico.

—Vianello —exclamó Brunetti saliendo de debajo de la pasarela—, ¿qué diablos hace aquí?

La cabeza de Vianello apareció sobre la barandilla, mirando al lugar en el que estaba Brunetti, rodeado de escombros.

—He venido siguiéndole desde que pasó por delante de la iglesia, hará un cuarto de hora. —Brunetti no había visto ni oído nada, pese a estar convencido de que tenía los sentidos alerta.

—¿Ha visto a alguien?

—No, señor. Me he quedado ahí abajo, en la parada del barco, leyendo el horario, para dar la impresión de que había perdido el último y no era capaz de averiguar cuándo pasaba el siguiente. Algún pretexto había de tener para estar aquí a estas horas. —Vianello enmudeció bruscamente, y Brunetti comprendió que acababa de ver la pierna que asomaba debajo de la pasarela.

—¿Es Ruffolo? —preguntó, sorprendido. Era ya demasiado lo que esto se parecía a una película de Hollywood.

—Sí. —Brunetti se apartó del cadáver situándose debajo de Vianello.

—¿Qué ha pasado?

—Está muerto. Da la impresión de que se ha caído. —Brunetti hizo una mueca al advertir la precisión de sus palabras. Ésta era exactamente la impresión.

El policía se arrodilló y tendió una mano a Brunetti.

—¿Le ayudo a subir?

Brunetti levantó la cabeza y después bajó la mirada a la pierna de Ruffolo.

—No, Vianello, me quedaré aquí abajo con él. En la parada de Celestia hay teléfono. Pida que nos manden un barco.

Vianello se alejó rápidamente, y Brunetti se asombró del estrépito con que sus pasos resonaban debajo de la pasarela. Con qué sigilo habría llegado, para que Brunetti no le oyera hasta que lo tuvo mismamente encima.

Cuando se quedó solo, Brunetti volvió a sacar la linterna y se inclinó sobre el cuerpo de Ruffolo. El joven llevaba un jersey grueso, sin chaqueta, y no tenía más bolsillos que los del pantalón vaquero. En el de atrás llevaba un billetero que contenía lo habitual: documento de identidad (Ruffolo no tenía más que veintiséis años), permiso de conducir (como no era veneciano, lo había sacado), veinte mil liras y las consabidas tarjetas de plástico y trozos de papel con números de teléfono. Después los repasaría. Llevaba reloj, pero no tenía monedas sueltas en los bolsillos. Brunetti se metió de nuevo la cartera en el bolsillo y se volvió de espaldas al cuerpo. Dirigió la mirada a lo lejos sobre el agua reluciente, hacia las luces de Murano y Burano. El reflejo de la luna estaba quieto en el agua tersa de la laguna sin barcos. Era una lámina plateada que unía el continente a las islas. Recordó algo que Paola le había leído una vez, la noche en que le dijo que estaba embarazada de Raffaele, algo que hablaba de una fina hoja de oro. No; no era fina: era etérea. Así era su amor. Entonces no acabó de entenderlo, emocionado como estaba por la noticia. Pero ahora recordó la imagen, al ver el reflejo de la luna en la laguna: etérea hoja de plata. Mientras Ruffolo, el desdichado Ruffolo, estaba a sus pies, muerto.

El barco empezó a oírse desde muy lejos, pero al poco salía zumbando por Rio di Santa Giustina con la luz azul girando en la cabina de proa. Brunetti hizo señales con la linterna, para guiar al piloto hacia la pequeña playa. El piloto se acercó cuanto pudo. Dos policías se calzaron botas altas y llegaron a la orilla andando. Dieron otro par a Brunetti, que se las puso encima de los zapatos y del pantalón. Esperó a que llegaran los otros, atrapado en la pequeña playa con Ruffolo, la presencia de la muerte y el olor a algas putrefactas.

Cuando hubieron hecho las fotografías del cuerpo, levantado el cadáver y llegado a la
questura
para hacer el informe, ya eran las tres de la madrugada. Brunetti se disponía a irse a casa cuando entró Vianello y le puso encima de la mesa un papel pulcramente mecanografiado.

—Si me hace el favor de firmarlo —dijo—, yo me encargaré de hacerlo llegar a su destino.

Brunetti miró el papel y vio que era un informe detallado de su plan para reunirse con Ruffolo, escrito en tiempo futuro. Miró la parte superior de la hoja y vio que llevaba fecha de la víspera y estaba dirigida al
vicequestore
Patta.

Una de las normas que Patta había implantado en la
questura
cuando se hizo cargo de su jefatura hacía tres años era que, antes de las siete treinta de la tarde, los tres comisarios debían dejar encima de su mesa el informe completo del trabajo realizado durante el día y el plan del día siguiente. Puesto que a Patta nunca se le veía en la
questura
tan tarde ni antes de las diez de la mañana, hubiera sido fácil dejarle el papel encima de la mesa, de no ser porque sólo había dos llaves del despacho de Patta. Una la llevaba él colgada con una cadena de oro del último ojal del chaleco de su terno inglés. De la otra era depositario el teniente Scarpa, un siciliano de Palermo con cara de pocos amigos, ciegamente fiel a su superior. Scarpa estaba encargado de cerrar el despacho a las siete y media de la tarde y abrirlo a las ocho y media de la mañana. También repasaba los papeles que había en la mesa de su superior cuando abría el despacho.

—Se lo agradezco, Vianello —dijo Brunetti, cuando hubo leído los dos primeros párrafos del informe, que explicaba detalladamente los motivos de su entrevista con Ruffolo y por qué consideraba conveniente que Patta estuviera al corriente. Sonrió con cansancio y tendió la hoja a Vianello, sin molestarse en acabar de leer—. Pero me parece que no hay manera de impedir que descubra que hice esto por mi cuenta y riesgo y que no tenía intención de informarle.

Vianello no se movió.

—Usted firme, comisario, que yo me encargaré del resto.

—Vianello, ¿qué piensa hacer con este papel?

En lugar de responder, Vianello dijo:

—Él me tuvo dos años en robos de pisos, ¿no es cierto? A pesar de que me cansé de pedir el traslado. —Golpeó el papel con el índice—. Si usted lo firma, comisario, esto estará en su mesa mañana por la mañana.

Brunetti firmó el papel y lo dio a Vianello.

—Gracias, sargento. Diré a mi mujer que le llame si un día se olvida las llaves.

—A sus órdenes, comisario. Buenas noches.

CAPÍTULO XXV

Aunque no se había acostado hasta más de las cuatro, Brunetti ya estaba en la
questura
a las diez de la mañana. Encontró en su mesa notas que le informaban de que la autopsia de Ruffolo se haría aquella tarde, que se había comunicado a la
signora
Concetta la muerte de su hijo y que el
vicequestor
Patta deseaba ver en su despacho a Brunetti en cuanto llegara.

Patta, ¿en su despacho antes de las diez? Un prodigio digno de ser pregonado por los coros angélicos.

Cuando Brunetti entró en el despacho, Patta levantó la mirada y al comisario le pareció que le sonreía, una ilusión óptica causada sin duda por su falta de descanso.

—Buenos días, Brunetti. Siéntese, por favor. No debía llegar tan temprano, después de sus hazañas de anoche.

¿Hazañas?

—Muchas gracias. Es un placer verle por aquí tan temprano.

Patta hizo como si no le hubiera oído y siguió sonriendo.

—Ha llevado usted muy bien este asunto de Ruffolo. Me alegro de que finalmente lo viera del mismo modo que yo.

Brunetti no podía adivinar de qué le hablaba, y eligió la vía de menor riesgo.

—Muchas gracias.

—Eso lo aclara todo, ¿no? Es verdad que no tenemos una confesión, pero me parece que el
procuratore
convendrá con nosotros en que Ruffolo quería hacer un trato. Era tan tonto como para llevar encima la prueba, pero estoy seguro de que creía que ayer no harían más que hablar.

En la pequeña playa no había ningún cuadro, de esto Brunetti estaba seguro. Pero podía llevar, bien disimulada, alguna de las joyas de la
signora
Viscardi. Brunetti únicamente le había registrado los bolsillos, por lo que no podía descartar esta posibilidad.

—¿Dónde la llevaba? —preguntó.

—En la cartera, Brunetti. No me diga que no la vio. Estaba en la lista de los objetos que llevaba encima cuando encontramos el cuerpo. ¿No se quedó usted a hacer la lista?

—El sargento Vianello se encargó de eso.

—Comprendo. —A la primera señal de lo que parecía un descuido de Brunetti, la actitud de Patta se hizo más afable todavía—. Entonces, ¿no lo vio?

—No, señor; lo lamento, debió de escapárseme. Allí había muy poca luz. —Empezaba a no entender nada. No había joyas en la cartera de Ruffolo, a no ser que hubiera vendido alguna de las piezas por veinte mil liras.

—Los norteamericanos nos enviarán a alguien a examinarlo, pero no creo que quepa la menor duda. Está el nombre de Foster, y dice Rossi que la foto parece suya.

—¿Del pasaporte?

La sonrisa de Patta era condescendiente.

—El documento militar de identidad.

Claro. Las tarjetas de plástico que estaban en la cartera y que él había vuelto a guardar sin leer.

—Es la prueba concluyente de que lo mató Ruffolo —prosiguió Patta—. El norteamericano haría algún amago. Una estupidez, delante de un cuchillo. Y a Ruffolo, recién salido de la cárcel, debió de entrarle pánico. —Patta sacudió la cabeza, atónito por la temeridad de los criminales.

—Se da la coincidencia de que ayer por la tarde me llamó el
signor
Viscardi para decirme que era posible que el joven de la foto estuviera en su casa aquella noche. En aquellos momentos, la sorpresa le impidió pensar con claridad. —Patta frunció los labios con gesto de reprobación al agregar—: Y el trato que recibió de sus agentes, comisario, no le ayudó a recordar. —Mudó de expresión, y volvió a florecer la sonrisa—: Pero todo eso es agua pasada, y no parece guardarles rencor. Así pues, tenían razón esos turistas belgas y Ruffolo estaba entre los ladrones. Supongo que no debió de conseguir mucho dinero del norteamericano y pensó en montar una operación más provechosa.

Patta estaba muy comunicativo.

—Ya he hablado con la prensa. Les he dicho que desde el principio no tuvimos ni la menor duda. El asesinato del norteamericano fue fortuito. Ahora, a Dios gracias, así se ha demostrado. —Mientras oía a Patta atribuir tan lisa y llanamente el asesinato de Foster a Ruffolo, Brunetti comprendió que la muerte de la doctora Peters nunca se consideraría más que suicidio.

No tenía más remedio que desafiar al monstruo de la certidumbre de Patta.

—Pero, ¿por qué iba a correr el riesgo de llevar la tarjeta del norteamericano? No lo comprendo.

Patta lo arrolló.

—Él corría más que usted, comisario, de modo que no había peligro de que se la encontraran. O quizá olvidó que la llevaba.

—La gente no suele olvidarse de pruebas que los relacionan con un asesinato.

Patta hizo como si no le oyera.

—He dicho a la prensa que teníamos razones para sospechar de Ruffolo desde el principio, y que por eso quería usted hablar con él. Que probablemente él temía que sospecháramos y pensó que podía hacer un trato con nosotros acerca de un delito menor. O quizá iba a acusar a alguien más de la muerte del norteamericano. Que tuviera en su poder la tarjeta de identidad indica claramente que lo mató él. —Al fin y al cabo, que Brunetti hubiera estado seguro de ello disiparía cualquier duda al respecto—. Porque usted fue a verle por eso, ¿no? Para hablar del norteamericano. —Como Brunetti no respondiera, Patta repitió la pregunta—: ¿No era por eso, comisario?

Brunetti desestimó la pregunta con un movimiento de cabeza y preguntó, a su vez:

—¿Ha dicho algo de esto al
procuratore
?

—Por supuesto. ¿Qué cree que he estado haciendo toda la mañana? Él piensa lo mismo que yo, que el caso está cerrado: Ruffolo mató al norteamericano al ir a robarle y después trató de sacar más dinero robando el
palazzo
Viscardi.

Brunetti hizo una última tentativa de razonamiento.

—Un atraco callejero y un robo de obras de arte son dos delitos completamente diferentes.

La voz de Patta subió de tono.

—Hay pruebas de que intervino en ambos delitos, comisario. Está el documento de identidad y están los testigos belgas. Antes usted estaba dispuesto a creer que los vieron la noche del robo. Y ahora el
signor
Viscardi cree recordar a Ruffolo. Me ha pedido ver otra vez la foto y, si lo reconoce, no habrá duda posible. Existen pruebas más que suficientes para mí y más que suficientes para convencer al
procuratore
.

Brunetti echó la silla hacia atrás y se puso en pie bruscamente.

—¿Manda algo más?

—Creí que se alegraría, Brunetti —dijo Patta con verdadera sorpresa—. Esto cierra el caso del norteamericano, aunque hará más difícil encontrar los cuadros del
signor
Viscardi. En realidad, no es usted un héroe, ya que no detuvo a Ruffolo, pero estoy seguro de que lo hubiera detenido, si no llega a caerse de la pasarela.

Probablemente a Patta le hubiera resultado más fácil entregar a su primogénito que decir a Brunetti estas palabras. Habría que darse por satisfecho con el obsequio.

—Muchas gracias.

—Como puede suponer, dejé bien claro que seguía usted instrucciones mías y que yo sospeché de Ruffolo desde el principio. Al fin y al cabo, hacía apenas una semana que había salido de la cárcel cuando mató al norteamericano.

—Sí, señor.

—Es una lástima que no hayamos encontrado los cuadros del
signor
Viscardi. Trataré de ir a verle hoy mismo, si tengo un momento, para informarle personalmente.

—¿Está aquí?

—Sí; ayer, cuando hablé con él, me dijo que hoy estaría en Venecia y que no tenía inconveniente en venir a mirar la fotografía otra vez. Como le digo, eso despejará cualquier duda.

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