Muerte en un país extraño (4 page)

Read Muerte en un país extraño Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte en un país extraño
6.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquellos impuestos servían para pagar su sueldo, cierto. Pero eso había dejado de inquietarle, lo mismo, sospechaba, que a la mayoría de sus conciudadanos. En un país en el que la Mafia podía asesinar a su antojo, no pedir el comprobante del pago de una taza de café no era un delito que interesara a Brunetti.

Cuando volvió a su despacho, encontró en la mesa el recado de que llamara a Rizzardi. Así lo hizo y aún pudo encontrar al forense en su despacho de la isla del cementerio.


Ciao
, Ettore. Aquí Guido. ¿Qué puede decirme?

—Le eché una ojeada a la dentadura. Trabajo norteamericano. Seis empastes y un puente, a lo largo de varios años, pero no cabe duda sobre la técnica. Todo norteamericano.

Brunetti se guardó de preguntarle si estaba seguro.

—¿Qué más?

—La hoja del arma criminal tenía dos centímetros de ancho y, por lo menos, quince de largo. La punta penetró en el corazón, tal como yo me figuraba. Pasó entre las costillas sin rozarlas siquiera, de modo que quien lo hiciera sabía que tenía que sostener la hoja perfectamente horizontal. Y el ángulo era perfecto. —El médico hizo una breve pausa y agregó—: Puesto que la herida está en el lado izquierdo, diría que el asesino es diestro o, por lo menos, utilizó la derecha.

—¿Y de la estatura, puede decirme algo?

—Nada concreto. Pero tenía que estar cerca de la víctima, cara a cara.

—¿Señales de lucha? ¿Tenía algo en las uñas?

—Nada. Pero tenga en cuenta que ha estado en el agua unas cinco o seis horas, de manera que lo que pudiera tener se habrá disuelto.

—¿Cinco o seis horas?

—Sí. Yo diría que murió entre las doce y la una de la noche.

—¿Algo más?

—Nada de particular. Estaba en buena forma física. Bien musculado.

—¿Comida?

—Comió algo varias horas antes de morir. Probablemente, un bocadillo. Jamón y tomate. Pero no bebió nada, por lo menos nada alcohólico. No tenía alcohol en la sangre y, por el estado del hígado, yo diría que debía de beber poco o nada.

—¿Cicatrices? ¿Operaciones?

—Tenía una pequeña cicatriz… —empezó Rizzardi, y Brunetti oyó roce de papel— …en la muñeca izquierda, en forma de media luna. Pudo producírsela cualquier cosa. No había sido operado de nada. Tenía vegetaciones y apéndice. Una salud perfecta. —Por el tono de voz de Rizzardi dedujo Brunetti que esto era todo lo que podía decirle el médico.

—Gracias, Ettore. ¿Me enviará un informe por escrito?

—¿Quiere verlo «Su Superioridad»?

Brunetti sonrió al oír el título que Rizzardi daba a Patta.

—Me lo ha pedido, sí. Aunque no estoy seguro de que vaya a leerlo.

—Pues le pondré tanta jerga médica que, si quiere enterarse de lo que dice, va a tener que llamarme para que se lo descifre. —Tres años antes, Patta se había opuesto a la designación de Rizzardi para el puesto de forense, porque el hijo de un amigo que estaba terminando la carrera de medicina buscaba un empleo del gobierno. Pero Rizzardi, con quince años de experiencia en medicina forense, se había llevado la plaza, y desde entonces él y Patta libraban una batalla de guerrillas.

—Entonces espero leerlo —dijo Brunetti.

—No va a entender ni una palabra. Ni lo intente, Guido. Si tiene alguna duda, llámeme y con mucho gusto procuraré aclarársela.

—¿Qué me dice de la ropa? —preguntó Brunetti, aunque sabía que ésta no era responsabilidad de Rizzardi.

—Llevaba vaqueros, Levi's. Y una zapatilla Reebok, número cuarenta y dos. —Antes de que Brunetti pudiera decir algo, Rizzardi agregó—: Ya sé, ya sé. Eso no quiere decir que fuera norteamericano. Hoy en día puedes comprar Levis y Reeboks en todas partes. Pero la ropa interior es norteamericana. Las etiquetas están en inglés y dicen: «Made in USA». —El tono de voz del médico cambió denotando una curiosidad insólita en él—: ¿Sus hombres han averiguado algo en los hoteles? ¿Alguna idea de quién era?

—No sé nada. Supongo que aún estarán haciendo llamadas.

—Espero que no tarden en descubrir quién es, para que podamos enviarlo a su casa. No es nada grato morir en un país extraño.

—Gracias por todo, Ettore. Haré todo lo que pueda por averiguar quién era. Y enviarle a su casa.

Brunetti colgó el teléfono. Norteamericano. No llevaba billetero, ni pasaporte, ni documentos de identidad, ni dinero, excepto aquellas monedas. Todo ello parecía indicar que había sido víctima de un atraco callejero, un atraco que se había torcido trágicamente y había acabado en asesinato en lugar de robo. Y el ladrón tenía un cuchillo y lo había utilizado con suerte o con habilidad.

Los delincuentes callejeros de Venecia tenían algo de suerte, pero rara vez tenían habilidad. Solían utilizar el método de robar y correr. En otra ciudad, este caso hubiera podido considerarse un atraco callejero que había acabado mal, pero aquí, en Venecia, no ocurrían estas cosas. ¿Habilidad o suerte? Si había sido habilidad, ¿quién era el habilidoso y por qué había sido necesaria tanta destreza?

Brunetti llamó a la oficina general para preguntar si los hombres habían averiguado algo en los hoteles. En los de primera y segunda categoría sólo faltaba un cliente, un hombre de más de cincuenta años que la noche anterior no había vuelto al Gabriele Sandwirth. Ya habían empezado a preguntar en los hoteles pequeños, en uno de los cuales dijeron que un cliente norteamericano se había marchado la pasada noche, pero la descripción no cuadraba.

Brunetti pensó entonces que quizá la víctima tuviera alquilado un apartamento. En tal caso, podían transcurrir varios días antes de que se denunciara su desaparición, y quizá ni llegara a echársele de menos.

El comisario llamó al laboratorio y preguntó por Enzo Bocchese, el técnico principal. Cuando éste se puso al teléfono, Brunetti preguntó:

—Bocchese, ¿puede decirme algo de las cosas que llevaba en los bolsillos? —No hacía falta especificar a qué bolsillos se refería.

—Hemos pasado el billete de tren por infrarrojos. Estaba tan deteriorado que creí que no sacaríamos nada. Pero algo sacamos.

A Bocchese, que se sentía muy orgulloso de su tecnología y de lo que podía conseguir con ella, le gustaba que le hiciesen preguntas y elogios.

—Bien. No sé cómo se las ingenia, pero siempre encuentra usted algo. —Ojalá fuera verdad esta vez—. ¿De dónde era el billete?

—De Vicenza. Ida y vuelta a Venecia. Comprado ayer. El trayecto de ida estaba validado. Va a venir un empleado de la estación, por si puede decirnos algo acerca del tachado; por ejemplo, en qué tren se hizo. Sin embargo, no estoy seguro de que sea posible.

—¿De qué clase es el billete, primera o segunda?

—Segunda.

—¿Algo más? ¿Calcetines? ¿Cinturón?

—¿Le ha dicho algo Rizzardi de la ropa?

—Sí. Dice que la ropa interior es norteamericana.

—De eso no cabe duda. El cinturón… podía haberlo comprado en cualquier sitio. Piel negra, hebilla de latón. Los calcetines son sintéticos. Hechos en Taiwan o en Corea. Los venden en todas partes.

—¿Algo más?

—Nada más.

—Buen trabajo, Bocchese, pero me parece que no necesitamos nada más que el billete para estar seguros.

—¿Seguros de qué, comisario? —preguntó Bocchese.

—De que era norteamericano.

—¿Por qué? —preguntó el técnico, con audible sorpresa.

—Porque es ahí donde están los norteamericanos —explicó Brunetti.

Todos los italianos de la zona conocían la base de Vicenza, Caserma «No sé cuántos», la base en la que todavía ahora, cincuenta años después del fin de la guerra, vivían miles de soldados norteamericanos con sus familias. Si él estaba en lo cierto, sin duda se levantaría el espectro del terrorismo y habría cuestiones de jurisdicción. Los norteamericanos tenían su propia policía, y en el momento en que alguien pronunciara la palabra «terrorismo» podrían intervenir la OTAN, la Interpol y hasta la misma CIA.

Brunetti hizo una mueca al pensar en cómo se pavonearía Patta con el revuelo que se formaría a la llegada de los agentes norteamericanos. Brunetti ignoraba qué impresión producían los actos de terrorismo, pero éste no daba la impresión de ser un caso de terrorismo. Un cuchillo es un arma muy vulgar; no llama la atención sobre el crimen. Y nadie había reivindicado el asesinato. Aún podía llamar alguien para atribuírselo, pero ya sería tarde y el embuste se notaría demasiado.

—Claro, claro —dijo Bocchese—. Debí pensar en ello. —Hizo una pausa, para dar a Brunetti ocasión de decir algo y, en vista de que el comisario no hacía comentarios, preguntó—: ¿Desea algo más?

—Sí. Cuando haya hablado con el empleado del ferrocarril, comuníqueme si ha podido decirle qué tren tomó la víctima.

—Dudo que pueda decírnoslo. Es sólo una muesca en el billete. No creo que podamos identificar el tren. De todos modos, se lo confirmaré. ¿Algo más?

—Nada más. Muchas gracias, Bocchese.

Después de colgar, Brunetti se quedó mirando fijamente la pared que tenía delante del escritorio, mientras sopesaba la información y las posibilidades. Un joven, en perfecta forma física, llega a Venecia con un billete de ida y vuelta, procedente de una ciudad en la que hay una base militar norteamericana. Tenía trabajo dental norteamericano y llevaba monedas norteamericanas en el bolsillo.

Brunetti descolgó el teléfono y marcó el número de la centralita.

—Póngame con la base militar norteamericana de Vicenza.

CAPÍTULO III

Mientras esperaba la comunicación, a Brunetti le parecía volver a ver aquella cara joven con los ojos desorbitados por la muerte. Podría haber sido cualquiera de las caras que había visto en las fotos de los soldados norteamericanos de la Guerra del Golfo: fresca, rasurada, inocente, con el lustre de esa salud extraordinaria característica de los norteamericanos. Pero la cara del muchacho del muelle tenía una extraña solemnidad, se distinguía de las de aquellos soldados compatriotas suyos por obra del misterio de la muerte.

—Brunetti —dijo el comisario en respuesta al zumbido del intercomunicador.

—Estos norteamericanos son difíciles de encontrar —dijo el agente de la centralita—. En la guía telefónica de Vicenza no se encuentra nada por Base, por OTAN ni por Estados Unidos. Pero hay un número de Policía Militar. Un momento, señor. Estoy llamando.

Era extraño, pensó Brunetti, que una presencia tan poderosa fuera casi imposible de encontrar en la guía telefónica. Se quedó escuchando los chasquidos que acompañan las comunicaciones interurbanas, la señal de llamada y, luego, una voz masculina que decía:

—Puesto de la Policía Militar, ¿en qué puedo servirle?

—Buenas tardes —dijo Brunetti en inglés—. Aquí el comisario Guido Brunetti de la policía de Venecia. Deseo hablar con la persona que esté al frente de su policía.

—¿Puede decirme de qué se trata, señor?

—Asunto policial. ¿Puedo hablar con el responsable?

—Un momento, por favor.

Una pausa, voces en sordina y:

—Sargento Frolich. Dígame…

—Buenas tardes, sargento. Comisario Brunetti, de la policía de Venecia. Deseo hablar con su oficial superior.

—¿Podría decirme de qué se trata, señor?

—Como ya he explicado a su compañero —respondió Brunetti, manteniendo la voz neutra—, se trata de un asunto policial y deseo hablar con su oficial superior. —¿Cuántas veces tendría que repetir la fórmula?

—Lo lamento, pero en este momento no está en el puesto.

—¿Cuándo volverá?

—No lo sé, señor. ¿Podría indicarme de qué asunto se trata?

—De un soldado desaparecido.

—¿Cómo dice?

—Me gustaría saber si se les ha informado de la desaparición de algún soldado.

La voz preguntó entonces en tono más grave:

—¿Quién ha dicho que llamaba, señor?

—Comisario Brunetti. Policía de Venecia.

—¿Podemos llamarle a algún número?

—Pueden llamarme a la
questura
de Venecia. El número es 5203222 y el prefijo de Venecia es el 041, pero seguramente querrán comprobarlo en la guía. Esperaré su llamada. Brunetti. —Colgó el teléfono, seguro de que comprobarían el número y le llamarían. El cambio en el tono de voz del sargento indicaba interés, no alarma, por lo que probablemente no habría ningún parte de desaparición de un soldado.

Al cabo de unos diez minutos, sonó el teléfono, y el operador le anunció que le llamaban de la base norteamericana de Vicenza. «Brunetti», dijo.

—Comisario Brunetti —empezó una voz distinta—, le habla el capitán Duncan, de la Policía Militar de Vicenza. ¿Podría decirme qué desea saber?

—Deseo saber si tienen noticia de la desaparición de un soldado. Unos veinticinco años. Pelo rubio. Ojos azules. —Hizo una pausa, calculando la estatura en pies y pulgadas—. Unos cinco pies y nueve pulgadas.

—¿Por qué le interesa este hombre a la policía de Venecia? ¿Ha tenido algún problema?

—Ya lo creo, capitán. Esta mañana hemos encontrado el cadáver de un hombre joven flotando en un canal. Tenía en el bolsillo un billete de tren de ida y vuelta expedido en Vicenza, y tanto sus ropas como sus empastes dentales denotan que era norteamericano, por lo que hemos supuesto que venía de la base.

—¿Se ha ahogado?

Brunetti tardaba tanto en contestar que el otro repitió la pregunta.

—¿Se ha ahogado?

—No, capitán. Mostraba señales de violencia.

—¿Qué quiere decir?

—Que lo apuñalaron.

—¿Para robarle?

—Eso parece.

—Da la impresión de que lo duda.

—Parece robo. No llevaba cartera, ni documentación. —Brunetti volvió a su pregunta primera—: ¿Puede decirme si han recibido informes sobre la desaparición de algún soldado, alguien que no se haya presentado a trabajar?

Después de una larga pausa, el capitán respondió:

—¿Puedo volver a llamarle dentro de una hora?

—Por supuesto.

—Tendremos que preguntar en todos los departamentos si falta alguien. ¿Haría el favor de repetir la descripción?

—El hombre que encontramos aparenta unos veinticinco años, tiene ojos azules, cabello rubio y una estatura de unos cinco pies y nueve pulgadas.

—Gracias, comisario. Pondré a mis hombres a trabajar en esto inmediatamente, y en cuanto sepamos algo le llamaremos.

—Gracias, capitán —se despidió Brunetti, y colgó el teléfono.

Si el joven resultaba ser un soldado norteamericano, Patta se pondría histérico por encontrar al asesino. Patta era incapaz de contemplar el caso como la pérdida de una vida humana. Para él no podía ser ni más ni menos que un atentado contra el turismo, y en la protección de este bien de la ciudad Patta ponía verdadera ferocidad.

Other books

The Cinderella Theorem by Kristee Ravan
Balancing Act by Michaels, Fern
All Is Bright by Colleen Coble
Just Married...Again by Charlotte Hughes