—
Ciao
, papá —gritó Chiara desde la sala. Él colgó la chaqueta en el armario y recorrió el pasillo hasta la sala. Chiara estaba recostada en una butaca, con un libro abierto en el regazo.
Al entrar, automáticamente, Brunetti encendió las luces del techo.
—¿Quieres quedarte ciega? —preguntó, probablemente, por centésima vez.
—Papá, si veo perfectamente.
Él se agachó a darle un beso en la mejilla que ella le ofrecía.
—¿Qué estás leyendo, cielo?
—Un libro que me ha dado mamá. Es fabuloso. Una institutriz va a trabajar a casa de un señor, y se enamoran, pero él tiene a una esposa loca encerrada en el torreón, y no puede casarse con la institutriz, a pesar de que están muy enamorados. Ahora hay un incendio en la casa. Ojalá se queme.
—¿Quién, Chiara? —preguntó él—. ¿La institutriz o la esposa?
—La esposa, tonto.
—¿Por qué?
—Pues para que Jane Eyre —dijo ella triturando el nombre— pueda casarse con Mr. Rochester —nombre que no salió mejor parado.
Él iba a hacer otra pregunta, pero su hija había vuelto al incendio, de modo que se fue a la cocina, donde encontró a Paola agachada delante de la puerta abierta de la lavadora.
—
Ciao
, Guido —dijo enderezándose—. La cena, dentro de diez minutos. —Le dio un beso y se volvió hacia el fogón, en el que se doraban unas cebollas.
—Acabo de mantener una discusión sobre literatura con nuestra hija —dijo él—. Me ha explicado el argumento de un gran clásico de la literatura inglesa. Me parece que sería preferible que la obligáramos a mirar los culebrones brasileños de la televisión. Ahora mismo está deseando que la señora Rochester muera en un incendio.
—Ay, Guido, todos los que leen Jane Eyre quieren que la señora Rochester muera en el incendio. —Removió las cebollas y agregó—: Por lo menos, la primera vez que leen la novela. Después comprenden que en realidad Jane Eyre es una lagarta hipócrita.
—¿Eso dices a tus alumnos? —preguntó él sacando de un armario una botella de Pinot Noir.
El hígado fileteado aguardaba en un plato al lado de la sartén. Paola deslizó una cuchara de madera ranurada debajo de los filetes y echó la mitad a la sartén dando un paso atrás para esquivar las salpicaduras del aceite. Luego se encogió de hombros. Acababan de empezar las clases en la universidad y era evidente que no quería pensar en sus alumnos durante su tiempo libre.
Mientras removía el hígado en la sartén, preguntó:
—¿Qué tal la capitana médica?
Él sacó dos copas y sirvió vino. Se apoyó en la repisa, dio una copa a su mujer, tomó un sorbo de la suya y dijo:
—Muy joven y muy nerviosa. —Al ver que Paola seguía removiendo, agregó—: Y muy bonita.
Ella, al oírlo, bebió un trago de la copa que tenía en la mano y le miró.
—¿Nerviosa por qué? —Tomó otro trago, levantó la copa para mirar el vino a contraluz y dijo—: No es tan bueno como el que nos vendía Mario, ¿no crees?
—No —convino él—. Pero tu primo Mario está tan ocupado labrándose un nombre en el mercado internacional del vino, que no puede perder el tiempo con pedidos tan insignificantes como los nuestros.
—Otra cosa sería si le pagáramos puntualmente —replicó ella secamente.
—Vamos, Paola. Ya hace seis meses.
—Y seis meses le hicimos esperar para cobrar.
—Paola, lo siento. Creí que le había pagado y luego se me olvidó. Ya le pedí disculpas.
Ella dejó la copa y dio una sacudida a la sartén.
—Paola, sólo eran doscientas mil liras. No creo que tu primo Mario fuera a la quiebra por eso.
—¿Por qué le llamas siempre «mi primo Mario»?
Brunetti fue a decir: «Porque es primo tuyo y se llama Mario», pero lo que hizo fue dejar la copa en la repisa y abrazar a su mujer por la espalda. Ella se mantuvo rígida y apartada. Él la abrazó con más fuerza y entonces ella se relajó, apoyándose en él y dejando descansar la cabeza en su pecho.
Así estuvieron hasta que ella le hurgó en las costillas con el mango de la cuchara diciendo:
—El hígado se quema.
Él la soltó y volvió a tomar la copa.
—No sé por qué está nerviosa, pero la afectó mucho ver el cadáver.
—¿No afecta a cualquiera ver un cadáver, sobre todo si es de un conocido?
—No; es algo más. Estoy seguro de que entre ellos había algo.
—¿Algo como qué?
—Lo de siempre.
—Tú mismo has dicho que es bonita.
Él sonrió.
—Muy bonita. —Ella también sonrió—. Y está… —empezó él y se interrumpió, buscando la palabra, pero la palabra que se le ocurría no reflejaba la realidad— …está muy asustada.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Paola, llevando la sartén a la mesa y dejándola sobre una placa de cerámica—. ¿Teme que se sospeche de ella?
Él llevó a la mesa la gran tabla de picar que estaba junto al fogón. Se sentó y levantó el paño de cocina que la cubría, y apareció la media rueda de dorada polenta que estaba debajo, todavía caliente y ya cuajada. Ella puso en la mesa el bol de la ensalada y volvió a llenar las copas antes de sentarse.
—No creo que sea por eso —dijo él, sirviéndose hígado con cebolla y un ancho triángulo de polenta. Pinchó un trozo de hígado con el tenedor, le puso cebolla por encima con el cuchillo y empezó a comer. Como de costumbre, no dijo nada hasta que tuvo el plato vacío. Cuando se hubo terminado el hígado y estaba rebañando la salsa con los restos de su segundo trozo de polenta, dijo—: Me parece que ella sabe o sospecha quién le mató. O por qué le mataron.
—¿Por qué lo dices?
—Si hubieras visto su cara cuando lo vio… No, no cuando vio que estaba muerto y que, efectivamente, era Foster, sino cuando descubrió qué le había causado la muerte… Sintió verdadero pánico. Se mareó.
—¿Se mareó?
—Vomitó.
—¿Allí mismo?
—Sí. Extraño, ¿no?
Paola reflexionó antes de contestar. Terminó el vino y se sirvió otra media copa.
—Sí. Es una reacción extraña ante la muerte. ¿Y dices que es médico? —Él asintió—. No se entiende. ¿De qué puede tener miedo?
—¿Hay algo de postre?
—Higos.
—Te adoro.
—Es decir, adoras los higos —sonrió ella.
Eran seis, perfectos, jugosos, dulces. Él peló uno con el cuchillo. Cuando terminó, con las manos untadas de arrope, lo partió en dos trozos y dio a su mujer el mayor.
Se metió la otra mitad en la boca y se enjugó la barbilla. Luego comió otros dos, volvió a secarse los labios, se secó los dedos con la servilleta y dijo:
—Si me dieras una copita de oporto moriría feliz.
Ella le preguntó al levantarse de la mesa:
—¿De qué puede tener miedo, si no?
—Como has dicho, de que se sospeche de ella. O también puede estar asustada porque realmente haya tenido algo que ver con el crimen.
Ella sacó del armario una rechoncha botella de oporto, pero, antes de llenar dos minúsculas copas, retiró los platos y los llevó al fregadero. Luego escanció el oporto y llevó las copitas a la mesa. El dulce del vino enlazaba con el sabor de los higos. Brunetti era un hombre feliz.
—Pero no creo que sea eso.
—¿Por qué?
Él se encogió de hombros.
—No me ha parecido una asesina.
—¿Porque es bonita? —preguntó Paola, tomando un pequeño sorbo de oporto.
Él iba a responder que porque era médico, pero entonces recordó lo que había dicho Rizzardi: el asesino del joven era alguien que sabía dónde clavar el cuchillo. Y eso lo sabría un médico.
—Quizá —dijo él, y cambió de tema—: ¿Está Raffi en casa?
Miró el reloj. Más de las diez. Su hijo sabía que los días laborables tenía que estar en casa a las diez.
—Como no haya llegado mientras cenábamos… —insinuó ella.
—No —señaló Brunetti con certeza, pero sin estar seguro de por qué lo sabía.
Era tarde, habían tomado una botella de vino, unos higos exquisitos y un oporto perfecto. Ninguno de los dos quería hablar de su hijo. La cuestión seguiría planteada y Raffi seguiría siendo su hijo por la mañana.
—¿Quito la mesa? —preguntó él, sin ganas.
—No; yo la quitaré. Tú ve a decir a Chiara que se acueste.
«Más fácil sería quitar la mesa», pensó él.
—¿Han apagado el fuego? —preguntó al entrar en la sala.
Chiara no le oyó. Repantingada en la butaca, con las piernas extendidas, estaba a cientos de kilómetros y de años de distancia. En un brazo de la butaca había dos corazones de manzana y, en el suelo, a su lado, una bolsa de galletas.
—Chiara —insistió él, y luego, con voz más fuerte—: Chiara.
Ella levantó la mirada del libro, pero tardó un momento en darse cuenta de que era su padre quien le hablaba. Inmediatamente, volvió a sumirse en la lectura, olvidándose de él.
—Chiara, es hora de acostarse.
Ella volvió la página.
—Chiara, ¿me has oído? Hora de acostarse.
Sin dejar de leer, ella se levantó de la butaca apoyándose en una mano. Al llegar al pie de la página detuvo la lectura el tiempo justo para dar un beso a su padre, y se fue, marcando el punto con el dedo. Él no tuvo valor para pedirle que dejara el libro en la sala. Bien, ya le apagaría la luz si se levantaba por la noche.
Paola entró en la sala. Se agachó a apagar la lámpara del lado de la butaca y recoger los corazones de las manzanas y la bolsa de las galletas, y volvió a la cocina.
Brunetti apagó la luz y se fue por el pasillo, camino del dormitorio.
Brunetti llegó a la
questura
a las ocho. Llevaba los periódicos que había comprado por el camino. El asesinato aparecía en la página once del
Corriere
, que le dedicaba sólo dos párrafos, y no era recogido por la
Repubblica
, lo cual era comprensible, ya que aquel día era aniversario de uno de los más sangrientos atentados de los años sesenta; sin embargo, en el
Gazzettino
, por el contrario, estaba en primera plana, a la izquierda de la noticia, con fotografía, de la muerte de tres jóvenes al estrellarse el coche en el que viajaban contra un árbol de la carretera nacional entre Dolo y Mestre.
Decía la crónica que, según todos los indicios, el joven, al que el periódico llamaba Michele Fooster, había sido víctima de un atraco. Se sospechaba que podía tratarse de un caso de drogas, aunque, fiel a su costumbre, el periódico no especificaba en qué se fundaban las sospechas. A veces, Brunetti se decía que era una suerte para Italia que uno de los requisitos para formar parte de la Unión Europea no fuera disponer de una prensa responsable.
En el vestíbulo de la
questura
, desde la puerta de la
Ufficio Stranieri
serpenteaba la habitual cola de inmigrantes mal vestidos y peor calzados procedentes de los países del Norte de África y del recién liberado Este de Europa. Brunetti nunca podía ver aquella cola sin percibir la ironía de los avatares de la historia: tres generaciones de su propia familia habían abandonado Italia para buscar fortuna en lugares tan lejanos como Australia y Argentina. Y ahora, en una Europa transformada por recientes acontecimientos, Italia se había convertido en El Dorado de nuevas oleadas de emigrantes, todavía más pobres y más morenos que los italianos. Muchos conocidos suyos hablaban de aquella gente con desdén, con desprecio y hasta con indignación; pero Brunetti nunca podía mirarlos sin ver en ellos la imagen de sus propios antepasados, mal vestidos y calzados, haciendo cola y chapurreando una lengua extranjera. Y, al igual que estos infelices, dispuestos a hacer la limpieza y cuidar los niños de quien quisiera pagarles un sueldo.
Subió por la escalera hasta el cuarto piso, donde tenía el despacho, dando los buenos días a una o dos personas y saludando a otras con un movimiento de cabeza. Miró si había papeles nuevos encima de la mesa. Todavía no había llegado nada, por lo que se consideró libre de dedicar el día a lo que creyera oportuno. Y ello incluía descolgar el teléfono y pedir comunicación con el puesto de
carabinieri
de la base norteamericana de Vicenza.
Resultó mucho más fácil encontrar este número que el de la base, y a los pocos minutos estaba hablando con el
maggior
Ambrogiani, que dijo a Brunetti que le había sido confiada la investigación, por parte italiana, del asesinato de Foster. La voz grave de Ambrogiani fluctuaba con una cantilena que indicó a Brunetti que el
maggiore
era del Veneto, pero no de la misma Venecia.
—¿La parte italiana? —preguntó Brunetti.
—Sí; los norteamericanos también investigarán el caso.
—¿Cree que pueda haber problemas de jurisdicción? —preguntó Brunetti.
—Nada de eso —respondió el
maggiore
—. Ustedes, la policía civil de Venecia, harán la investigación ahí. Pero van a necesitar la autorización o la ayuda de los norteamericanos para lo que tengan que hacer aquí.
—¿En Vicenza?
Ambrogiani se echó a reír.
—No me refería a Vicenza. Sólo aquí, en la base. En la ciudad de Vicenza propiamente dicha actuamos nosotros, los
carabinieri
. Pero dentro de la base compete a ellos colaborar con ustedes.
—Oyéndole da la impresión de que tiene usted dudas al respecto,
maggiore
—dijo Brunetti.
—Duda, ninguna. En absoluto.
—Entonces habré interpretado mal el tono. —Pero estaba seguro de que no era así—. Me gustaría ir a hablar con las personas que le conocían, que trabajaban con él.
—La mayoría son norteamericanos —dijo Ambrogiano, aludiendo implícitamente a posibles dificultades con el idioma.
—Hablo bien el inglés.
—Entonces no tendrá dificultad para hablar con ellos.
—¿Cuándo podría ir?
—Esta mañana, esta tarde, cuando usted guste, comisario.
Brunetti sacó una guía de ferrocarriles del cajón de abajo y buscó la línea Venecia-Milán. Una hora más tarde salía un tren.
—Puedo tomar el tren de las nueve y veinticinco.
—Está bien. Enviaré un coche a buscarle a la estación.
—Gracias,
maggiore
.
—Un placer, comisario. Un placer. Espero tener el gusto de saludarle personalmente.
Después de colgar el teléfono, lo primero que hizo Brunetti fue ir al armario situado en la pared del fondo. Lo abrió y se puso a revolver en los objetos amontonados en el suelo: un par de botas, tres bombillas en sus cajas correspondientes, una conexión eléctrica, revistas atrasadas y una cartera de piel marrón. Sacó la cartera y le limpió el polvo con la mano. La llevó a la mesa e introdujo en ella los periódicos y varias carpetas que aún tenía que leer. Luego extrajo del cajón central un sobado libro de Herodoto y lo puso también en la cartera.