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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (26 page)

BOOK: Muerte y juicio
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Brunetti carecía de contactos en las otras ciudades que aparecían en la lista de la SIP, pero lo que le había dicho Linchianko era más que suficiente para que se hiciera una idea de lo que allí encontraría.

En sus lecturas de la historia de Grecia y de Roma, lo que más le sorprendía era la naturalidad con que los pueblos antiguos aceptaban la esclavitud. Entonces las guerras se libraban con otros criterios, y la economía de la sociedad se asentaba en bases distintas, lo que hacía que, por un lado, hubiera esclavos disponibles y, por otro, que fueran necesarios. Quizá lo que hacía aceptable la idea fuera que todo el mundo estaba expuesto a correr la misma suerte: si tu país perdía una guerra podías verte reducido a la condición de esclavo, una vuelta de la rueda de la fortuna podía hacer de ti amo o esclavo. Nadie se había manifestado en contra del sistema, ni Platón, ni Sócrates lo habían condenado y, si alguien había protestado, lo que hubiera dicho o escrito no había sobrevivido.

Tampoco hoy se hablaba contra la esclavitud, que supiera Brunetti, pero el silencio de hoy obedecía a la creencia de que la esclavitud había dejado de existir. Durante décadas había oído a Paola expresar sus radicales ideas políticas, términos como «salario de esclavitud» y «las cadenas de la economía» ya casi no hacían mella en él, pero ahora le inquietaban estos tópicos, porque lo que le había descrito Linchianko no tenía otro nombre que el de esclavitud.

El torrente de su retórica interior quedó cortado por el persistente zumbido del intercomunicador.

—Sí, señor —dijo oprimiendo el pulsador.

—Quiero hablar con usted —gruñó secamente Patta.

—Ahora mismo bajo.

La
signorina
Elettra ya no estaba en su sitio cuando bajó Brunetti, por lo que el comisario entró directamente en el despacho, ignorando lo que iba a encontrar, por más que las posibilidades eran limitadas, ya que ¿cuántas manifestaciones podía tener el enojo?

Pero hoy Brunetti descubriría que él no era el blanco de las iras de Patta sino el medio por el que éstas debían canalizarse a sus subalternos.

—Se trata de ese sargento suyo —empezó Patta, después de invitar a Brunetti a sentarse.

—¿De Vianello?

—Sí.

—¿Qué se supone que ha hecho? —preguntó Brunetti, sin advertir, hasta después de haber hablado, el escepticismo implícito en su manera de preguntar. A Patta no se le escapó.

—Se supone que ha estado ofensivo con uno de los agentes.

—¿Riverre? —preguntó Brunetti.

—¿Entonces usted estaba al corriente y no ha hecho nada? —preguntó Patta.

—No sé nada. Pero si alguien se merece un rapapolvo es Riverre.

Patta levantó las manos en ademán de irritación.

—He recibido quejas de uno de los oficiales.

—¿El teniente Scarpa? —preguntó Brunetti, sin poder disimular la antipatía que le inspiraba el siciliano, que había venido a Venecia con su jefe, el
vicequestore,
del que era espía, además de asistente.

—No importa quien haya presentado la queja. Lo que importa es que se ha presentado.

—¿Es una queja oficial? —preguntó Brunetti.

—No tiene que ver —dijo Patta con cólera pronta.

Para Patta, todo lo que él no deseaba oír no tenía que ver, aunque fuera cierto y pertinente—. No quiero problemas con los sindicatos, que no transigen con estas cosas.

Brunetti, irritado por esta nueva prueba de la cobardía de Patta, estuvo a punto de preguntar si existía alguna amenaza ante la que él no se doblegara, pero se contuvo una vez más, para evitar la posible venganza de los imbéciles, y dijo:

—Hablaré con ellos.

—¿Con ellos?

—El teniente Scarpa, el sargento Vianello y el agente Riverre.

Era evidente que Patta iba a protestar, pero desistió, pensando sin duda que, si no había resuelto el problema, por lo menos lo había endosado, y sólo dijo:

—¿Qué hay de Trevisan?

—Estamos trabajando en ello.

—¿Alguna novedad?

—Poca cosa. —Por lo menos, nada que deseara comentar con Patta.

—Está bien, ocúpese de Vianello. Y téngame informado. —Patta fijó su atención en los papeles que tenía delante, lo que para él equivalía a una cortés despedida.

La
signorina
Elettra seguía ausente, y Brunetti bajó a la oficina de Vianello, al que encontró leyendo el
Gazzettino
del día.

—¿Scarpa? —preguntó Brunetti acercándose.

Vianello estrujó el diario y lo aplastó sobre la mesa, con una observación no verificable acerca de la madre del teniente Scarpa.

—¿Qué ha pasado?

Vianello alisaba el periódico con una mano.

—El teniente Scarpa ha entrado mientras yo hablaba a Riverre.

—¿Hablaba a Riverre?

Vianello se encogió de hombros.

—Riverre sabía muy bien lo que yo quería decir, y también sabía que hubiera tenido que darle a usted el nombre de aquella mujer mucho antes. Yo estaba diciéndole eso cuando entró el teniente. No le gustó mi manera de decírselo.

—¿Qué le decía?

Vianello cerró el periódico, lo dobló por la mitad y lo dejó a un lado de la mesa.

—Que era un idiota.

A Brunetti, que estaba de acuerdo, le pareció lógico.

—¿Y él qué dijo?

—¿Riverre?

—No; el teniente.

—Que no podía hablar a mis subordinados de aquel modo.

—¿Dijo algo más?

Vianello no contestó.

—¿Dijo algo más, sargento?

Seguía sin haber respuesta.

—¿Le dijo usted algo a él?

El tono de Vianello era defensivo.

—Le dije que era un asunto entre uno de mis agentes y yo, y que a él no le concernía.

Brunetti sabía que no tenía que perder el tiempo diciendo a Vianello que esto había sido una tontería.

—¿Y Riverre? —preguntó Brunetti.

—Oh, ya ha venido a hablar conmigo y me ha dicho que, por lo que él puede recordar, estábamos hablando de un siciliano. —Vianello se permitió una pequeña sonrisa—. El teniente, según recuerda ahora Riverre, entró en el momento en que yo le decía lo idiota que era el siciliano, y el teniente no lo entendió, porque hablábamos en dialecto, y se imaginó que yo insultaba a Riverre.

—Bien, caso resuelto —dijo Brunetti, aunque le dolía que Scarpa se hubiera quejado de Vianello a Patta. Por si el jefe no tenía ya bastante ojeriza al sargento, sólo porque solía trabajar para Brunetti, ahora se había ganado, además, la antipatía del teniente.

Brunetti dejó el tema, aliviado de no tener que vérselas con Scarpa y preguntó:

—¿Recuerda un camión que este otoño se salió de la carretera en Tarvisio?

—Sí, señor. ¿Por qué?

—¿Podría decirme cuándo ocurrió?

Vianello reflexionó un momento antes de responder:

—El veintiséis de septiembre. Dos días antes de mi cumpleaños. La primera vez que nevó tan pronto allá arriba.

Porque era Vianello quien lo decía, Brunetti no creyó necesario preguntar si estaba seguro de la fecha. Dejó al sargento con su periódico y volvió a su despacho y a las listas del ordenador. El veintiséis de septiembre, a las nueve de la mañana, se había hecho una llamada —con una duración de tres minutos— desde el despacho de Trevisan al número de Belgrado. Al día siguiente se hizo otra llamada al mismo número pero ésta, desde el teléfono público de la calle de detrás del despacho de Trevisan. La conferencia había durado doce minutos.

El camión se salió de la carretera y la carga se perdió. Sin duda, el comprador querría saber si era su mercancía la que había quedado esparcida por la nieve, y para averiguarlo, nada más práctico que llamar al remitente. Brunetti se estremeció involuntariamente ante la posibilidad de que alguien pensara en aquellas muchachas como un embarque y en su muerte como pérdida de una mercancía.

Buscó la fecha de la muerte de Trevisan. Al día siguiente se habían hecho dos llamadas desde el despacho, las dos, al número de Belgrado. Si las primeras llamadas se hicieron para comunicar la pérdida de la carga, ¿podían éstas significar que, tras la muerte de Trevisan, el negocio pasaba a otras manos?

25

Brunetti repasaba los papeles que se habían acumulado en su mesa durante los dos últimos días. Descubrió que la viuda de Lotto, al ser interrogada, había dicho que la noche en que mataron a su marido ella estaba en el hospital, con su madre, que estaba muriendo de cáncer. Las dos enfermeras de guardia confirmaron que había estado allí toda la noche. La había interrogado Vianello, que, con su acostumbrada meticulosidad, le había preguntado dónde estaba las noches de las muertes de Trevisan y de Favero. La primera estuvo en el hospital y la segunda, en su casa. Pero las dos noches estaba con ella su hermana de Turín, por lo que la
signora
Lotto dejó de ocupar un lugar en la imaginación de Brunetti.

De pronto, se preguntó si Chiara seguiría empeñada en su descabellado propósito de conseguir información de Francesca, y al pensarlo lo invadió una sensación que, si no era asco, se le parecía mucho. Él se había permitido una virtuosa indignación hacia los hombres que prostituían a las adolescentes y no había tenido reparo en convertir a su propia hija en espía. Hasta ahora.

Sonó el teléfono y él lo contestó dando su nombre. Era la voz de Paola, estridente, sin control, llamándolo. Al fondo se oían sonidos desgarrados, más agudos todavía.

—¿Qué ocurre, Paola?

—Guido, ven. Ahora mismo. Es Chiara —gritó Paola para hacerse oír sobre los alaridos que llenaban la casa.

—¿Qué tiene?

—No lo sé, Guido. Estaba en la sala y de repente se ha puesto a gritar. Ahora está en su cuarto, y se ha encerrado con llave. —Él percibió el pánico que vibraba en la voz de Paola, como una corriente submarina que la arrastrara, y ahora también a él.

—¿Qué le pasa? ¿Se ha lastimado?

—No lo sé. Pero ya la oyes. Está histérica, Guido. Ven, por favor. Ahora mismo.

—Voy —dijo él colgando el teléfono. Agarró la gabardina y salió corriendo del despacho, pensando ya en cuál sería la vía más rápida para llegar a casa. No había ninguna lancha de la policía amarrada al embarcadero frente a la
questura,
y echó a correr hacia la izquierda, con la gabardina ondeando a la espalda. Al doblar por la estrecha calle lateral no sabía si ir por el puente de Rialto o tomar la góndola pública. Tres muchachos caminaban delante de él, cogidos del brazo.


Attenti
—gritó al acercarse, infundiendo en la voz una potencia que ahogó todo vestigio de cortesía. Los chicos se dispersaron y Brunetti pasó junto a ellos lanzado. Cuando llegó a
campo
Santa María Formosa le faltaba el aliento y tuvo que reducir la velocidad a un trote vacilante. Cerca de Rialto se atascó en la multitud y, casi sin darse cuenta de lo que hacía, para abrirse paso apartó bruscamente a una turista dándole un empujón a la mochila, y oyó a su espalda una airada protesta en alemán, pero él siguió corriendo.

Salió del paso subterráneo a
campo
San Bartolomeo y cortó hacia la izquierda, decidido a tomar la góndola para evitar el puente, congestionado por el tráfico de media tarde. Afortunadamente, había una góndola en la parada, con dos ancianas de pie en la parte trasera. Él corrió por el embarcadero de madera y saltó a la góndola.

—Vámonos —gritó al
gondoliere
que estaba a popa, apoyado en el remo—. Policía, lléveme al otro lado.

Con naturalidad, como el que hace lo mismo todos los días de la semana, el
gondoliere
de proa se dio impulso con la barandilla de la escalera y la embarcación se deslizó hacia el Gran Canal. El hombre de popa enderezó el cuerpo y accionó el remo, y la góndola viró hacia la otra orilla. Las ancianas, extranjeras, se abrazaron atemorizadas y se sentaron en el banco de la parte trasera.

—¿Puede dejarme al extremo de la calle Tiepolo? —preguntó Brunetti al hombre que iba delante.

—¿De verdad es policía?

—Sí. —Brunetti le enseñó el carnet.

—De acuerdo. —El
gondoliere
de proa dijo entonces a las mujeres en veneciano-—: Tenemos que dar un rodeo,
signore.

Las mujeres estaban muy asustadas para contestar.

Brunetti iba de pie, ciego a las embarcaciones y a la luz, insensible a todo lo que no fuera la lenta travesía del canal. Por fin, al cabo de lo que parecían horas, llegaron a la calle Tiepolo, y los dos
gondolieri
sostuvieron la embarcación mientras Brunetti trepaba al embarcadero. Puso diez mil liras en la mano del hombre de proa y entró en la calle corriendo.

Brunetti, que en la góndola había recuperado el aliento, corrió hasta su casa y subió a la carrera los tres primeros tramos de la escalera. Al atacar el cuarto jadeaba y sentía las piernas flojas y, en el quinto, oyó abrirse la puerta del apartamento, levantó la cabeza y vio a Paola esperando.

—Paola…

Sin dejarle seguir, ella le gritó desde arriba:

—Estarás contento con lo que te ha traído tu pequeña detective. Estarás contento de ver el mundo al que la empujas con tus preguntas y tus investigaciones. —Estaba colorada, estallando de furor.

Él entró y cerró la puerta mientras Paola se alejaba por el pasillo. La llamó, pero ella se metió en la cocina dando un portazo. Brunetti se acercó a la habitación de Chiara y se paró delante de la puerta. Silencio. Ni sollozos, ni sonidos que indicaran que ella estaba dentro. Él fue entonces a la cocina y llamó a la puerta. Paola la abrió y le taladró con la mirada.

—Explícame qué pasa —dijo él.

Había visto a Paola enfadada muchas veces, pero nunca, como ahora, temblando de ira o de alguna fuerte emoción que no podía definir.

Instintivamente, Brunetti se mantuvo a distancia y, con voz serena, insistió:

—Dime qué ocurre.

Paola apretó los dientes y aspiró el aire a través de ellos. Se le transparentaban los tendones del cuello. Él esperaba.

Cuando por fin ella empezó a hablar, su voz era ahogada, casi no se oía.

—Esta tarde, al llegar, ha dicho que traía una cinta de vídeo que quería ver. Yo estaba trabajando en mi estudio, y le he dicho que la pusiera, pero con el sonido bajo. —Paola lo miró fijamente. Brunetti no dijo nada.

Ella volvió a respirar profundamente y prosiguió:

—Al cabo de un cuarto de hora se ha puesto a gritar. Al salir del estudio la he encontrado en el pasillo, histérica. Ya la has oído. He intentado abrazarla, hablarle, pero no dejaba de gritar. Ahora está en su cuarto.

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