Muerte y vida de Bobby Z (12 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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—¿Tienes hambre, Cíclope?

—Ya lo creo, Lobezno.

Tim desenvuelve dos barritas energéticas y da una al niño, junto con una botella de agua. Después empieza a desmontar el rifle para limpiarlo, un acto tan automático y consolador para un ex marine como rezar el rosario para un cura.

El crío devora la barrita energética y engulle un poco de agua.

—¿Qué te parece si estamos atrapados en el desierto, los malos nos persiguen y nos escondemos en esta cueva? —se pregunta.

—Vale —dice Tim.

Suena bien.

22

El Monje se dispone a tomar un café con leche y a leer
The Economist
en una terraza, saboreando ambos, cuando oye la noticia del regreso de Bobby Z.

La profecía procede de One Way, por supuesto, recién salido de la clínica de salud mental, y que ahora se pasea por las aceras de la carretera de la costa anunciando la buena nueva al hombre moderno.

Como residente en Laguna desde hace mucho tiempo, el Monje conoce bien a One Way y está acostumbrado a su lunática narración de la leyenda de Bobby Z. Esta mañana incluso le da un dólar, y se inquieta un poco cuando ve que el tarado arruga el billete y lo tira a la alcantarilla.

—¿Quién necesita dinero? —exclama—. ¡Bobby Z ha vuelto! ¡Para reclamar su reino!

Estas últimas palabras inquietan mucho más al Monje, sobre todo porque él ha reclamado la mayor parte del reino de Bobby Z desde que este salió de escena hará unos cuatro meses.

Salió de escena completamente, porque el Monje es el mago de la informática que controla los intereses de Bobby a este lado del estado. En los discos duros, discos blandos y CD-ROM del Monje están los códigos que revelan el paradero de los réditos del pecado, la inmensa fortuna construida sobre humo, montones de humo, que se eleva hacia el cielo desde los mejores salones, patios y jacuzzis de la Costa Oeste.

El Monje sabe dónde está el tesoro, sí. Sabe también quiénes son los minoristas, y sabe además que el imperio de Z (siempre a la última) está a punto de ser totalmente electrónico.

Salvo, por supuesto, por el dinero en metálico guardado para un año de vacas flacas, que el Monje decidió que había llegado cuando Bobby salió de escena en algún lugar del sudeste de Asia. Durante meses intentó enviarle una señal, tecleando por ejemplo «Adelante, Rangún», pero Bobby, ni pío. Así que, pasado un tiempo, el Monje decidió que Bobby, su mejor amigo, había encontrado la muerte en las traicioneras montañas del sudeste asiático (como tantos otros muchachos norteamericanos), y ahora el imperio era suyo. Así como los ahorros (cifras astronómicas) ocultos para la posteridad.

De modo que el Monje se siente dividido (y lo reconoce avergonzado) sobre la profecía del regreso de Bobby Z.

Es la naturaleza humana, reflexiona. El pecado original, quizá, pero el hombre es propenso a asumir la idea de que, si guardas el dinero de otro el tiempo suficiente, empiezas a pensar que es tuyo.

El Monje sabe lo del pecado original porque en otro tiempo fue monje. Dejó el Laguna High para ir a Notre Dame, y se lo tomó muy en serio, como lo demuestra el hecho de que ingresó en el seminario y salió convertido en jesuíta. Pero ese nivel de compromiso no era suficiente para James P. McGoyne, de modo que a continuación ingresó en un monasterio perdido en el desierto de Nuevo México, donde los monjes cavaban acequias, cultivaban agave y producían mermelada de esta planta para el mercado ecológico. Un día, el prior llevó a James aparte, observó que había seguido cursos de informática en Notre Dame y le pidió que confeccionara una lista de clientes.

Aunque tardó meses en darse cuenta, eso fue para él el principio del fin como monje, porque descubrió entonces una nueva religión: la informática. Al cabo de dos años, los buenos hermanos estaban comercializando su asquerosa mermelada en lugares tan dispares como Nueva York, Ámsterdam y Santa Fe, y el Monje había conseguido incluso que confeccionaran un catálogo, un boletín informativo y un libro de recetas, con lo que los hermanos estaban ganando una pasta gansa, y él era el contable.

El Monje se despierta una mañana, y, en mitad de su silenciosa contemplación (¿qué más hay en un monasterio?), pierde la fe.

Así de sencillo.

Escurridiza como la neblina de la mañana, su fe lo abandona, en un pispás. Mientras camina por el desierto al amanecer, se convierte en Moisés a la inversa. No hay zarza ardiente ni nada por el estilo. El Monje sigue caminando, con la vista fija en las montañas marrones, y de repente decide que Dios no existe.

No entiende por qué no se le había ocurrido antes.

Ha pasado años en aquel vertedero, cavando zanjas, comiendo basura, guardando un silencio monacal, salvo la comunicación esencial y los cánticos habituales, ¿y todo por qué? Por
nihil
, eso es. Por nada.
Nada
. Por el gran vacío.

Siempre fanático, el Monje se transforma no solo en ateo, sino también en nihilista. Abandona a los hermanos aquella misma tarde, en un autobús que se dirige hacia el oeste. Por casualidad, se topa con su antiguo compañero de clase Bobby Z y se ponen a hablar de ordenadores. Y de listas de correo.

En ese momento, nace un monstruo. El Monje abraza el tráfico de drogas con el mismo fervor que en otro tiempo dedicó a Cristo. Crea un sistema de comunicaciones y contabilidad a nivel mundial, impenetrable para los simples mortales de la DEA, el FBI o la Interpol. La única institución a la que teme es a la Compañía de Jesús (sabe por propia experiencia lo retorcidos que son), pero están demasiado ocupados con sus propios tinglados para interesarse por el imperio de Z.

Del que brota todo cuanto el Monje posee ahora: una carrera interesante, una casa enorme en Emerald Bay, en lo alto de un acantilado que cuelga sobre el azul Pacífico, y unas reservas de dinero aparentemente interminables.

Suyas, y ahora de Bobby.

—¿Lo has visto? —pregunta Monje a One Way.

—Aquí.

One Way se señala la cabeza.

El Monje entiende que eso abarca todo un universo de posibilidades y empieza a respirar más tranquilo.

—Pero no lo has visto con tus propios ojos —insiste.

—¿Quién lo ha visto? —contesta One Way, impertérrito.

De hecho, el Monje lo ha visto (varias veces), pero hace años que no.

—¿Conoces a Bobby? —le pregunta el Monje.

—¿Quién lo conoce?

Y dicho esto, One Way se aleja para abordar a los turistas que acaban de salir de los hoteles para ir a tomar su café matutino. Se muestra tan entusiasmado que los policías de Laguna vuelven a detenerle. Familiarizados con su problema (aunque no siempre con la gravedad del mismo), los policías de Laguna saben cómo tratarle. Conducen a One Way hasta la carretera y allí lo dejan.

Así se convierte en un problema de Dana Point.

Para el Monje, la solución no es tan sencilla.

Sigue sentado con su café con leche y su
Economist
en la terraza de la librería cafetería, pero es incapaz de concentrarse en el futuro del eurodólar.

Si Bobby vuelve, piensa, si los azarosos elementos del universo se han alineado en el orden preciso que, por una vez, convertiría a One Way en un ser cognoscitivo, algunas preguntas interesantes e inquietantes deberían ser contestadas.

Por ejemplo, ¿por qué Bobby no se ha puesto en contacto con él? Por fax, por ordenador, por mensajero, incluso mediante el anticuado método de darse un paseo por Dana Point.

¿Podría Bobby, el Chico Prodigio, haberse olido una trampa? ¿Haber calado que el Monje es como su Juan sin Tierra, y que él es Ricardo? Si Z ha vuelto, se pregunta el Monje, ¿dónde está?

¿Y qué piensa hacer con él?

23

Johnson supone que Bobby Z se debe de haber escondido.

Eso, o se ha extraviado entre los arbustos de artemisa y lo encontrarán muerto dentro de uno o dos días. Cosa que podría cabrear a Brian, pero que a él se la suda, porque deambular por el desierto, viendo a Rojas y sus compadres husmear como perros, al cabo de un rato resulta muy aburrido.

Habían descubierto su rastro junto al precipicio. Parecía un poco absurdo bajar para ver lo que quedaba de los estúpidos que habían caído por el borde con el Humvee. Y Rojas, más borracho que una cuba, le dijo a Johnson que el hombre blanco al que buscaban no había saltado al precipicio con la moto, sino que había ido hacia el oeste con el niño. Después las huellas desaparecían.

No hacía falta ningún maldito indio para mirar aquellas huellas y deducir que el tipo se había cargado el niño a la espalda, pues las pisadas en la arena eran mucho más profundas.

De modo que Bobby Z había continuado adelante, pero con mucha más lentitud de lo que debería, de modo que Johnson había mandado a Rojas y sus amigos que corrieran, mientras él los seguía con parsimonia y a caballo.

Que Rojas lo localice, lo atrape, y después ya pensaremos cómo nos lo llevamos.

El viejo mexicano lo quería vivo.

De modo que lo están siguiendo hacia el oeste, atravesando las llanuras hasta internarse en las estribaciones, y después por un cañón. Y los indios se están poniendo nerviosos, porque presienten que la presa va ahora más despacio. Johnson los ve avanzar como perros.

Rojas empieza a subir por la pared del cañón, pero luego baja, y Johnson aprovecha el momento para limpiarse las gafas de sol con el faldón de la camisa, mientras los indios conferencian. Se vuelve a poner las gafas a tiempo de ver que uno de los indios se desploma como si le hubieran disparado.

Mierda, piensa, me había olvidado del rifle que faltaba.

Se pregunta dónde coño aprendió a disparar así un traficante de drogas colgado de la playa, y, si bien es probable que se encuentre fuera de su alcance, baja del caballo y se refugia detrás de una roca.

Mierda, piensa mientras ve a Rojas y los demás indios correr para guarecerse, todo parece indicar que va a ser un día muy largo.

24

—Ese rifle es de verdad, ¿no? —pregunta Kit.

—De juguete —contesta Tim, un poco preocupado por lo que está pasando más abajo, en el fondo del cañón.

Uno de sus perseguidores ha caído y los otros dos se han ocultado tras las rocas.

—Es de verdad —insiste el niño—. Ese hombre se ha caído cuando le has disparado.

—Son las normas. En cualquier caso, te he dicho que no miraras.

—¿Lo de su pierna es sangre?

—Pintura roja. Anda, vuelve dentro y túmbate en el suelo. No quiero que los imitantes malos sepan que somos dos.

Es el hijo de Bobby Z, piensa Tim, no cabe duda, porque no parece que tenga miedo cuando se aleja hacia el fondo de la cueva. Eso es bueno, porque él necesita concentrarse.

En el hombre herido. Que a estas alturas debería estar pidiendo ayuda a gritos, porque esa es la idea: abatir a un hombre y cargarse a los otros dos cuando vayan a ayudarlo.

El juego es así.

Pero ese cabrón es duro; lo ve desgarrar un trozo de la pernera con los dientes para hacerse un torniquete.

Muy listo el cabrón, pero nadie acude en su ayuda.

Supongo que conocen el juego, piensa Tim.

Y Tim no tiene valor para meterle una bala en la cabeza. Se le antoja inútil, y, en cualquier caso, un hombre herido es mejor que un hombre muerto. Tendrán que cargar con él de una forma u otra.

—Quédate ahí —le dice al niño.

—Me quedo, me quedo.

Pero no están disparando, piensa Tim. Eso es lo que deberían hacer, disparar contra la cueva mientras uno de ellos sale corriendo a rescatar al caído.

A menos que aún no supieran de dónde había partido el disparo, lo cual era una posibilidad.

O que ya estuvieran en los matorrales con la intención de rodearle.

Lo cual era otra posibilidad.

Mutantes malos.

¿Por qué quieren matarme?, se pregunta Tim, algo irritado. ¿Por qué la gente me pone siempre en estos apuros?

Por qué preguntar por qué, se dice.

Apunta a la cabeza del hombre herido y respira hondo.

25

El chico tiene un punto débil, decide Johnson.

A estas alturas, ya ha de saber que ninguno de nosotros va a jugarse el culo para salir a ayudar a ese viejo indio, de modo que debería cargárselo de una vez por todas para no tener que preocuparse más de él.

Pero no ha disparado.

Tiene un punto débil.

De modo que Johnson saca el rifle de la funda de la silla, coge su pañuelo y lo ata alrededor del cañón. Después sale de detrás de la roca y empieza a caminar hacía el fondo del cañón.

Contando con el punto débil del chico.

Llega al lado del indio herido y comprueba que vivirá. Los cahuillas son unos cabrones duros de pelar.

Alza la vista hacia la cueva, irritado porque Rojas haya sido tan estúpido de caer en esa trampa. La parte positiva es que han obligado al bueno de Bobby a esconderse.

—¡Parece que estamos en un punto muerto! —grita Johnson.

Tim lo sabe. El caso es que está jodido otra vez y atrapado en una cueva en mitad del desierto. Mierda, hasta puede que haya aspersores por allí.

Pero no considera necesario contestar, de modo que apunta al pecho del vaquero y espera.

—¡Mierda, señor Z, le tenemos atrapado! —brama Johnson.

Tim baja la mira y dispara al suelo, junto a las botas del hombre, solo para recordarle que existen otros enfoques de la situación.

—¡¿Por qué ha hecho eso?! —grita Johnson.

—¡Tengo un problema con el control de los impulsos! —contesta Tim.

De pronto, Johnson piensa que el punto débil del chico tal vez tenga un reborde duro, y no le entusiasma la idea de que ese reborde duro se estrelle contra su frente en forma de una bala del 7.62. Además, se encuentra muy bien situado allá arriba, un hueso duro de roer, así que prueba otra táctica.

—¡¿Qué le parece si hacemos un trato, señor Z?! —grita.

—¿Qué clase de trato? —pregunta Tim.

26

Largarse, así de simple.

Como la mayoría de los tratos, suena demasiado bueno para ser verdad, pero Tim no cree que cuente con una alternativa mejor, de modo que acepta.

Así que el vaquero se lleva a sus indios, recogen al herido, y Tim mantiene el dedo en el gatillo hasta que se han alejado bastante, de vuelta a las llanuras. Dejarán al herido en algún sitio y el vaquero le dirá al gordo de Brian: «Lo siento, pero no he podido encontrar a Bobby Z».

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