Aparca el camión y entra.
El lugar está a oscuras. No hay ventanas, y la única luz procede de una lámpara de queroseno que apesta, depositada sobre un rollo de cable antiguo que utilizan como mesa. Todo el bar está amueblado con material de derribo. Sillas obtenidas en alguna pila de basura, rollos de cable de cuando llevaron la línea telefónica a Borrego, algunas cajas de cartón de botellas de gaseosa de cuando embotellaban la gaseosa.
El bar no es más que un puñado de contrachapado clavado sobre unos cuantos caballetes de aserrar, pero da igual, porque los indios de las cercanías van allí para colocarse con mezcal.
En ese momento hay tres o cuatro tipos tirados, durmiendo la borrachera de la noche anterior.
El local apesta, piensa Johnson. Apesta a mierda, y se pregunta cuándo fue la última vez que alguien tiraría un poco de gasolina y una cerilla en el agujero del cagadero de fuera.
Da una patada con la bota a uno de los indios dormidos en el suelo.
—¿Dónde está Rojas? —pregunta.
El diminuto indio lo mira y parpadea.
Johnson piensa que, en la escala de las cosas por estos pagos, esos chicos se encuentran en lo más bajo. Si los blancos están en lo más alto, y no cabe la menor duda de eso, los mexicanos en un segundo plano a mucha distancia, y los cahuillas en un tercero, y cuesta mucho saber dónde están esos hermanitos oscuros.
Ni siquiera son cahuillas. Provienen de una tribu tan pequeña que ya han olvidado su nombre o ni siquiera saben pronunciarlo. Un grupo de gente tan desgraciada que se quedaron perdidos en algún sitio. Se extraviaron en una bruma de mezcal, pegamento o latas de pintura en spray, y ya no sirvieron nunca más para nada, salvo quizá para seguir un rastro.
Son capaces de hacerlo mejor que un coyote, por eso Johnson ha venido hasta aquí en busca de Rojas.
El verdadero nombre de Rojas es Lobo Rojas, por un lobo mexicano al que consiguieron erradicar a tiros de estos parajes. Los muy cabrones se zampaban los terneros en primavera, de modo que estuvo muy bien que los rancheros locales los exterminaran antes de que llegara la EPA
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con el propósito de rescatar a los putos asesinos.
—¿Dónde está Rojas? —repite Johnson la pregunta.
—Ahí atrás —grazna el hombre, y bizquea.
Tiene un pequeño resto de pintura dorada alrededor de la boca. Por alguna razón, el dorado es el color favorito de esos indios para esnifar.
Ahí atrás.
Johnson desenfunda la pistola y abre de una patada la puerta del pequeño cuarto trasero.
Rojas se aparta de la mujer sobre la que está tendido y aterriza de pie, con el enorme cuchillo pegado a las costillas, para que nadie pueda quitárselo de la mano de una patada.
Tiene los ojos hinchados e inyectados en sangre, pero aún negros como el carbón e igual de ardientes.
Es verdad, recuerda Johnson mientras contempla al desnudo indio que lo amenaza con el cuchillo, Rojas se despierta enfadado.
Amartilla la pistola y apunta a la frente cuadrada de Rojas.
—Si me escupes, te volaré la cabeza, cabronazo —le advierte.
A Rojas le gusta escupir cuando lo despiertan.
—Y yo te cortaré las pelotas y se las daré de comer a esta puta.
—A mí no me parece que se haya perdido muchas comidas —replica Johnson—. ¿Estás seguro de que tiene hambre?
La mujer continúa dormida.
—Tengo trabajo para ti —dice Johnson.
Rojas niega con la cabeza.
—Estoy bebiendo y follando.
—Quiero que sigas el rastro de alguien.
El indio se encoge de hombros.
Siempre lo necesitan para eso. Si algún espalda mojada huye al desierto y no pueden encontrarlo, llaman a Rojas. O si algún coyote se hace el listillo, acampa fuera de su parte del desierto y empieza a tocar los huevos a sus espaldas mojadas, envían a Rojas.
Rojas localiza al coyote y deja su cabeza clavada en un palo de mezquite.
Ese tipo de cosas desaniman.
—¿Te la quieres follar, Johnson? Adelante.
—No, creo que sería incapaz. Vístete antes de que se enfríe el rastro.
—El rastro se enfría para ti, Johnson. No para mí.
—Sí, sí, ya. Venga.
—Prefiero follar.
—Yo también, pero hay un chico por ahí que ya se ha cargado a tres de mis cahuillas.
Sabe que eso lo picará. No es que quiera vengar a los cahuillas, pero querrá demostrar que él puede hacer lo que ellos no pudieron.
Rojas tiene un buen ego.
—Me da igual —dice—. Estoy borracho.
—Naciste borracho.
—Mi madre estaba borracha.
—De lo contrario, habría abortado.
Porque Rojas es un tipo muy feo. Bajito, chaparro, con la nariz aplastada y los ojos muy separados. Manos y pies como zarpas.
Pero, mierda, tiene un buen olfato.
—¿Tendré que dispararte? —pregunta Johnson.
—Eres demasiado lento para eso —dice Rojas, y Johnson lo ve echar un poco hacia atrás el cuchillo, como si se estuviera preparando para abalanzarse sobre él.
Y puede que tenga razón, piensa Johnson. Puede que sea capaz de clavarme ese trasto antes de que yo lo abata.
—Vale —dice, y baja la pistola—. Ya me conseguiré a otro. Vuelve con esa gorda.
Johnson ve que Rojas agarra su botella de mezcal del suelo y bebe un trago largo y desafiante. Se vuelve a subir al sucio colchón, deja el cuchillo a mano y despierta a la mujer de un bofetón. Le dice algo en español, y aunque Johnson no entiende las palabras, el significado es claro.
Deja que Rojas juguetee un poco con la puta hasta que la fea cara se le congestiona y cierra los ojos, y entonces Johnson le golpea detrás de la oreja con la culata de la pistola. Una vez, pam, dos veces, pam, y ve que el menudo cuerpo del indio se queda inmóvil.
Enfunda entonces el arma, se carga a Rojas al hombro y coge su ropa con la otra mano. Inclina el sombrero en señal de saludo hacia la mujer, saca al indio fuera del bar y lo tira sobre la caja del camión.
Ya hay tres colegas de Rojas sentados como perros en el vehículo, esperando. Habrán supuesto que tal vez haya un trabajillo, lo que les dará un poco de dinero para comprar una botella de mezcal o una caja o dos de pintura Testor.
Johnson se pone al volante, conduce de vuelta al rancho y suspira.
El funeral de Escobar es todo lo que Gruzsa esperaba, y más.
Las mujeres aúllan como si alguien les hubiera robado el cheque del subsidio, y los hombres deambulan con sus trajes baratos con expresión sombría, incluso bajo las gafas oscuras envolventes. Para que la tarde de Gruzsa sea todavía más alegre, los parientes masculinos jóvenes de Escobar se han ataviado con su mejor atuendo funerario pandillero: camisetas blancas limpias, tejanos planchados dos tallas demasiado grandes y chaquetas de los Raiders. Chaquetas de los Raiders, como esos capullos esnifadores de pegamento que no distinguirían al legendario Kenny Stabler de un grano en el culo. Se han afeitado la cabeza, y, con la actitud chulesca típica de un
cholo
, están dedicándole a Gruzsa (el único anglosajón de los presentes) sus mejores miradas asesinas de adolescente.
Si no fuera el funeral de Escobar, le gustaría sacar a uno o dos de ellos al callejón y lavarles la boca con el cañón de su Glock de 9 mm, dejar sus dientes en la acera como si fueran chicle y alejarse silbando, pero es un funeral y existe una especie de tregua.
Lo cual es bueno, medita Gruzsa mientras el sacerdote farfulla en español, porque no solo los parientes masculinos jóvenes de Escobar son pandilleros, sino que ejercen de tales como mínimo para dos bandas diferentes, que Gruzsa sepa. Hay aquí una pandilla de Quatro Fiats, y otra de TMC, y tal vez incluso de East Coast Crips. Y bastaría con que uno de esos descerebrados empezara a disparar para que los demás empezaran a volarse los sesos mutuamente.
Eso, en circunstancias normales, Gruzsa no solo lo consideraría divertido, sino un auténtico beneficio para la sociedad, solo que ese día sería un fastidio, porque ha venido a hacer negocios.
Así que continúa sentado indiferente a las miradas malévolas y se concentra en la gran foto de Escobar que lo mira desde un caballete situado junto al ataúd. Se pregunta qué hacían los frijoleros cuando no existía la Kodak, si plantarían un cuadro del difunto en la iglesia o qué. Después del maldito e interminable sermón a cargo del cura mexicano, Gruzsa se suma a la cola que desfila ante el ataúd y le presenta sus respetos al muerto.
Da el pésame a la llorosa madre de Jorge, a un par de tías sollozantes, a dos o tres primas, y entonces el hermano de su compañero le pide que hablen fuera, cosa que Gruzsa estaba esperando.
El hermano de Jorge es un tipo serio. Un antiguo
cholo
de ETA de los días en que las bandas mexicanas se defendían en lugar de exterminarse mutuamente. Luis Escobar no ha llorado. Los ojos secos como una piedra, tío, pero negros de ira. Luis ha pasado largas temporadas en el trullo, por asesinato y agresión con agravantes, y allí era un líder de ETA. Gruzsa lo sabe. Esos ojos negros han contemplado a los Panteras, a la Hermandad Aria y a la mafia, y ahora está al frente de la vieja red. Además lleva traje, observa Gruzsa. Un traje de verdad, no un disfraz de payaso pandillero.
Hay que respetar a Luis Escobar, y él no piensa ofenderlo.
—¿Cómo pasó? —pregunta Luis.
Gruzsa se encoge de hombros.
—A Jorge se la jugaron.
—¿Quién?
—Un informador con el que trabajaba.
—¿Cómo se llama?
Gruzsa alza la vista y sacude la cabeza con tristeza.
—Bobby Z, Luis.
—¿Bobby Z mató a mi hermano? Bobby Z no es un asesino.
—No sé si apretó el gatillo —contesta Gruzsa—. Puede que le ordenara hacerlo a uno de los hombres de Huertero.
—¿Por qué?
—A causa de alguna rencilla, supongo. Ya conocías a Jorge. A veces, podía ser brusco. Podía cabrear a la gente. Sea como sea, no te preocupes. Vamos a encontrarlo. La agencia está removiendo cielo y tierra para dar con Bobby Z y entonces lo llevaremos...
—Vosotros no lo encontraréis —dice Luis con calma. No es una queja, sino una constatación—. Nosotros lo encontraremos.
Eso supone Gruzsa. Casi todo el mundo cree que California forma más o menos parte de Estados Unidos, pero si ves lo que Tad Gruzsa ve, sabes que en realidad pertenece a México. Los frijoleros son casi invisibles, pero lo ven todo, lo oyen todo, y no dicen nada, salvo entre sí.
Puede que Luis Escobar tenga un ejército, unos cuantos soldados que buscarán febrilmente, pero lo importante es que cuenta con todo un puto país que le informará de lo que vea.
En realidad, tú no ves a mexicanos en California, medita Gruzsa mientras contempla la figura impasible de Luis Escobar, pero ellos sí te ven a ti.
Buena suerte, Tim Kearney.
—Bueno, Luis, debo advertirte que no debes tomarte la justicia...
—¿Me perseguirías?
Gruzsa finge pensarlo unos segundos antes de contestar.
—No, Luis. Haz lo que debas. Jorge era amigo mío.
—Uña y carne.
—Sangre de mi sangre, Luis.
Sangre de mi sangre, y una mierda.
Una polla como una olla.
One Way se remueve bajo el banco del parque y asoma los ojos por debajo de la capucha del poncho. Las nubes que cubren el mar son rosadas y la playa está desierta.
Olfatea el aire, pasea la vista a su alrededor y vuelve a olfatear el aire. Entonces sale de debajo del banco, estira sus rodillas frías y entumecidas y contempla el mar.
Algo ha cambiado.
Vuelve a oler el aire, se rasca la descuidada barba y se pasa los dedos por el pelo largo y sucio. Da la espalda al mar y mira hacia el este, donde el sol está empezando a alcanzar la cima de las colinas de Laguna. Huele el aire procedente del este.
Vuelve a contemplar el mar.
Entonces pega un bote.
—¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! —grita.
Corre hacia el mar, se mete hasta los tobillos en la marea baja y empieza a salpicarse con el agua helada.
—¡Ha vuelto! —chilla—. ¡Ha vuelto! ¡Bobby Z ha regresado!
Esto se prolonga lo suficiente como para atraer la atención de la policía de Laguna, tan contentos de que One Way se esté lavando que lo dejan continuar un rato antes de llevárselo.
A One Way le da igual. Empapado de agua de mar, envuelto en una manta, se sienta esposado en la parte posterior del coche patrulla y, riendo, anuncia la buena nueva a todo el que quiera oírle.
Bobby Z ha regresado.
—Viene del este —le confía One Way a la enfermera.
Tim encuentra lo que anda buscando una hora después de amanecer. Se ha arriesgado a salir a plena luz porque le ha parecido que contaba con una pista decente, y, sea como sea, da por bueno el peligro con tal de hallar el lugar exacto donde apostarse.
El lugar exacto se encuentra cincuenta metros cañón arriba, en las estribaciones de las colinas. Es una pequeña cueva situada bajo un saliente rocoso, y tiene un bonito pedrusco delante. Tim se asoma por un lado de la roca y mira las llanuras de abajo, y piensa que, si puede ver, puede disparar.
Deja a Kit en la pendiente y comprueba que no haya serpientes en el agujero antes de llamarlo. Lo acomoda, le dice que no tenga miedo, que volverá enseguida, después rompe una rama de fustete y se pasa media hora borrando sus huellas y creando un rastro más profundo en el cañón que lleva a la cueva desde arriba.
Para conceder a los chicos la oportunidad de pasar de largo, y, en última instancia, siempre es preferible dispararle a un enemigo por la espalda, si puedes.
Cuando vuelve a la cueva, Kit le dice que está cansado de jugar a los marines.
—¿Qué te parece a Batman y Robin? —pregunta Tim.
El niño lo desecha con un fruncimiento de ceño educado.
—¿Y a los X-Men? —propone.
A Tim no le disgusta del todo, porque en Arabia Saudí mató cantidad de tiempo leyendo cómics de los X-Men, mientras esperaba a que los A-10 convirtieran en fosfatina a los iraquíes.
—¿Te gustan los X-Men?
Kit asiente y pregunta:
—¿Quién quieres ser?
—Lobezno —dice Tim—. A menos que lo quieras tú.
—Puedes ser Lobezno. ¿Qué te parece si yo soy Cíclope?
—Vale.
—Vale.
Un minuto después, Tim pregunta: