Muerte y vida de Bobby Z (6 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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—¿Ni salir?

Su sonrisa le pone a Tim la piel de gallina.

—Ni salir.

—Y convenientemente cerca de la frontera mexicana —dice Tim.

—Una frontera es un estado mental.

Lo deja que reflexione sobre eso durante un momento y luego añade:

—Así que, bienvenido al Hotel California.

8

Salen fuera, donde el sol ha pintado el mundo de blanco.

El sol es tan fuerte que quema los ojos. Tim se pone las gafas de sol y a través de los filtros azules ve que han montado una fiesta en la piscina. En contraste con los tonos pastel del desierto desdibujados por el mediodía, los invitados son colores primarios brillantes, rectángulos azules, rojos y amarillos alrededor del azul turquesa brillante de la piscina.

Gente guapa en diferentes ángulos de reposo.

Hasta los que están de pie parece que estén descansando, piensa Tim. Los brazos doblados perezosamente para llevarse la bebida a los labios, las caderas vueltas, las rodillas flexionadas, preparados para trasladarse a la siguiente conversación, los ojos que exploran con parsimonia a los congregados en busca de algo más interesante o placentero.

Tim los odia al instante.

Tienen aspecto (y lo son, supone) de ricos. Casi todos los hombres son altos y delgados, y parecen fuertes a base de machacarse con máquinas en gimnasios con aire acondicionado. Su bronceado es tipo mantequilla de cacao (nada de moreno de camionero o de peón, ese color delimitado por la camiseta), su bronceado es el que se consigue en piscinas y barcos. Exhiben cortes de pelo a la moda, largo con coleta, los lados afeitados con coleta, o los lados afeitados sin coleta. Algunas perillas. Un par con barba de dos días cuidadosamente afeitada.

Las mujeres son el sueño erótico de cualquier preso. Casi todas rubias, con grandes sombreros de paja sobre peinados de doscientos pavos de José Ebert. Grandes joyas: cadenas, pendientes, pulseras sobre bañadores caros, en general biquinis negros. O sin sujetador y con pareo, cuentas de sudor entre pechos bronceados.

Hombres o mujeres, todos se vuelven a mirar a Tim cuando entra en la zona de la piscina con Brian. Al principio, eso lo sobresalta. Mierda, lo asusta que lo miren, pero entonces se da cuenta de que ya no es el perdedor Tim Kearney de Desert Hot Springs, sino el megaguay Bobby Z de Laguna, y que ya no ha de recoger su basura. De hecho, no ha de hacer nada.

Eso es lo guay de California, piensa: no hacer nada, pero tener buen aspecto.

Deja que la leyenda haga su trabajo.

Así que se para y deja que echen un buen vistazo a la leyenda. Protegido por las gafas de sol sostiene sus miradas, un perezoso par de perezosos ojos de rico cada vez.

Y por primera vez en su vida ve... ¿qué?

No miedo, exactamente. Tampoco exactamente respeto. ¿Qué es?, se pregunta Tim mientras observa los cuidados rostros que lo miran. Inferioridad, se da cuenta. Creen que es mejor que ellos.

Salvo ella. De pie al final de la piscina, con la mano sobre la cadera adelantada. Lo mira a los ojos y le dedica aquella sonrisa burlona de complicidad una vez más. Él se toma su tiempo en devolverle la mirada. En recorrerla de arriba abajo. Una falda de gasa envuelve ahora sus largas piernas, una blusa de hilo desabotonada cuelga sobre el sujetador de su biquini negro. Le gusta que se haya tapado, sus pechos no son como los de cualquier desplegable de
Playboy
. Lleva el pelo todavía recogido, el cuello largo y adorable. Pero es esa sonrisa, tío, lo que pone a Tim.

Nota que sus propios labios se tuercen en una sonrisa.

Ella ríe y se da media vuelta.

El embrujo se rompe. Casi todos los invitados cambian de pareja o se acercan al camarero mexicano para pedirle una bebida fresca. A través de la multitud que se dispersa, Tim sigue con la mirada clavada en ella, que se agacha para hablar con un niño que está poniendo en el agua un barco de juguete.

El crío parece fuera de lugar, piensa Tim. Está fuera de lugar. ¿En qué coño están pensando sus padres?, se pregunta. El olor a marihuana impregna el aire caliente. Droga y mujeres semidesnudas y dejan que el niño corretee por allí. Confía en que no sea ella la madre.

El niño no se le parece. Para empezar, es rubio. Lleva el pelo largo pero rapado en la nuca como el hijo de cualquier colgado u holgazán de playa. Ojos azules (es difícil precisarlo con las gafas de sol), y los de ella son, ¿qué, verdes?

No es su hijo, piensa Tim. Si lo fuera lo habría sacado de allí, lo habría llevado a casa, porque tiene clase. Pasea la vista alrededor en busca de los padres, pero no da la impresión de que haya un par de adultos vigilando al niño. Hay otra joven, parece sudamericana, que sí lo vigila. Mira una revista y vigila al niño, y Tim tiene ganas de preguntarle a qué cojones está esperando.

Las putas piscinas son peligrosas para los niños, piensa Tim. Peligrosas para él también, porque ni siquiera con los marines aprendió a nadar. Un tipo lo sustituyó en la prueba. Pero cerca de una piscina hay que vigilar a un niño, no estar mirando una revista, leyendo sobre cómo mejorar tu vida sexual en diez minutos.

Pero no es mi hijo, piensa, y no es asunto mío.

El niño empuja el barco a la piscina, retrocede y señala una caja negra con una antena.

Tiene un barco con mando a distancia, piensa Tim, de modo que el niño tiene pasta. Una niñera, un barco con control remoto, y una amiga: ella, porque está claro que el crío se lo está enseñando.

No te culpo, chaval, piensa Tim. Puedes elegir.

Brian está conduciendo a los invitados hasta una gran carpa abierta, donde algunos mexicanos sudan bajo chaquetas blancas detrás de enormes bandejas de
carne asada
y ollas de
chile verde
. Tim percibe el olor húmedo de tortillas de harina recién hechas, lo cual vuelve a despertarle el hambre.

Y a ponerle caliente, piensa. El olor, el sol, carne desnuda, ella.

—Un pequeño
brunch
dominical —le dice Brian—. Le ofreceremos una verdadera fiesta cuando venga Don Huertero. Una barbacoa.

—¿Quién es toda esta gente? —pregunta Tim.

—Amigos míos —contesta él—. Eurobasura en su mayor parte. La mayoría procedentes de la comunidad de importación-exportación. Algunos alemanes que viven en Borrego Springs. Algunos invitados de fin de semana. Algunos huéspedes permanentes.

—¿Quién es el niño?

—¿El niño?

Brian se vuelve a mirar al crío.

—Es el hijo de Olivia —contesta.

—¿Cuál de ellas es Olivia?

—No está aquí. —Brian lanza una risita—. Olivia ha vuelto a la Betty Ford. Por decimoctava vez. Le pidió a Elizabeth que cuidara de Kit, y ella me preguntó si podía traer al crío y a la niñera, de modo que aquí estamos todos, una gran y extensa familia feliz disfuncional,
chez
Cervier.

Elizabeth, piensa Tim.

—Un chico guapo —dice.

—¿Verdad que sí?

A Brian prácticamente se le cae la baba, piensa Tim.

—¿El crío tiene padre?

Brian se encoge de hombros.

—En teoría.

Tim se da cuenta de que todo el mundo está esperando que empiece, de manera que se sirve un gran cuenco de chile vegetariano, algunas tortillas, y se sienta. Un camarero le trae un margarita.

Come y bebe, y ve cómo los negreros y traficantes de droga hacen cola para comer.

Algo más: un hombre alto entra a grandes zancadas en la zona de la piscina. Tim le observa. El hombre lleva un viejo sombrero de vaquero, una gruesa camisa de trabajo verde, tejanos caqui y botas de vaquero. Arremangado, con bronceado de vaquero. El hombre se quita las gafas de sol reflectantes y mira a los invitados con sonrisa de suficiencia. Entorna los ojos hasta localizar a Brian, se mete bajo la carpa, se quita el sombrero y habla con él. Sombrero en mano, piensa Tim, de empleado a patrón.

Brian asiente, asiente y vuelve a asentir. Con un ademán le indica al hombre que coma, pero este exhibe su sonrisa de suficiencia, niega con la cabeza y señala el desierto con el sombrero.

Tiene trabajo que hacer, piensa Tim.

Entonces el hombre lo mira por encima del hombro de Brian. Y sonríe con suficiencia. Él no se considera inferior.

Es de edad madura, observa Tim. Rostro curtido por el sol, y ha trabajado toda su vida. Al aire libre. Mira a Tim como si estuviera evaluando a una res de su manada.

No vuelve a ponerse el sombrero hasta que sale de debajo del toldo de la carpa.

Tim piensa lo mismo que pensaría si lo viera en el patio de la cárcel.

Este hombre significa problemas, piensa Tim.

Entonces vuelve a comer. Una regla que se cumple tanto en la trena como en el Cuerpo: cuando hay comida, come. Cuando hay una fiesta, pues de fiesta.

9

Tim contempla la puesta de sol desde un parapeto del muro.

Detrás y debajo de él, la fiesta de la piscina está llegando a su fin. Al otro lado del muro, las montañas cambian del siena al chocolate mientras la luz se desvanece.

Está interesado en ver el ocaso, porque quiere saber dónde está el oeste. Algo que recuerda de toda aquella mierda de los marines para orientarse. De modo que ve ocultarse el sol tras las montañas más cercanas y calcula que se encuentra en el extremo sur de Borrego, cerca de la frontera mexicana. Entre el rancho de Cervier y esas montañas hay una larga extensión de desierto.

También ve que el fuerte de
Beau Geste
es un fuerte de mentirijillas metido en uno de verdad, un pequeño recinto rodeado de otro mucho más grande. El círculo mayor está bordeado de gruesas filas de tamariscos. Distingue la alta valla de alambre de espino entre los árboles. Latas de refrescos, probablemente llenas de guijarros, supone, cuelgan de los alambres inferiores. La parte superior de la valla está cubierta de alambre doble con un solo filamento electrificado. En un bosquecillo de tamariscos más espeso hay una verja de alambre de espino que da a una carretera de tierra.

Lejos de los árboles, en los matorrales del desierto, hay rollos de alambre de espino en el suelo, como serpientes. Y probablemente sensores de movimiento y sonido, piensa Tim.

A Brian le gusta su privacidad.

Aunque no es que tenga poca gente alrededor. En el recinto exterior Tim distingue a varios guardias armados, al menos cinco edificios anexos con pinta de albergar obreros, garajes y talleres. Ve varios todoterreno de tres ruedas y una pequeña flota de motos de trial. El Humvee, y es posible que haya más de uno, está en un garaje, donde un empleado está comprobando el aceite. Hay incluso un aeroplano ultraligero, en el que uno de los alemanes llegó desde Borrego.

También hay una cuadra con caballos y toda la mierda correspondiente.

Lejos, hacia el extremo sur del recinto grande, y Tim ha de forzar la vista para verlos, hay cinco rectángulos de maleza descolorida que parecen pistas de tenis invadidas de malas hierbas. Pero no cree que lo sean. No sabe qué coño son.

Baja y se reincorpora a la fiesta, que ahora se ha trasladado alrededor del jacuzzi.

Brian está abrazado a un guapo chico de Milán. Dos alemanes larguiruchos están hundidos hasta los hombros en el agua caliente y remolineante. Otro tipo de la Luftwaffe, un gigantesco y fornido ario, está ocupado seduciendo a una morena menuda cuyos firmes pechos asoman a través de un poncho transparente. Al menos, las mujeres que quedan están vestidas, comprueba Tim, mientras la temperatura desciende en la noche del desierto. Y ella está bebiendo una copa de vino tinto, reclinada en una tumbona, observando.

El niño (¿cómo se llama?, se pregunta Tim) está jugando con el barco otra vez, haciendo que dé vueltas en la piscina en una especie de carrera imaginaria. Contra nadie. Un niño solitario, sin otros chicos con los que jugar, y a nadie parece importarle.

La niñera está fumándose un canuto.

Tim acerca una silla y se sienta.

Brian da una calada a su porro.

—Tu material, Z —dice.

Tim se persigna y dice:

—«Porque donde estén dos o tres reunidos en mi nombre...».

Ríen, y Brian le ofrece el porro. Él lo rechaza con un ademán y Brian se lo pone en la boca a su guapo chico, que le da una profunda calada. Y el niño está viendo toda esta mierda, piensa Tim.

El alemán grandote (Tim lo ha bautizado como Hans, aunque no sabe su nombre) le dice a la dama descarada:

—¿Sabes qué me gustaría hacerte?

Lo dice en voz alta a propósito, comprende Tim, para que todo el mundo se pare a escuchar. Y todo el mundo lo hace. Ella ha enrojecido hasta la raíz de los cabellos. Sus ojos se iluminan.

—¿Qué te gustaría hacerme? —pregunta.

Tim ve que el niño se vuelve para mirar.

—Me gustaría azotar tu lindo culito... —empieza Hans.

—¿Por qué no os calláis? —le suelta Tim.

Hans ha bebido tanto que olvida quién le habla, y dirige a Tim una mirada de suficiencia de clase alta, para luego volverse hacia la dama.

—... comerte hasta que chilles... —continúa con acento de película de serie B.

—Cierra el pico, Willy —dice Elizabeth.

—... follarte, y después correrme sobre tus tetas.

Todos ríen, excepto el niño, Elizabeth y Tim.

Tim no ríe.

Lo que hace es levantarse de un salto y abofetear a Willy. La bofetada hace caer al alemán de la silla. De rodillas, mira a Tim con estupor. Entonces este lo agarra del cuello de la camisa, lo arrastra hasta la piscina y le hunde la cabeza en el agua.

Y la mantiene así.

Aun cuando piensa que es el mismo tipo de mal carácter que le valió la expulsión del Cuerpo. Y aunque sabe que es un defecto, lo único que siente es esa rabia roja mientras sujeta la cabeza de Willy bajo la bonita agua azul.

Nadie se mueve. Ni Brian ni su chico, ni la mujer que hace un momento bebía los vientos por el alemán. Se limitan a mirar cómo lo está ahogando.

Con amigos como estos..., piensa Tim.

Entonces Elizabeth se levanta de la tumbona, se acerca a Tim y le da una palmadita en el hombro.

—Bobby —dice en voz baja, y vuelve a sonreír—. Se le está poniendo un color muy curioso.

Tim alza a Willy, que se queda tumbado de espaldas, jadeando como una trucha.

—No deberías hablar así delante de un niño —lo reprende Tim.

Después, para parecerse más a Bobby Z, añade:

—No mola.

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