Y
Muerte y vida de Bobby Z
ya anticipa, también, las sombras de lo que será la indiscutible ópera magna de Don Winslow hasta la fecha:
El poder del perro
(2005)
[2]
. Aquí ya están los agentes de la DEA que no saben para dónde disparar, las cejas enarcadas de traficantes latinos, las mujeres calientes (alguien apuntó y disparó, con perversa malicia, que las escenas sexuales de
Muerte y vida de Bobby Z
evocan los ardores horizontales de las páginas de cartas de lectores de
Penthouse
), los enfrentamientos entre machos alfa, ese país radiactivo al sur del Río Grande tan absolutamente maléfico como el Mordor de
El señor de los anillos
, y la sed de venganza, que siempre se sirve fría y nunca se quita del todo.
Pero si en
El poder del perro
la referencia automática es la ambición operística, histórica, histérica y casi
gore
y el fraseo de ametralladora de James Ellroy; lo que prima en
Muerte y vida de Bobby Z
es la composición de caracteres, el ritmo relajado y tenso al mismo tiempo que sólo regala la mejor marihuana, la coreografía perfecta de quienes entran y salen (a veces abriéndose camino a balazos) y el sincopado y humorístico sentido del diálogo de Elmore Leonard y Carl Hiassen
[3]
. Este último —refiriéndose a
Muerte y vida de Bobby Z
— la definió como «eso que ocurre cuando te expulsan del Hotel California». Michael Connelly dijo que leerla fue «recordar lo que sentí cuando tropecé con ese secreto que era Elmore Leonard». Y Robert B. Parker —aquel a quien Winslow diseccionaba mientras esperaba dentro de su auto— concluyó que «la historia de Bobby Z canta en cada una de sus páginas».
Y ninguno de ellos miente al referirse a esta novela donde todos engañan y la única ley vigente es la Ley de Murphy.
SEIS
Ah, me olvidaba: Don Winslow alguna vez escribió una novela titulada
A Winter Spy
bajo el alias de McDonald Lloyd
[4]
. Y —esto a Don Winslow no le causa la menor gracia— hay por ahí otro escritor que no es él, pero que se llama Don Winslow, dedicado exclusivamente a la literatura erótica.
«No deja de ser un problema. Porque la gente me busca en internet y sale
ese otro
Don Winslow y cada vez que salgo en un
tour
de presentación de mis libros me veo obligado a aclarar en las invitaciones que yo no soy él y que no he escrito nada titulado
Esclavas de Roma
», suspira el creador de Tim/Bobby, esclavo de la DEA.
El que a hierro escribe, a hierro vive: es doblemente peligroso meterse con los dobles.
Lo que nos lleva, de vuelta, a lo del principio y al principio de esta novela que —antes de alcanzar ese final dorado en altamar— en tierra firme y de máxima seguridad, ya en su primera línea, difícil soltarla después de haberla leído, nos anuncia y nos invita a que nos enteremos de cómo fue que Tim Kearney se convirtió en el legendario Bobby Z.
Para Jimmy Vines,
el agente que hace todo lo que dice que hará
Así es como Tim Kearney consigue convertirse en el legendario Bobby Z.
Tim Kearney logra convertirse en Bobby Z afilando una placa de matrícula hasta dotarla del filo de una navaja y rajando con ella la garganta de un enorme Ángel del Infierno llamado Stinkdog, matándolo al instante y haciendo que un agente de la DEA llamado Ted Gruzsa se lleve una alegría al instante.
—Así será mucho más fácil convencerlo —dice Gruzsa cuando se entera, en referencia a Kearney, por supuesto, ya que, a esas alturas, ya no es posible convencer de nada a Stinkdog.
Gruzsa tiene razón. La acusación de asesinato no solo convierte a Kearney en triple reincidente, sino que matar a un Ángel del Infierno lo convierte además en hombre muerto en cualquier patio de prisión de California, así que «perpetua sin posibilidad de libertad condicional» supone en realidad «perpetua sin posibilidad de perpetuarse», en cuanto Tim vuelva a formar parte de la población carcelaria.
No es que Tim quisiera matar a Stinkdog. No quería. Pero Stinkdog lo abordó en el patio y le dijo que se uniera a la Hermandad Aria «o si no, verás», y Tim contestó «pues verás», y entonces fue cuando comprendió que lo mejor era afilar aquella placa de matrícula hasta dotarla de un filo quirúrgico.
El Departamento de Prisiones de California no está precisamente entusiasmado, si bien algunos de sus funcionarios admiten tener sentimientos encontrados en lo referente al fallecimiento de Stinkdog. Lo que les cabrea es que Tim utilizara su presunta herramienta de rehabilitación (fabricar placas de matrícula es un trabajo honrado) para cometer un asesinato con premeditación en la prisión de San Quintín.
—No fue asesinato —le dice Tim a su abogado de oficio—. Fue en defensa propia.
—Te acercaste a él en el patio, con una placa de matrícula afilada oculta en la sudadera, y le rebanaste el pescuezo —le recuerda el letrado—. Fue planeado.
—Con sumo cuidado —admite Tim.
Stinkdog le sacaba unos veinticinco centímetros y sesenta kilos. Cuando estaba vivo al menos, porque muerto en una camilla era muchísimo más bajo que él. Y mucho más lento.
—Eso lo convierte en asesinato —dice el abogado.
—Defensa propia —insiste Tim.
No espera que el joven abogado o el sistema judicial capten la sutil diferencia entre un ataque preventivo y un asesinato premeditado. Pero Stinkdog le había planteado una disyuntiva: unirse a la Hermandad Aria o morir. Tim no deseaba ninguna de esas dos cosas, así que su única opción era llevar a cabo un ataque preventivo.
—Los israelíes lo hacen todo el rato —le explica Tim al abogado.
—Son un país —contesta el abogado—. Tú eres un delincuente profesional.
Muy profesional no es: tres condenas juveniles por robo con escalo, una corta estancia en el Tutelar de Menores de California, una temporada en los marines sugerida por el tribunal, finalizada con licenciamiento deshonroso, un robo que termina en Chino, y después la movida que el anterior abogado de oficio de Tim calificó como «la rehostia».
—Esto es la rehostia —dijo el anterior abogado de Tim—. Quiero asegurarme de que lo he entendido bien, porque no quiero dejarme ni un detalle cuando le saque partido a esta historia durante los próximos tres años. Tu colega te recoge en Chino y, camino de casa, asaltáis un Gas n’Grub.
Mi colega, pensó Tim. El capullo de Wayne LaPerriere.
—Fue él quien asaltó el Gas n'Grub —contestó—. A mí me dijo que esperara en el coche mientras entraba a comprar cigarrillos.
—Dijo que tú llevabas la pistola.
—Él llevaba la pistola.
—Sí, pero llegó a un acuerdo con la fiscalía antes que tú —replicó el abogado—, así que, a efectos prácticos, tú llevabas la pistola.
El juicio fue un chiste. Un cachondeo. Sobre todo cuando prestó declaración el dependiente nocturno paquistaní.
—¿Qué le dijo el acusado cuando sacó la pistola? —le preguntó el fiscal del distrito.
—¿Exactamente?
—Exactamente.
—¿Con las palabras exactas?
—Por favor.
—Dijo: «No muevas ni un pelo, esto es una cagada».
El jurado rió, el juez rió, hasta Tim tuvo que admitir que era muy divertido. Fue tan cómico que le valió a Tim entre ocho y doce años en San Quintín, con Stinkdog de vecino. Y una condena por asesinato.
—¿No puedes negociar una reducción de condena? —le pregunta a este abogado de oficio—. ¿Tal vez un tercer grado?
—Tim, aunque pudiera reducir los cargos a los de mearte en una cabina telefónica, todavía te enfrentarías a una sentencia a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional —contesta el abogado—. Eres un triple reincidente. Menudo carrerón.
El objetivo de toda una vida cumplido, piensa Tim. Y solo tengo veintisiete años.
Ahí es donde entra Tad Gruzsa.
Un día Tim está leyendo un cómic de Lobezno cuando los guardias lo sacan de la celda donde lo tienen incomunicado, lo meten en una furgoneta negra con los cristales tintados, lo llevan a un garaje subterráneo, y después lo suben en ascensor hasta una habitación sin ventanas, donde lo esposan a una silla de plástico barata.
Una silla azul.
Tim lleva ahí sentado una media hora cuando entra un hombre achaparrado y musculoso con cabeza alargada, seguido de un hispano alto y delgado con la cara picada.
Al principio Tim cree que el hombre achaparrado es calvo, pero en realidad lleva el pelo cortado al cero. Tiene unos gélidos ojos azules, viste un traje azul de mala calidad y sonríe con aire de suficiencia; mira a Tim como si fuera basura y después le dice al otro:
—Creo que es este.
—El parecido es innegable —admite el frijolero.
Dicho esto, el tipo achaparrado se sienta al lado de Tim. Sonríe, después levanta una enorme mano cerrada y lo golpea con fuerza en la oreja. El dolor es increíble y Tim casi se cae, pero consigue mantener el culo pegado a la silla. Lo cual es una pequeña victoria, aunque sabe que una pequeña victoria es lo máximo que va a obtener.
—Llevas un buen carrerón —dice Tad Gruzsa cuando Tim vuelve a incorporarse en la silla.
—Gracias.
—Y también eres un cabrón muerto en cuanto vuelvas al patio —añade Gruzsa—. ¿No es un cabrón muerto, Jorge?
—Es un cabrón muerto —corea Jorge Escobar con una sonrisa.
—Soy un cabrón muerto —sonríe Tim.
—Vale, todos estamos de acuerdo en que eres un cabrón muerto —dice Gruzsa—. Ahora la pregunta es: ¿qué vas a hacer al respecto, si es que piensas hacer algo?
—No voy a chivarme de nadie —contesta Tim.
A menos que sea de LaPerriere; solo tenéis que decirme dónde firmar.
—Mataste a un tipo, Kearney —prosigue Gruzsa.
Tim se encoge de hombros. Mató a un montón de tipos en el Golfo y a nadie pareció importarle demasiado.
—No queremos que te chives de nadie —explica Gruzsa—. Sólo queremos que seas alguien.
—Mi madre también —dice Tim.
Esta vez Gruzsa le pega con la mano izquierda.
Para demostrar que es versátil, piensa Tim.
—Solo una temporada —dice Escobar—. Después te largas.
—Con viento fresco —añade Gruzsa.
Tim no sabe de qué coño están hablando, pero la parte de «con viento fresco» suena interesante.
—¿De qué estáis hablando? —pregunta.
Gruzsa arroja sobre la mesa una carpeta delgada de papel manila.
Tim la abre y ve la foto de un hombre de cara estrecha, bronceado y guapo, con el largo pelo negro recogido en una coleta.
—Se parece un poco a mí —observa Tim.
—Ya —dice Gruzsa.
Le está vacilando, pero a Tim le da igual. Cuando eres un reincidente triple, la gente te vacila y así es como va la cosa.
—Intenta prestar atención, imbécil —continúa Gruzsa—. Lo que vas a hacer es fingir que eres una determinada persona y después podrás abrirte. Todo el mundo creerá que los Ángeles te hicieron picadillo en el patio. Consigues una nueva identidad y el plan funciona.
—¿Qué «determinada persona»? —pregunta Tim.
Cree ver cómo los ojos de Gruzsa centellean como los de un viejo presidiario al ver carne fresca en el patio.
—Bobby Z —contesta Gruzsa.
—¿Quién es Bobby Z? —pregunta Tim.
—¿Nunca has oído hablar de Bobby Z? —pregunta Escobar.
Le mira boquiabierto, como si no pudiera dar crédito.
—Ya ves, eres tan burro que ni siquiera has oído hablar de Bobby Z —dice Gruzsa.
—Bobby Z es una leyenda —afirma Escobar con orgullo.
Le cuentan la leyenda de Bobby Z.
Robert James Zacharias creció en Laguna Beach, y como casi todos los demás críos de Laguna Beach era muy guay. Tuvo un monopatín, después una tabla de
bodyboard
, después una tabla larga, y cuando estaba en segundo año de instituto en el muy apropiadamente llamado Laguna High, era un surfero consumado y un traficante de drogas más consumado todavía.
Bobby Z era capaz de leer el agua como si fuera un libro abierto. Sabía si las olas llegaban en grupos de tres o cuatro, sabía cuándo iban a alcanzar la cresta, si romperían a la derecha o a la izquierda, las diversas formas que adoptarían,
A-frame, backwash
o tubo, y fue esa intuición la que lo convirtió en un joven y prometedor surfero en el circuito, así como en un empresario de éxito.
Bobby Z ni siquiera se había sacado el carnet de conducir y ya era una leyenda. Parte de la leyenda se debía a que había ido en autoestop a comprar su primera partida grande de marihuana y había regresado también en autoestop, allí plantado en la carretera del Pacífico con el pulgar en alto y dos bolsas de gimnasia Nike llenas de Maui Wowie
[5]
a sus pies.
—Bobby Z es puro hielo —entona One Way, un pirado que vive en la playa pública de Laguna, autoproclamado Homero del Ulises de Bobby.
«One Way» es una abreviatura de «One-Way Trip», viaje sin retorno, y la historia es que One Way se pegó un viaje con seis cuadraditos impregnados en ácido del que nunca más volvió. Desde entonces deambula por las calles de Laguna molestando a los turistas con sus interminables soliloquios tipo monólogo interior sobre la leyenda de Bobby Z.
—Esas flacuchas muñecas rusas podrían patinar sobre Bobby Z —diría One Way en su mejor estilo—. Él es así de frío. Bobby Z es la Antártida, salvo que ningún pingüino se le caga encima. Es prístino. Plácido. Nada preocupa a Bobby Z.
La leyenda continúa afirmando que Bobby Z convirtió los beneficios de aquellas dos bolsas Nike en cuatro bolsas Nike más, después en dieciséis, después en treinta y dos, y para entonces ya le había dado dinero a un lacayo adulto para que le comprara un Mustang del 66 clásico y le paseara por ahí.
Otros chicos están preocupados por la universidad a la que irán mientras Z piensa que le den por culo a la universidad, porque ya está ganando más que si hubiese hecho un máster en gestión de empresas, y acaba de empezar cuando Washington declara la guerra contra las drogas, lo cual supone una gran ventaja para él, porque eso no solo mantiene los precios al alza, sino que mete en la cárcel a esa pandilla de semiprofesionales incompetentes que de no ser así le harían la competencia.
Y a Z se le ocurre pronto, incluso antes de saltarse su ceremonia de graduación, que le den por culo al por menor. Ser minorista es como apoyarte en tu coche y repartir la pasta. Lo realmente bueno es el por mayor: proveer al proveedor que provee al proveedor. Alcanzar ese nivel y convertirte en invisible, organizar el flujo ordenado del producto y del dinero, sin poner jamás tu culo en peligro. El negocio ha de funcionar así, y Z es un genio de la gestión y lo ha comprendido.