Read Muerto hasta el anochecer Online
Authors: Charlaine Harris
Debió de llamarlo de inmediato, porque Sam tardó exactamente treinta minutos en presentarse en casa, con la misma ropa que se había puesto para la charla. Al verlo, mire instintivamente hacia abajo. Recordaba haberme desabrochado la blusa mientras cruzaba la sala de estar, algo en lo que no había vuelto a pensar. Pero ahora estaba otra vez presentable. Caí en la cuenta de que Bill debía de haberse ocupado de ese pequeño detalle. Puede que más adelante me resultara embarazoso, pero en aquel momento sólo sentía gratitud por ello.
Cuando Jason llegó, le conté que la abuela había sido asesinada. Se me quedó mirando como si estuviera ido; era como si le hubieran extirpado la capacidad de procesar nuevos datos. Por último, comprendió y cayó de rodillas allí mismo. Me arrodillé junto a él, y me abrazó. Apoyó la cabeza en mi hombro, y permanecimos así un buen rato. Sólo nos teníamos el uno al otro.
Bill y Sam salieron al patio delantero y se sentaron en las sillas del jardín para no interferir en la labor policial. Al poco tiempo, un agente nos pidió a Jason y a mí que esperásemos fuera, como mínimo en el porche; así que decidimos sentarnos con ellos. Era una noche templada. Yo me senté de cara a la casa, que tenía todas las luces encendidas como una tarta de cumpleaños. La gente entraba y salía sin cesar. Parecían hormigas atareadas con tan dulce descubrimiento. Toda aquella actividad rodeaba el cadáver de la que había sido mi abuela.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, por fin, Jason.
—Llegamos de la reunión —dije muy despacio—. Entré en casa cuando Sam arrancó la camioneta... Sabía que algo no iba bien. Miré en todas las habitaciones —era la historia de
Cómo encontré a mi abuela muerta
, versión oficial—. Y cuando llegué a la cocina, la vi.
Jason volvió lentamente la cabeza hasta que sus ojos se encontraron con los míos.
—Cuéntamelo.
Sacudí la cabeza en silencio. Pero tenía derecho a saberlo.
—La habían golpeado, pero trató de defenderse, o eso creo. Quienquiera que fuera le hizo algunos cortes... y parece que después la estranguló —no podía ni mirarlo a la cara—. Ha sido culpa mía —mi voz no era más que un débil susurro.
—¿De dónde te sacas eso? —preguntó Jason. No estaba tratando de consolarme. En su voz sólo se adivinaba una terrible falta de agudeza mental.
—Me imagino que alguien vino a hacer conmigo lo mismo que con Dawn y Maudette. Pero era la abuela la que estaba aquí —la idea empezó a tomar forma en el cerebro de mi hermano—. Se suponía que yo iba a estar sola en casa esta noche mientras ella iba a la charla, pero Sam me propuso asistir en el último minuto. Además, mi coche estaba aquí porque hemos ido en su camioneta, y la abuela aparcó el suyo en la parte de atrás, así que desde fuera parecería que yo estaba sola. La abuela iba a llevar a Bill a casa, pero él la estuvo ayudando a descargar el coche y luego se fue andando para cambiarse de ropa. Cuando se fue, quienquiera que fuese... la atacó.
—¿Y cómo sabemos que no ha sido el vampiro? —preguntó Jason, como si Bill no estuviera allí mismo, sentado junto a él.
—¿Y cómo sabemos que no ha sido cualquiera? —repuse, harta de lo corto de entendederas que era mi hermano—. Puede haber sido cualquiera, cualquiera que conozcamos. No creo que haya sido Bill porque estoy segura de que él no mató a Dawn ni a Maudette; y estoy convencida de que quien lo haya hecho, también las mató a ellas.
—¿Sabes —dijo Jason a todo volumen— que la abuela te ha dejado toda la casa a ti sólita?
Fue como si me tiraran un jarro de agua fría a la cara. Sam se estremeció. Los ojos de Bill se oscurecieron y mostraron esa gelidez que ya conocía.
—No. Siempre he supuesto que tú y yo la compartiríamos, como sucedió con la otra —la casa de nuestros padres, en la que Jason vivía ahora.
—Y las tierras también.
—¿Por qué me dices todo esto? —estaba a punto de volver a llorar, justo cuando había pensado que ya no me quedaban lágrimas.
—¡Ha sido injusta! —gritó—. ¡No es justo, y ahora ya no puede arreglarlo!
Comencé a temblar. Bill me hizo levantar de la silla y empezó a caminar de un extremo a otro del jardín conmigo. Sam se sentó frente a Jason y se dispuso a mantener una conversación seria con él; hablaba en voz baja pero su tono era grave.
Bill me había pasado el brazo por los hombros, pero yo no podía dejar de temblar.
—¿Lo habrá dicho en serio? —pregunté, sin esperar respuesta.
—No —dijo Bill. Lo miré, sorprendida—. No es eso. No ha podido defender a tu abuela y no sabe cómo enfrentarse a la idea de que alguien estuviera esperándote escondido y la acabara matando a ella. Así que necesita descargar su ira. Como no puede enfadarse contigo por no haber muerto, está furioso por la herencia. Yo no dejaría que me preocupara.
—La verdad es que me sorprende que tú me estés diciendo esto —le dije con franqueza.
—Oh, he hecho algún curso de Psicología en el horario nocturno —señaló Bill Compton, de profesión, vampiro.
No pude evitar pensar que el cazador siempre estudia a su presa.
—¿Por qué me iba a dejar la abuela todo a mí?
—Puede que lo averigües más adelante —dijo. Me pareció que tenía sentido.
En ese momento, Andy Bellefleur salió de la casa y se quedó inmóvil al borde de los escalones. Contemplaba el firmamento como si buscara alguna pista en él.
—Compton —dijo, de repente.
—No —emití una especie de gruñido. Bill me miró ligeramente sorprendido; todo un derroche de expresividad, viniendo de él—. Lo sabía —dije, furiosa.
—Me estabas protegiendo... —dijo Bill—. Pensaste que la policía sospecharía de mí en la investigación del asesinato de esas dos mujeres. Por eso querías asegurarte de que se hubieran relacionado con otros vampiros. Y ahora crees que el tal Bellefleur va a intentar acusarme de la muerte de tu abuela.
—Sí.
Respiró hondo. Estábamos junto a los árboles que bordeaban el jardín, en la penumbra. Andy vociferó su nombre de nuevo.
—Sookie —me dijo Bill, con dulzura—, estoy tan seguro como tú de que eras la víctima prevista de este ataque... —resultaba chocante escuchárselo a otra persona—. Yo no las maté. Así que si es obra de un mismo asesino, entonces yo no he sido; y él se dará cuenta, por muy Bellefleur que sea.
Comenzamos a andar hacia la luz. No quería que nada de aquello estuviese sucediendo. Deseaba que se apagaran las luces y toda esa gente se esfumara, Bill incluido; que me dejaran a solas con mi abuela, y que ella estuviera tan contenta como la última vez que la había visto.
Era inútil e infantil, pero no podía evitarlo. Estaba tan absorta en mis ensoñaciones que no advertí el peligro que se cernía sobre mí hasta que ya era demasiado tarde.
Mi hermano se plantó delante de mí y me dio un bofetón en la cara.
Fue tan inesperado y tan doloroso que perdí el equilibrio y me tambaleé. Caí sobre una rodilla.
Parecía que Jason iba a asestarme un nuevo golpe cuando, de repente, Bill apareció acuclillado delante de mí. Sus colmillos, completamente desplegados, amenazaban con fiereza. Daba un miedo espantoso. Sam se enfrentó a Jason y lo derribó; quizá hasta le golpease la cabeza contra el suelo, por si las moscas.
Andy Bellefleur asistía atónito a este inusitado despliegue de violencia, pero tras unos instantes se situó entre los dos grupos, sobre el césped. Miró a Bill y tragó saliva. Sin embargo, dijo con voz clara y firme:
—Compton, es suficiente. No va a volver a golpearla.
Bill respiraba a trompicones, inspirando profundamente para calmar sus ansias de sangre. No era capaz de acceder a sus pensamientos, pero podía interpretar su lenguaje corporal.
No podía leer con exactitud la mente de Sam, pero sí percibía su furia.
Jason estaba sollozando, se sentía confuso. El caos y la desolación reinaban en su cabeza.
No le gustábamos ni un pelo a Andy Bellefleur; ninguno de nosotros. Disfrutaba imaginando entre rejas a todas y cada una de las aberraciones de la Madre Naturaleza que, en su opinión, constituíamos.
Me puse en pie con dificultad y me palpé la mejilla, intentando sentir sólo ese dolor, y no la terrible pena que me rompía el corazón.
Me parecía que aquella noche no iba a acabarse nunca.
Fue el funeral más largo jamás celebrado en la parroquia de Renard. Eso es lo que dijo el pastor. Mi abuela recibió sepultura en un resplandeciente día de principios de verano. La enterramos junto a mis padres, en la fosa familiar del viejo cementerio situado entre su casa y la de los Compton.
Jason había estado en lo cierto. Ahora era mi casa. Así como las ocho hectáreas de terreno que la rodeaban y los derechos sobre el subsuelo. El dinero de la abuela, el poco que había, se repartió entre nosotros dos de manera equitativa. Además, la abuela había estipulado que le cediera a Jason la mitad que me correspondía de la casa de nuestros padres, si quería mantener plenos derechos sobre la suya. Eso fue fácil de hacer. No quise recibir nada a cambio, a pesar de las reservas de mi abogado sobre este asunto. Jason se habría puesto como una fiera si le hubiese pedido algún dinero; el hecho de que compartiéramos la propiedad de la casa nunca había pasado de la categoría de vieja fábula en su cerebro. Sin embargo, la decisión de la abuela de dejarme a mí su casa lo había ultrajado. Ella lo había «calado» mucho mejor que yo.
Era afortunada de poseer otros ingresos aparte de mi salario, me esforcé en considerar, para apartar de mi cabeza la sensación de pérdida. De todos modos, mis fondos se iban a ver sensiblemente reducidos al asumir el pago de los impuestos sobre las propiedades y el mantenimiento de la casa, al que mi abuela siempre había contribuido, al menos en parte.
—Me imagino que querrás mudarte —me dijo Maxine Fortenberry mientras limpiaba la cocina. Había traído huevos rellenos y ensalada de jamón. Restregar el suelo de mi casa, pensaría ella, iba a convertirla en el súmmum de la amabilidad.
—No —le contesté, sorprendida.
—Pero cielo, habiendo sucedido justo aquí... —su rostro se contrajo de preocupación.
—Conservo muchos más recuerdos buenos que malos de esta cocina —le expliqué.
—Oh, qué buena forma de enfocarlo —dijo, asombrada—. Sookie, eres bastante más lista de lo que la gente se cree.
—Vaya, gracias, señora Fortenberry —le dije. Si percibió la acritud de mi tono, no se dio por enterada. Quizá fuera lo mejor.
—¿Va a venir tu amigo al funeral? —hacía mucho calor allí. La corpulenta y rolliza Maxine se estaba secando el sudor con un paño de cocina. Las amigas de la abuela, que Dios las bendiga, habían limpiado el lugar exacto en que la había encontrado.
—¿Mi amigo? Ah, ¿Bill? No, no puede —me miró sin comprender—. Va a ser de día, como es de suponer —siguió sin entender nada—. Y él... no puede salir.
—¡Ah, claro! —se dio un golpecito en la sien para indicar que no había caído en la cuenta—. Qué tonta... Entonces, ¿es cierto que el sol lo freiría?
—Bueno, eso dice él.
—¿Sabes? Me alegro de que celebrásemos esa charla en el club... Ha sido muy importante para abrirle un hueco en nuestra comunidad —asentí, abstraída—. Hay mucha preocupación por los asesinatos, Sookie. Por todas partes se oye hablar de vampiros... y de su implicación en todas estas muertes —la miré entrecerrando los ojos—. ¡No te enfades conmigo, Sookie! Bill nos enterneció a todos cuando contó aquellas historias tan fascinantes en la reunión de los Descendientes, así que casi nadie lo cree capaz de haber cometido semejantes atrocidades —me pregunté qué tipo de rumores circularían por el pueblo, y temblé al imaginármelos—, pero ha recibido unas cuantas visitas con bastante mala pinta.
¿Se referiría a Malcolm, Liam y Diane? La verdad es que a mí tampoco me inspiraban mucha confianza, así que reprimí el impulso de salir en su defensa.
—Los vampiros son tan distintos entre sí como lo somos los humanos —señalé.
—Eso mismo es lo que le he dicho a Andy Bellefleur —dijo, asintiendo con vehemencia—. Le dije: «Deberías ocuparte de esos otros, de los que no se esfuerzan por integrarse entre nosotros; no como Bill Compton, que intenta hacer todo lo posible por ser uno más». En el tanatorio me estuvo contando que por fin había conseguido que le terminaran la cocina.
No pude sino quedarme mirándola fijamente. Intenté imaginar para qué querría Bill una cocina. ¿Qué iba a hacer con ella?
Pero no había forma de pensar en otra cosa. Empecé a darme cuenta de que me iba a pasar una temporada llorando cada dos por tres. Y eso es precisamente lo que hice.
Durante el funeral Jason estuvo a mi lado. Parecía que se había repuesto de su ataque de ira contra mí; que había recuperado el juicio. No me hablaba, ni tan siquiera me rozó; por lo menos, tampoco me golpeó. Me sentía muy sola, pero al mirar hacia fuera, a la ladera de la colina, me di cuenta de que todo el pueblo se dolía conmigo. Hileras de coches se extendían hasta donde alcanzaba la vista, centenares de vecinos vestidos de negro se agolpaban en las estrechas calles del cementerio. Allí estaba Sam. Llevaba traje y no parecía él. Y Arlene, acompañada de Rene, se había puesto un elegante vestido de flores. Lafayette se había quedado al fondo, alejado de la muchedumbre. Junto a él estaban Terry Bellefleur y Charlsie Tooten: ¡debían de haber cerrado el bar! Y todos los amigos de mi abuela; todos los que aún podían caminar. El señor Norris lloraba sin consuelo y se enjugaba el llanto con un pañuelo inmaculado. El orondo rostro de Maxine reflejaba un hondo pesar. Mientras el pastor decía lo que correspondía a la ocasión, mientras Jason y yo ocupábamos, solos, los asientos destinados a la familia, sentí que algo dentro de mí se alejaba de aquella escena y volaba hasta perderse en el azul del cielo; y tuve la certeza de que fuera lo que fuera lo que le había sucedido a la abuela, ahora estaba en casa.
El resto del día lo pasé como en una nube, gracias a Dios. No quería tener que recordarlo, ni siquiera quería ser testigo de lo que sucedía. Pero hubo un momento que se me quedó marcado.
En una especie de tregua provisional, Jason y yo nos apostamos junto a la mesa del comedor de casa de la abuela para recibir el pésame. Fuimos saludando a los asistentes, la mayoría de los cuales se esforzaban en no mirar el moratón que tenía en la cara.
Lo sobrellevamos como pudimos. Jason, pensando que después se iría a casa, se tomaría un buen «copazo» y no me vería en algún tiempo; y luego las aguas volverían a su cauce y todo sería como antes. Yo, pensando casi exactamente lo mismo. Salvo por lo de la copa.