Read Muerto y enterrado Online
Authors: Charlaine Harris
—Echaré un vistazo por ahí. He estado ocupado, y por eso no te he visitado antes. Hay problemas. —Comprobé que su expresión se tornaba más seria incluso que de costumbre.
Oh, mierda, más problemas.
—Pero no tienes que preocuparte —añadió regiamente—. Me ocuparé de ello.
¿He dicho ya que Niall es un poco orgulloso? Pero no podía evitar preocuparme. En un momento tendría que servirle a alguien una bebida, y quería asegurarme de comprender lo que quería decir. Niall no se dejaba caer muy a menudo, y cuando lo hacía rara vez era para perder el tiempo. Puede que no tuviera otra oportunidad de hablar con él.
—¿Qué está pasando, Niall? —pregunté sin rodeos.
—Quiero que te cuides especialmente. Si ves más hadas, aparte de mí, Claude o Claudine, llámame enseguida.
—¿Por qué deberían preocuparme las hadas? —inquirí—. ¿Por qué iban a querer hacerme daño?
—Porque eres mi bisnieta. —Se levantó y supe que no recibiría más explicaciones.
Niall volvió a abrazarme y a besarme (las hadas son así de dulzonas) y abandonó el bar, bastón en mano. Mientras me disponía a seguirle, me pregunté si tendría una hoja afilada en la punta. O puede que fuese una varita mágica extra larga. O ambas cosas. Ojalá hubiésemos podido hablar más, o al menos me hubiese especificado más la advertencia.
—Señorita Stackhouse —pidió una amable voz de hombre—, ¿podría traernos otra jarra de cerveza y otra cesta de pepinillos?
Me volví hacia el agente especial Lattesta.
—Claro, será un placer —dije, con mi sonrisa automática.
—Era un hombre muy guapo —señaló Sara Weiss. Empezaba a notar los efectos de las dos jarras de cerveza que ya se había tomado—. Parecía diferente. ¿Es europeo?
—Sí que parece extranjero —convine, llevándome la jarra vacía para traerles otra llena, sin dejar de sonreír en ningún momento. Entonces, Catfish, el jefe de mi hermano, tiró un ron con cola con el codo y tuve que llamar a D’Eriq para que viniera con una fregona para limpiar el suelo y una bayeta para la mesa.
Después, dos idiotas con los que había ido al instituto se metieron en una pelea para decidir quién tenía el mejor perro de caza. Sam tuvo que separarlos. No tardaron en tranquilizarse, ahora que sabían lo que Sam era, lo que resultó ser un inesperado beneficio.
Gran parte de las conversaciones en el bar aquella noche trataron sobre la muerte de Crystal, como era de esperar. El hecho de que fuese una mujer pantera se había filtrado en el subconsciente del pueblo. La mitad de los parroquianos pensaba que la había matado alguien que odiaba a los recién revelados seres sobrenaturales. La otra mitad no estaba tan segura de que la hubieran matado por ser una mujer pantera. Eran los mismos que pensaban que su promiscuidad era razón más que suficiente. La mayoría de ellos daban por hecha la culpabilidad de Jason. Algunos se compadecían de él. Otros conocían a Crystal o a su reputación, y creían que las acciones de Jason eran justificables. La mayoría de ellos pensaban en Crystal desde el punto de vista de la culpabilidad o la inocencia de Jason. Encontré muy triste que la mayoría de la gente sólo la recordara por la forma en la que había muerto.
Tenía que ver a Jason o llamarlo, pero no me salía del alma. Su comportamiento durante los últimos meses había matado algo en mi interior. A pesar de que fuese mi hermano, y lo quisiera, y hubiera dado muestras de haber madurado, sentía que ya no tenía por qué apoyarle en todas las pruebas que le ponía la vida por delante. Deduje que aquello me convertía en una mala cristiana. A pesar de saber que no era una persona profundamente teológica, me pregunté si los momentos críticos de mi vida de un tiempo a esta parte no se reducían siempre a dos opciones: ser una mala cristiana o morir.
Siempre acababa escogiendo la vida.
¿Hacía lo correcto? ¿Existía otro punto de vista que pudiese arrojar más luz en mi camino? No se me ocurría a quién preguntar. Traté de imaginarme la cara de un ministro metodista si le preguntaba: «¿Sería mejor apuñalar a alguien para seguir de una pieza o dejar que te matase? ¿Sería mejor romper un juramento hecho ante Dios, o negarse a romper la mano de un amigo en mil pedazos?». Ésas eran las encrucijadas a las que me había enfrentado. Puede que estuviese en deuda con Dios, o que me estuviese protegiendo como Él quería que lo hiciese. No tenía ni idea, y era incapaz de ahondar lo suficiente en mis pensamientos para alcanzar la verdad absoluta a todas mis preguntas.
¿Se reiría la gente a la que estaba sirviendo si supiera lo que estaba pensando? ¿Les haría gracia la ansiedad que me producía el estado de mi alma? Muchos de ellos probablemente me dirían que la mayoría de las situaciones están cubiertas por la Biblia, y que si dedicase más tiempo a leer el Libro, hallaría todas las respuestas.
Hasta el momento, eso no me había servido de gran cosa, pero no tenía ninguna intención de rendirme. Abandoné la espiral de mis pensamientos y me dediqué a escuchar a los que me rodeaban para dar un descanso a mi propio cerebro.
Sara Weiss pensaba que parecía una joven muy simple, y decidió que era extremadamente afortunada por haber recibido un don, tal como ella lo veía. Creía todo lo que Lattesta le había dicho que ocurrió en el Pyramid, ya que debajo de su práctica perspectiva de la vida había toda una vena mística. Lattesta también estaba prácticamente convencido de que yo era una parapsicóloga; había escuchado los relatos de los primeros equipos de auxilio de Rhodes con gran interés, y ahora que me había conocido pensaba que decían la verdad. Quería saber lo que era capaz de hacer por el país y su carrera. Se preguntaba si obtendría una promoción si conseguía que confiase en él lo suficiente como para convertirse en mi manipulador durante todo el tiempo que ayudase al FBI. Si conseguía captar a mi cómplice masculino también, su trayectoria hacia la cima estaría asegurada. Acabaría en un despacho de la sede del FBI en Washington. Lo tendría todo de cara.
Pensé en pedirle a Amelia que lanzase un conjuro sobre los agentes del FBI, pero eso era como hacer trampas. No eran seres sobrenaturales. No hacían más que seguir órdenes. No albergaban mala intención alguna; de hecho, Lattesta creía que me estaba haciendo un favor si conseguía sacarme de este rincón de provincias y me llevaba al mundo real, o al menos hasta un puesto de respeto en el FBI.
Como si a mí me importase nada de eso.
Mientras seguía con mis tareas, sonriendo y charlando con los clientes habituales, traté de imaginar cómo sería dejar Bon Temps con Lattesta. Habrían ideado algún tipo de test para comprobar mi fiabilidad. Al final, averiguarían que no soy parapsicóloga, sino telépata. Cuando descubrieran cuáles eran los límites de mi talento, me llevarían a lugares donde habrían ocurrido cosas horribles para encontrar supervivientes. Me meterían en habitaciones con agentes de Inteligencia de otros países o con americanos sospechosos de hechos terribles. Tendría que decir al FBI si esa gente era o no culpable de cualquier crimen que la agencia imaginase que habían cometido. Puede que tuviese que acercarme a asesinos en serie. Imaginé lo que vería en la mente de gente así y sentí náuseas.
Pero ¿no resultaría la información recabada de gran utilidad para la sociedad? Puede que supiese de planes criminales con antelación suficiente como para prevenir muertes.
Agité la cabeza. Mi mente empezaba a vagar demasiado lejos. Todo eso podía llegar a pasar. Sí, un asesino en serie eventualmente podría llegar a pensar dónde había enterrado a sus víctimas justo en el momento en el que yo estuviera escuchando sus pensamientos. Pero, a tenor de mi dilatada experiencia, la gente casi nunca pensaba en términos de «Sí, he enterrado ese cuerpo en el 1218 de Clover Drive, bajo el rosal» o «El dinero que robé está ingresado en mi cuenta bancaria suiza, número 12345». Y mucho menos: «Estoy planeando volar el edificio XYZ el 4 de mayo, y mis seis compinches son…».
Sí, podía hacer unas cuantas cosas buenas. Pero hiciera lo que hiciera, jamás colmaría las expectativas del Gobierno. Y nunca volvería a ser libre. No es que creyera que me iban a mantener en una celda, ni nada parecido; no soy ninguna paranoica. Pero estaba segura de que mi vida nunca volvería a ser mía.
Así que, de nuevo, me di cuenta de que quizá me estuviera comportando como una mala cristiana, o al menos como una mala estadounidense. Pero sabía que, a menos que me viera forzada a ello, no pensaba dejar Bon Temps con la agente Weiss y el agente especial Lattesta. Estar casada con un vampiro era, de lejos, mucho mejor opción.
Al volver a casa esa noche, estaba enfadada con casi todo el mundo. De vez en cuando me daban arranques como ése; supongo que nos pasa a todos. Por lo demás, era algo hormonal y cíclico. O quizá sólo fuese la oportuna alineación de las estrellas.
Estaba de mala leche con Jason porque ésa era la tónica de los últimos meses. Y con Sam porque me dolía nuestra situación. Estaba cabreada con los agentes del FBI porque habían venido para presionarme, aunque lo cierto es que aún no habían empezado con esa parte. Estaba indignada con el engaño de Eric con el cuchillo y su despótico destierro de Quinn, aunque lo cierto es que tenía razón cuando dijo que yo fui la primera en darle puerta. Pero eso no significaba que no quisiera volver a verlo nunca más (¿o sí?). Lo que seguro que no quería decir era que Eric pudiera dictar a quién podía ver yo y a quién no.
Y puede que también estuviese enfadada conmigo misma, porque cuando había tenido la oportunidad de plantearle a Eric muchas cosas, me había puesto tonta y había sido su paño de lágrimas. Al igual que en los
flashbacks
de
Perdidos
, los recuerdos vikingos de Eric habían irrumpido en su historia presente.
Para colmo, había un coche que no reconocía aparcado frente a la puerta principal, donde sólo los visitantes lo hacían. Me dirigí a la puerta trasera y subí los escalones del porche, con el ceño fruncido y llena de contrariedad. No me apetecía ninguna visita. Sólo quería ponerme el pijama, lavarme la cara y meterme en la cama con un libro.
Octavia estaba sentada a la mesa de la cocina con un hombre al que nunca había visto antes. Era uno de los hombres de piel más negra a los que nunca había visto, y tenía círculos tatuados alrededor de los ojos. A pesar de esos temibles motivos, parecía tranquilo y agradable. Se puso en pie cuando entré yo.
—Sookie —dijo Octavia con voz temblorosa—, te presento a mi amigo Louis.
—Encantada de conocerte —saludé y extendí la mano. Él me la estrechó cuidadosamente y yo me senté para que él también lo hiciera. Entonces caí en las maletas que había en el pasillo—. ¿Octavia? —pregunté, señalándolas.
—Bueno, Sookie, incluso las señoras mayores nos enamoramos —dijo ella, sonriente—. Louis y yo éramos íntimos amigos antes del Katrina. Vivía a unos diez minutos de mi casa en Nueva Orleans. Después del desastre, lo busqué, y al final me rendí.
—Pasé mucho tiempo tratando de encontrar a Octavia —contó Louis, con la mirada fija en la cara de ella—. Finalmente pude localizar a su sobrina hace un par de días, y ella tenía este número de teléfono. No podía creer que finalmente la hubiera encontrado.
—¿Tu casa resistió el…? —Incidente, catástrofe, desastre, apocalipsis; cualquier palabra sirve.
—Sí, gracias a los dioses. Y tengo electricidad. Queda mucho que hacer, pero hay luz y calefacción. Puedo volver a cocinar. La nevera vuelve a estar en marcha y la calle está casi limpia. He restaurado el tejado. Ahora, Octavia puede acompañarme a casa, para quedarse en un sitio que encaje más con ella.
—Sookie —expresó con mucha dulzura—, has sido muy amable dejando que me quede aquí, pero quiero estar con Louis y necesito volver a Nueva Orleans. Algo habrá que pueda hacer para ayudar a reconstruir la ciudad. Es mi hogar.
Estaba claro que Octavia pensaba que me estaba fallando. Yo procuré parecer entristecida.
—Tienes que hacer lo que más te convenga, Octavia. Me ha encantado tenerte en casa. —Menos mal que Octavia no era telépata—. ¿Está Amelia?
—Sí, está arriba. Ha ido a buscar una cosa para mí. Bendita sea, se las ha arreglado para hacerme un regalo de despedida.
—Ohhhh —exclamé, procurando no exagerar. Recibí una afilada mirada por parte de Louis, pero Octavia sonrió. Nunca la había visto sonreír así, y me gustaba el aspecto que le daba.
—Me alegro de haber sido de ayuda —dijo, asintiendo sabiamente.
Me costó un poco mantener mi sonrisa ligeramente triste, pero me las arreglé. Gracias a Dios que en ese momento Amelia bajó por las escaleras con un paquete enrollado en las manos, atado con un fino hilo rojo que lo aseguraba con un gran lazo. Sin siquiera mirarme, dijo:
—Esto es un detalle de parte de Sookie y mía. Esperamos que te guste.
—Oh, sois muy amables. Lamento haber dudado de tus aptitudes, Amelia. Eres una gran bruja.
—¡Octavia, no sabes lo que significa para mí oírte decir eso! —Amelia estaba genuinamente emocionada y a punto de llorar.
Menos mal que en ese momento Louis y Octavia se levantaron. A pesar de que la anciana bruja me caía muy bien y la respetaba, había provocado una serie de acelerones en la tranquila marcha de la rutina doméstica que Amelia y yo habíamos establecido.
Me sorprendí lanzando un profundo suspiro interior de alivio cuando la puerta se cerró tras ella y su amigo. Nos habíamos despedido varias veces, y Octavia nos había dado las gracias repetidamente, al tiempo que se las había arreglado para recordarnos todo tipo de cosas misteriosas que había hecho por nosotras en los duros momentos que nos costaba recordar.
—Alabado sea el Cielo —dijo Amelia, dejándose caer sobre las escaleras. No era una mujer religiosa, o al menos no desde un punto de vista cristiano convencional, por lo que la expresión podía considerarse toda una revelación en ella.
Me senté al borde del sofá.
—Espero que sean muy felices —dije.
—¿No crees que deberíamos haberle investigado un poco a él?
—¿Una bruja tan poderosa como Octavia no puede cuidar de sí misma?
—Ahí le has dado. Pero ¿viste esos tatuajes?
—Menudo repelús, ¿verdad? Supongo que será algún tipo de brujo.
Amelia asintió.
—Sí, seguro que practica algún tipo de magia africana —añadió—. No creo que los altos índices de criminalidad en Nueva Orleans deban preocuparnos en el caso de Octavia y Louis. No me parece que nadie tenga las narices de meterse con ellos.