Read Muerto y enterrado Online
Authors: Charlaine Harris
Me resultaba raro verlo recostado tranquilamente, y más extraño todavía que estuviese solo. Jason siempre estaba hablando, bebiendo, ligando con las mujeres, trabajando o remodelando la casa; y si no estaba con una mujer, casi siempre iba acompañado de algún amigo: solía ser Hoyt, hasta que fue requisado por Holly, y ahora era Mel. La meditación y la soledad no eran estados que se pudieran asociar fácilmente con mi hermano. Pero al verle contemplar el cielo mientras sorbía mi taza de café caí en la cuenta de que Jason acababa de enviudar.
Era una identidad totalmente nueva para él, una pesada carga que quizá no pudiera aguantar. Se había preocupado por Crystal más de lo que ella lo había hecho por él. Aquélla había sido otra nueva experiencia para Jason. Crystal, que era guapa, estúpida e infiel, era la horma femenina de su zapato. Puede que su infidelidad hubiese sido su forma de reafirmar su independencia, de luchar contra el embarazo que la había atado a Jason. O puede que sencillamente fuese una mala persona. Nunca la había comprendido, y ahora nunca podría hacerlo.
Sabía que tenía que hablar con mi hermano. Aunque le había dicho que se mantuviera alejado de mí, no me hacía caso. ¿Y cuándo lo había hecho? Quizá había tomado la tregua temporal causada por la muerte de Crystal como un nuevo estado de las cosas.
Suspiré y me dirigí hasta la puerta de atrás. Como me había acostado tan tarde, me había duchado antes de hacerme el café. Cogí mi vieja chaqueta acolchada rosa del colgador junto a la puerta y me la puse sobre los vaqueros y el jersey.
Puse una taza de café en el suelo, junto a Jason, y me senté en la silla plegable que había al lado. No volvió la cabeza, a pesar de saber que estaba allí. Sus ojos se ocultaban detrás de unas gafas de sol.
—¿Me has perdonado? —preguntó, después de probar el café. Tenía la voz ronca y densa. Pensé que había estado llorando.
—Espero poder hacerlo tarde o temprano —dije—. Pero no volveré a sentir lo mismo por ti.
—Dios, qué despiadada te has vuelto. Eres toda la familia que me queda. —Las gafas de sol se volvieron para mirarme. «Tienes que perdonarme porque eres la única persona que me queda que pueda hacerlo».
Lo miré, algo exasperada, algo triste. Si me había vuelto despiadada era en respuesta al mundo que me rodeaba.
—Si tanto me necesitas, creo que deberías habértelo pensado dos veces antes de jugármela así. —Me froté la cara con la mano libre. Jason tenía una familia de la que no sabía nada, pero no pensaba decírselo. Sólo intentaría usar a Niall también.
—¿Cuándo dejarán disponer del cuerpo de Crystal? —pregunté.
—Puede que dentro de una semana —dijo—. Entonces podremos celebrar el funeral. ¿Vendrás?
—Sí. ¿Dónde se celebrará?
—Hay una capilla cerca de Hotshot —contestó—. No parece gran cosa.
—¿La Iglesia del Santo Tabernáculo? —Era un edificio desvencijado blanco con la pintura desconchada en medio del campo.
Asintió.
—Calvin dice que de allí salen los entierros en Hotshot. Uno de los lugareños oficiará como pastor.
—¿Quién?
—Marvin Norris.
Marvin era el tío de Calvin, a pesar de ser cuatro años más joven.
—Creo recordar que hay un cementerio detrás de la iglesia.
—Sí. La comunidad cava el agujero, uno pone el ataúd y otro oficia la ceremonia. Todo queda en casa.
—¿Has asistido a más funerales allí?
—Sí, en octubre. Murió uno de los bebés.
Hacía meses que no aparecía la muerte de ningún bebé en los periódicos de Bon Temps. Me preguntaba si el bebé nació en un hospital o en alguna de las casas de Hotshot; si algún rastro de su experiencia habría sido registrado en alguna parte.
—Jason, ¿te ha hecho más visitas la policía?
—No paran de venir. Pero yo no lo hice, y nada de lo que digan o pregunten cambiará eso. Además, tengo coartada.
Eso no podía discutirlo.
—¿Y en el trabajo cómo te va? —Temía que pudieran echarle. No era la primera vez que se metía en problemas. Y, aunque nunca era culpable de los peores crímenes que le atribuían, su reputación no tardaría en resentirse.
—Catfish me ha dado tiempo libre hasta el funeral. Mandarán una corona de flores a la funeraria cuando recuperemos el cuerpo.
—¿Y qué hay de Hoyt?
—No ha aparecido —dijo Jason, asombrado y dolido.
Holly, su novia, no quería que frecuentase a Jason. Eso podía comprenderlo.
—¿Y Mel? —pregunté.
—Sí —afirmó Jason, y se le iluminó la cara—. Mel se pasará. Ayer estuvimos trabajando en su camioneta, y este fin de semana vamos a pintar mi cocina. —Me sonrió, pero la sonrisa se evaporó rápidamente—. Mel me cae bien —continuó—, pero echo de menos a Hoyt.
Ésa era una de las cosas más honestas que le había oído decir a Jason.
—¿No has conseguido oír nada del tema, Sookie? —me preguntó—. Ya sabes, puedes «oír» cosas. Si pudieras orientar a la policía en la buena dirección, encontrarían al asesino de mi mujer y de mi bebé, y yo podría recuperar mi vida.
No creía que Jason fuese a recuperar la vida que había tenido hasta hacía poco. Estaba segura de que no lo comprendería, aunque se lo deletreara. Pero entonces, en un momento de absoluta claridad, vi lo que había en su mente. Aunque Jason no pudiese verbalizar esas ideas, sí que las comprendía, y fingía, fingía con todas sus fuerzas que todo volvería a ser como antes… Si tan sólo pudiese quitarse de encima el peso de la muerte de Crystal.
—O, si nos lo dijeras a nosotros —siguió—, Calvin y yo nos encargaríamos de ello.
—Haré lo que pueda —contesté. ¿Qué otra cosa podía decir? Salí de la cabeza de Jason y me juré que no volvería a entrar.
Tras un largo silencio, se levantó. Puede que esperase que le ofreciera hacerle el almuerzo.
—En ese caso, supongo que volveré a casa —dijo.
—Adiós.
Poco después, oí como arrancaba su camioneta. Volví a entrar y colgué la chaqueta en su sitio.
Amelia me había dejado una nota pegada al cartón de leche.
«¡Hola, compi!», decía la nota, «al parecer tuviste visita anoche. ¿He olido a vampiro? Oí que alguien cerraba la puerta de atrás a eso de las tres y media. Escucha, asegúrate de revisar el contestador, tienes mensajes».
Los cuales Amelia ya había escuchado, porque la luz ya no parpadeaba. Pulsé el botón de reproducción.
«Sookie, soy Arlene. Lo siento mucho. Espero que puedas venir para que hablemos. Llámame».
Me quedé mirando al aparato, insegura de cómo debía sentirme al respecto. Habían pasado varios días, y Arlene había tenido tiempo para pensar en cómo había salido del bar. ¿Quería eso decir que renegaba de las creencias de la Hermandad?
Había otro mensaje. Era de Sam.
«Sookie, ¿podrías pasarte por el trabajo un poco antes, o llamarme? Tengo que hablar contigo».
Miré el reloj. Era la una del mediodía, y no entraba a trabajar hasta la cinco. Llamé al bar y lo cogió Sam.
—Hola, soy Sookie —dije—. ¿Qué pasa? Acabo de recibir tu mensaje.
—Arlene quiere volver al trabajo —respondió—. No sé qué decirle. ¿Qué opinas tú?
—Me dejó un mensaje en el contestador. Quiere hablar conmigo —dije—. No sé qué pensar. Siempre tiene algo nuevo entre manos, ya sabes. ¿Crees que habrá abandonado la Hermandad?
—Si Whit la ha abandonado a ella… —contestó, y se rió.
Yo no estaba tan segura de querer reconstruir nuestra amistad, y cuanto más pensaba en ello, más dudas me entraban. Arlene me había dicho algunas cosas terribles y dolorosas. Si las había dicho en serio, ¿por qué iba a querer enmendarse con alguien tan horrible como yo? Y si no las decía en serio, ¿por qué demonios habían salido de su boca? Pero sentí un calambre al pensar en sus niños, Coby y Lisa. Había cuidado de ellos muchas noches y les tenía mucho afecto. Hacía semanas que no los veía. Había descubierto que no me molestaba demasiado la pérdida de amistad con su madre (Arlene se había encargado de irla matando poco a poco desde hacía un tiempo), pero a los niños… los echaba de menos. Eso le dije a Sam.
—Eres demasiado buena,
cher
—dijo—. No creo que me apetezca volver a tenerla aquí. —Se había decidido—. Espero que encuentre otro trabajo, y le daré las referencias que necesita por el bien de sus hijos. Pero ya me estaba causando problemas antes del último estallido, y no veo la necesidad de que todos tengamos que pasarlo mal otra vez.
Tras colgar, me di cuenta de que la decisión de Sam me había influido hacia la disposición de ver a mi ex amiga. Ya que Arlene y yo no contaríamos con la oportunidad de limar asperezas paulatinamente en el bar, trataría de dejar las cosas lo suficientemente arregladas como para poder saludarnos cuando nos cruzásemos por el supermercado.
Cogió el teléfono al primer tono.
—Arlene, soy Sookie —saludé.
—Hola, cielo, me alegro de que hayas llamado —dijo. Hubo un momento de silencio.
—Había pensado en ir a verte, sólo un momento —sugerí torpemente—. Me gustaría ver a los niños y hablar contigo. Si no tienes inconveniente.
—Claro. Pásate por aquí. Dame unos minutos para que pueda arreglar esta leonera.
—No es necesario. —Había limpiado la caravana de Arlene muchas veces a cambio de algún favor o porque no tenía nada mejor que hacer mientras ella estaba fuera y yo cuidando de sus hijos.
—No quiero volver a caer en mis vicios pasados —dijo alegremente, tan afectuosa que mi corazón se iluminó… al menos durante un segundo.
Pero no esperé unos minutos.
Salí inmediatamente.
No me podía explicar por qué no estaba haciendo lo que me había pedido que hiciese. Quizá fuese por un matiz en la voz de Arlene, incluso a través del teléfono. Quizá recordaba todas las veces que Arlene me había dejado tirada, todas las ocasiones en las que me había hecho sentir mal.
En otra época no creo que me hubiese permitido darles demasiadas vueltas a este tipo de incidentes, ya que demostraban una actitud de lo más lastimosa por mi parte. Pero ahora estaba tan necesitada de una amiga, que me había aferrado a las migajas que quedaban en la mesa de Arlene, a pesar de que ella se hubiese aprovechado de mí una y otra vez. Cuando los vientos de sus amoríos soplaban en dirección opuesta, no había dudado nunca en dejarme tirada para ganar el favor de su nuevo amor.
De hecho, cuanto más pensaba en ello, más ganas me entraban de dar media vuelta y regresar a casa. Pero ¿acaso no les debía a Coby y a Lisa una última oportunidad para intentar arreglar las cosas con su madre? Recordé todos los juegos que habíamos compartido, todas las noches que los había acostado y que había pasado en la caravana de Arlene, después de que ésta me llamase para saber si podía pasar la noche fuera.
¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Por qué confiaba en ella ahora?
No confiaba en ella. No del todo. Por eso iba a evaluar la situación.
Arlene no vivía en un parque de caravanas, sino en un acre de tierra al oeste de la ciudad que su padre le había donado antes de morir. Sólo había desbrozado un cuarto de acre, lo justo para que cupiese la caravana y un pequeño jardín. En la parte de atrás había un viejo columpio que había montado uno de los antiguos admiradores de Arlene para los críos, y dos bicicletas apoyadas contra la propia caravana.
La veía desde atrás porque me había salido de la carretera hasta el descuidado jardín de una casa aledaña que había sufrido un incendio hacía un par de meses debido a la deficiente instalación eléctrica. Desde entonces, el esqueleto de la casa había quedado desnudo, calcinado y abandonado, y sus antiguos propietarios habían encontrado otro lugar donde vivir. Pude aparcar detrás de la casa gracias a que el frío impedía que las malas hierbas creciesen demasiado.
Tomé un camino que bordeaba la línea de alto follaje y arboleda que separaba esta casa de la de Arlene. Atravesando la maleza más espesa, alcancé una buena posición desde la que se divisaba parte de la zona de aparcamiento que había frente a la caravana y todo el jardín trasero. Desde la carretera sólo era visible el coche de Arlene, en el jardín delantero.
Desde mi posición, vi que detrás de la caravana había una camioneta Ford Ranger negra aparcada, de unos diez años, y un Buick Skylark rojo de más o menos la misma época. La camioneta estaba cargada de piezas de madera, una de las cuales era tan larga que sobresalía notablemente del compartimento de carga.
Mientras observaba, una mujer a la que reconocí vagamente salió de la caravana y se dirigió hacia la pieza de madera. Se llamaba Helen Ellis, y había trabajado en el Merlotte’s hacía cuatro años. A pesar de ser competente y tan bonita que atraía a los hombres como a las moscas, Sam se vio obligado a despedirla por llegar tarde reiteradamente. Helen se había puesto entonces como un volcán en erupción. Lisa y Coby la seguían de cerca. Arlene se quedó en el umbral de la puerta. Vestía un top con estampado de leopardo sobre pantalones elásticos marrones.
¡Los niños habían crecido mucho desde la última vez que los había visto! Parecían poco entusiasmados y algo tristes, sobre todo Coby. Helen esbozó una sonrisa de ánimo y se volvió hacia Arlene para decir:
—¡Avísame cuando todo haya terminado! —Hizo una pausa para expresar algo que no quería que los críos comprendieran—. Piensa que ella no se va a llevar sino su merecido.
No veía más que el perfil de Helen, pero su alegre sonrisa me revolvió el estómago. Tragué con fuerza.
—Vale, Helen. Te llamaré cuando puedas traerlos de vuelta —dijo Arlene. Había un hombre tras ella. Estaba demasiado dentro de la caravana como para identificarlo con seguridad, pero pensé que era el hombre al que había golpeado en la cabeza con mi bandeja haría un par de meses, el que se había portado tan mal con Pam y Amelia. Era uno de los nuevos amiguitos de Arlene.
Helen y los niños desaparecieron en el Skylark.
Arlene cerró la puerta trasera para mantener a raya el frío. Cerré los ojos y la ubiqué en el interior de la caravana. Descubrí que la acompañaban dos hombres. ¿Qué tramaban? Estaba un poco lejos, pero traté de afinar mis sentidos.
Estaban pensando en hacerme cosas horribles.
Me agaché bajo una mimosa desnuda, sintiéndome más triste y ofuscada que nunca. Vale, ya sabía que Arlene no era muy buena persona, ni siquiera fiel. Vale, ya le había oído predicar acerca de la erradicación de los seres sobrenaturales de la faz del mundo. Vale, me había dado cuenta de que me veía como uno de ellos. Pero jamás habría creído que todo vestigio de su afecto hacia mí se hubiera desvanecido por completo, y hubiera sido sustituido por la política de odio de la Hermandad.