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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (34 page)

BOOK: Muertos de papel
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Ver el escenario del crimen me sobrecogió. Las manchas de sangre sobre el sillón y la alfombra, la quietud cubierta de polvo. Una lámpara seguía derrumbada sobre el sofá. El desorden que había generado la breve búsqueda del asesino estaba también ensimismado en el tiempo, revistas abiertas, sobres vacíos...

Garzón se movía por la estancia sigiloso como un gato. No hablábamos. Era como si el espíritu de la muerta estuviera aún en el aire, quizá también el aura de su asesino. Un libro yacía en la mesita de centro, con una señal de punto colocada más o menos hacia la mitad. Era una novela americana de misterio. Marta Merchán no llegó a enterarse de quién era el asesino. Así vivía Marta Merchán, con refinamiento y sofisticación. Mantener su tren de vida había sido primordial para ella, por encima de la tranquilidad que hubiera conseguido no mezclándose en asuntos oscuros.

Seguí curioseando.

—¿Qué hay arriba? —le pregunté a Garzón.

—Los dormitorios, pero el informe de Moliner dice que nada hace pensar que el asesino entrara en ellos. Sólo se metió en el estudio.

No contesté. Ascendí por la escalera dejando al subinspector absorto revolviendo un archivador que había sobre una mesa de despacho. En la pared se veían cuadritos fabricados con flores secas.

Quedé en el distribuidor, frente a tres puertas cerradas. Abrí la primera, encendí la luz. Era el dormitorio de Raquel Valdés, lleno de libros, de pósters juveniles, algunas muñecas... una vida infantilizada a la que necesariamente debería decir adiós. De pronto, sentí una gran curiosidad por ver la habitación de Marta Merchán y me percaté de que lo que estaba haciendo no tenía más definición que la de simple cotilleo. Volví sobre mis pasos y entré en la segunda habitación. Accioné el interruptor. Una gran cama de matrimonio me demostró que había llegado a donde quería. Entonces, en un solo golpe de vista, me di cuenta con toda claridad. Miré y volví a mirar, me moví por el cuarto para convencerme de que era verdad lo que tenía ante mis ojos. La excitación no dejaba que la voz me saliera de la garganta. Despacio, luchando con el nerviosismo, me acerqué a la escalera y grité:

—¡Suba, Fermín, venga inmediatamente!

El subinspector llegó en dos segundos, resollando y con la pistola en la mano.

—¿Qué pasa?

—Mire esto —dije haciendo un gesto amplio que abarcaba toda la habitación.

Garzón miró hacia todas partes, un poco mosqueado.

—¿Qué? —dijo con total incomprensión.

Me metí por entre los muebles y, como en una danza ensayada y precisa, empecé a tocar los borlones que pendían de todos lados: en el dosel de la cama, en el sillón de lectura, en el tocador, en las cortinas, en los cojines que había sobre el cobertor.

—¿Se da cuenta, Fermín? ¡Borlones de color canela, horribles borlones por todas partes! Le apuesto a que hace menos de un año que Marta Merchán cambió la decoración de su dormitorio. ¿Ha visto algo entre sus facturas?

—Pues no sé, ni siquiera me he fijado.

Bajamos a toda prisa y empecé a revolver en el archivador doméstico en el que el subinspector trajinaba momentos antes. Las facturas diversas iban cayendo al suelo en un montón informe. Por fin di con una que me interesó:

—Mire esto: una factura de cortinas. Veamos la fecha... ¡Hace seis meses! ¿Se da cuenta? —pregunté, enloquecida por mi hallazgo. Mi compañero aún me observaba con la boca floja y los ojos perdidos. Le puse ambas manos en los hombros y dije muy satisfecha de mi sagacidad—: Creo que la entente cordiale entre estos dos divorciados era mucho mayor de lo que habíamos sospechado, subinspector. ¡Se trataba de una auténtica familia!

Había que pensar con detenimiento, con cuidado, cualquier paso en falso lo pagaríamos caro. No podíamos salir pitando en busca de Pepita Lizarrán y presentar los borlones como prueba consecuente para su detención. Si se me ocurría hacer algo así, Coronas se comería mi hígado mojando pan en los jugos. Debíamos idear una estrategia, y ésta no incluía el comunicarle nuestra casi certidumbre a Moliner. Sinceramente, no era un plato de gusto aparecer frente a un policía avezado y remontarte a los orígenes de la historia de las artes decorativas. Si yo estaba remisa a adoptar semejante solución, no digamos nada del subinspector. A él todo aquel asunto de los borlones seguía pareciéndole una temeridad de la que podíamos salir trasquilados. Daba igual lo mucho que yo ponderara el buen resultado que nos había dado la vez anterior; Garzón temía que nos precipitáramos sobre Pepita Lizarrán sin una base más sólida que unos amasijos de flecos hilados. Se lo expliqué con todo lujo de detalles para que comprendiera hasta qué punto casaba todo a la perfección. Por fin, debió de cansarse, o lo convencí, el caso fue que se parapetó tras sus manos abiertas y dijo:

—Está bien, inspectora, está bien, partamos de esa posibilidad y elaboremos un plan, si es que es posible algo semejante, pero por lo que más quiera, no diga a nadie lo de los borlones a no ser que resulte estrictamente necesario.

Creo que incluso lo comprendí: los hombres tienen una escala de valores que intenta siempre evitar el ridículo, aunque sea aparente. De modo que no dije lo de los borlones, sino que informé a Coronas sobre mis sospechas muy fundadas de que Pepita Lizarrán había decorado el dormitorio de Marta Merchán. Coronas estuvo a punto de quitar importancia al hallazgo, pero yo rematé:

—Y si lo decoró es que se conocían, señor, cosa que nadie había pensado. Y si se conocían, pudo matarla. La envergadura física del asesino coincidiría con la de esa mujer.

—¿Cuál sería su móvil?

—Cobrar. Pensó que el último dinero pagado a Valdés debía pasar a su poder. Sin duda, conocía el funcionamiento de toda la organización, lo cual en su día negó.

La detención de Pepita Lizarrán en base a sus gustos decorativos resultaba rayana en la imposibilidad jurídica, pero Garzón y yo fuimos a su casa y estuvimos hablando con ella. Le temblaban las manos al negar todas nuestras imputaciones, pero tampoco se puede procesar a nadie partiendo de su reacción en un interrogatorio. Mucho más definitivo fue el hecho de que se negara en redondo a que le fuera practicada una prueba de ADN. Eso dio motivos para que el juez se interesara en nuestras sospechas. Finalmente, amenazada por esta evidencia, se avino a la comprobación médica. Quizá confiaba en que se tratara de una estratagema contra ella para obligarla a confesar.

Unos días más tarde, el análisis de ADN demostró que el cabello ensangrentado encontrado en el lugar del crimen le pertenecía claramente. Sólo entonces, segura de que no estábamos tendiéndole una segunda trampa, Pepita confesó lacónicamente que había matado a Marta Merchán.

Como todas las cosas después de conocidas, su culpabilidad parecía ahora evidente. Era la única pieza de todo aquel mosaico complejo de quien no se nos había ocurrido sospechar. A nadie le pasó por la cabeza que su versión inicial no fuera verdadera. Finalmente, ¿por qué dudar de que un hombre intente preservar a su amante de los manejos sucios en los que anda metido? ¿Por qué pensar siquiera que su nuevo amor conoce a su ex esposa? ¿Cómo llegar a imaginar que ex esposos y nuevos amantes andan todos revueltos en franca camaradería? Al fin y al cabo, estamos en España, y nunca hasta entonces se había conocido semejante promiscuidad. Pepita Lizarrán había visto en más de una ocasión a Marta Merchán, y sabía cuál era su papel en la cadena del delito. Sólo desconocía un pequeño detalle: ¿dónde escondía la tesorera el dinero cobrado? Eso le costó la vida a la ex esposa de Valdés, aunque la Lizarrán se encargó de recalcar en su declaración que había matado a Marta porque siempre había creído que era también culpable en la muerte de Valdés, que ella le había llevado por el mal camino, que siempre la detestó, que nunca perdonaría a quienes habían matado al hombre que había sido la única pasión de su vida.

—Es posible que sea cierto que la mató más por venganza que por interés —concedió el subinspector—. Al parecer, Valdés y Pepita se profesaban un profundo cariño.

—Eso nos importa una leche; el caso es que, intentando sacarle el último plazo de dinero que Nogales le había pagado, Lizarrán se cargó a la ex —cortó Coronas de un tajo.

—Haber amado al mismo hombre no consiguió enfrentarlas, pero el dinero sí las hizo enemigas.

—¿Quiere dejar de soltar cursiladas propias de un folletín, Garzón?

—Disculpe señor, me pareció una frase adecuada.

Tuve que reprimir un ataque de risa que pronto se disolvió. Coronas seguía de un humor del demonio.

—¡Pues no lo es! Dígame usted si estamos para frases amorosas en un caso que ha sido la hostia: ramificado, con varias víctimas y varios culpables, con implicaciones oficiales en las altas esferas por las que aún andan tocándome las bolas...

—Pero todo ha quedado resuelto, comisario —intervine.

—¿Quieren que me arrodille a sus pies testimoniándoles mi mucha admiración?

—Tampoco creo que nos merezcamos una bronca —apunté.

El comisario aceptó mi llamada de atención y redujo gas.

—Perdónenme, reconozco que no paro de bramar, pero es que llevo una temporada de mucho trabajo y tensión. Lo cierto es que, tanto ustedes como el inspector Moliner, han realizado un trabajo muy bueno.

—Gracias —dijo el subinspector.

—Por cierto, Petra, espero que me cuente cómo carajo llegó a sospechar de la tal Pepita Lizarrán y en qué
coño
consistía todo eso de la decoración.

Miré a Garzón. Antes de que mencionara los borlones, se apresuró a decir:

—Intuición femenina, señor.

—Por cierto, comisario, hay algo que quiero comentar con usted. Me temo que nos hayamos visto obligados a prometer un pequeño pacto policial a Encarnación, la chacha de Marta Merchán; y sería conveniente que fuera usted quien hablara con el juez, indicándole que ha tenido una buena cooperación con nosotros. En el fondo, es una pobre mujer.

—¡Coño, lo que faltaba! ¡Petra Delicado, a veces tengo la sensación de que no se queda usted contenta si no me mete a mí en el jaleo!

—Hablando de jaleos, lamento recordarle que tiene usted a toda la prensa esperando una palabra suya, como si fuera su salvador.

Me miró, furibundo, mientras el subinspector contenía la respiración a mi lado. Luego se alejó farfullando denuestos que debía de considerar demasiado fuertes para una mujer. Garzón resopló con cierto alivio.

—¡Menos mal!, no hubiera soportado que le contara lo de los borlones. Imagínese además cómo hubiera podido ponerse. El comisario siempre tiene paciencia con usted, pero temo que algún día se le acabará.

—Espero que esté usted al quite para defenderme.

—Llegado el caso, lo pensaré.

—Le quedo muy reconocida.

El subinspector se largó con ciertas prisas. Según me contó más tarde, debía aplicarse a fondo para que Moliner no detentara todos los honores de nuestra investigación. Sostenía la idea de que yo no era suficientemente competitiva en esos aspectos, y quizá llevara razón. Seguir batallando por los laureles de un caso después de haber trabajado denodadamente en él, siempre me ha parecido un exceso. No creo que se trate de humildad, sino de simple sentido de lo práctico.

Yo, por mi parte, me fui directamente al peluquero sin siquiera haberme mirado en un espejo. ¿Para qué? Ya sabía que estaba espantosa, determinar la gradación del espanto me resultaba indiferente.

Disfruté como una loca en el salón de belleza. Me abandoné. Cuando la chica que enjabonaba las cabezas me preguntó: «¿Quiere que le dé un masaje?», le contesté que lo quería triple. Y fue un placer. Dejé que sus manos sapientes me apretaran el cuero cabelludo, y enseguida noté cómo el efecto de aquel movimiento ritmado iba calando hacia el interior. Me olvidé de Valdés, de Rosario Campos, del ministro, de Marta Merchán, de todos los muertos que del mundo han desaparecido alguna vez. Y me sentí en paz, porque si uno se encuentra a gusto en su propia piel, ¿qué le importa lo que suceda fuera de ella? Ése ha sido siempre el principio que rige la belleza y el arreglo personal, el deseo de gustarse a sí mismo, la autosuficiencia del glamour. «¿Le doy una revista de cotilleo?», me dijo la operaría. «¡No!», contesté quizá con un poco más de ímpetu que el natural. Se encogió de hombros y comentó filosóficamente: «Mejor para usted, sólo cuentan bobadas.»

Me maquillaron, me pintaron los ojos, me limaron las uñas y luego metí las manos en un baño de vapor. A cada minuto me notaba más reconfortada, más segura de mí. Pero no acababa todo en la peluquería.

A la salida, visité un par de boutiques. Y compré, compré con empecinamiento, con afición: un suéter, una falda, medias negras, zapatos de tacón... Todo eran prendas discretas y efectivas, de las que estaba convencida que me sentaban bien. Más tarde llegué a casa, deposité los paquetes sobre el sofá y me preparé un baño. Me bañé, me embadurné de arriba abajo con crema olorosa y me sulfaté con perfume del caro. Después me vestí. Cuando estaba mirando al trasluz la belleza de las medias llamaron al teléfono. Era Moliner.

—Petra, no hemos podido hablar ni un momento.

—Si se trata de trabajo más vale así, estoy intentando una desconexión de máxima urgencia.

—¡Ah, perdona, lo siento, te llamo mañana! Claro que si lo que buscas es una desconexión... yo estoy solo esta noche. ¿Y si salimos a cenar?

—Estar solo no suele ser nunca una mala opción, Moliner. Te lo digo por propia experiencia.

—Supongo que a los hombres no se nos da demasiado bien la soledad.

—¡Es algo que se aprende, créeme!

Me comprendió. Salir con él aquella noche hubiera demostrado por mi parte una enorme necedad. ¡Ah, era perfecto estar bien arreglada! Aumentaba la confianza en uno mismo, las posibilidades de decir no sin violentarse. Me serví un whisky para celebrar mi determinación.

El último capítulo del
atrezzo
fue calzarme. Zapatos de terciopelo negro. Elegantes, cómodos, preciosos. Ligera elevación sobre el nivel normal de las cosas.

Una vez concluida la labor, me senté. Tomé el teléfono.

—¿Amanda?

—¡Petra, creí que no volverías a llamarme nunca más!

—¿Por qué?

—Por todo el latazo que te he dado.

—¡Bah, olvídate! Por cierto, ya hemos resuelto el caso.

—¡Ah, qué bien, podrás descansar!

—No creo que demasiado. Pero quiero que sepas una cosa; he pasado toda la tarde en un salón de belleza, he comprado ropa nueva y estoy hecha un brazo de mar.

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