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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (12 page)

BOOK: Muertos de papel
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—Más acojonante me parece que él tuviera las pelotas de decir que éste es un país de porteras. ¡Quién habló!

—Y ese cuento de la casita en Canadá...

—Es obvio que andaba metido en algo tan grave que debía dejar el país cuando lo acabara.

—Exacto. Cada vez estoy más convencido de que andamos tras un asunto de envergadura.

—¿Drogas?

—No da el perfil.

—Está bien, ya lo veremos. Venga a recogerme dentro de dos horas. ¿Tiene ya hecha su maleta?

—Está en el portaequipajes.

—Siempre rápido y previsor. Tanto mejor, aproveche ese tiempo para averiguar cuántos Lesgano hay en el listín telefónico, y averigüe si es un apellido de origen español.

—Puede ser sólo un alias.

—Entonces que lo rastreen en nuestras fichas.

Mi hermana no estaba en casa. Había dejado una lacónica nota diciendo: «Me voy a pasear por la ciudad.» Yo le dejé otra informándola de que pasaría un par de días en Madrid. Me complació que hubiera encontrado algo que hacer. Que se decidiera a salir de casa era ya un avance hacia su normalidad. Seguramente, dando vueltas por las calles tendría tiempo para pensar sobre lo que estaba ocurriendo, y en público no se le presentaría la ocasión de llorar. Llorar es funesto, quizás aligera tensiones, pero quita tiempo para recapacitar, aparte de disminuir la autoestima y convertir los ojos en lagunas rojizas.

A las dos horas justas, Fermín Garzón llamaba a mi puerta. Tomé el maletín que había preparado llenándolo sólo con un pijama, un neceser y un cambio completo de ropa. Más tarde pude comprobar que el equipaje del subinspector era aún más sucinto. Viajaba ligero como los hijos de la mar.

No tuvimos que esperar para coger el avión y el vuelo no presentó la más mínima incidencia. A la hora de cenar estábamos en Madrid.

Garzón conocía la capital mejor que yo desde sus tiempos de Salamanca. Así que se ofreció a servirme de guía.

—Creo que se impone un tapeo —dijo enseguida.

Me pareció bien. Estaba cansada y tenía hambre, me gustaba además el ambiente bullicioso de la ciudad, sus bares llenos de gente, la impresión duradera de que te encontrabas en un lugar con un montón de años de historia.

Fuimos cerca de la Puerta del Sol, en pleno centro, y nos metimos en un bar de azulejos en la pared y cabeza de toro presidiendo el conjunto. No había mesas, tan sólo la barra, atestada de gente.

—Está lleno, vámonos a otra parte —le dije a Garzón.

—Ni hablar, espere un momento. En cuanto nos avistó, uno de los camareros cantó alegremente:

—¿Qué va a ser, señores?

Garzón, desde detrás de la barrera humana respondió:

—¡Dos vinos y dos raciones de bacalao!

—¡Marchando! —aulló el camarero, ataviado con un enorme mandil.

Entonces, de la misma manera como se abrían las aguas del mar Rojo al paso de Moisés, la gente se fue retirando mínimamente y nosotros avanzamos con toda naturalidad haciéndonos con nuestros vasos y comida. Aquel movimiento estaba ensayado durante siglos, y hubieran podido caber en el recinto cincuenta personas más.

—Larga tradición de bares —le dije al subinspector, y éste afirmó tragando bocaditos de bacalao.

—Es toda una civilización, inspectora. En Barcelona no hay nada igual.

Acudimos a cinco o seis tascas parecidas hasta haber perdido por completo el apetito y bastante nuestra sobriedad. Mientras nos dirigíamos al hotel, Garzón estaba callado.

—¿Está cansado, Fermín?

—Sí, me pregunto si no empezaré a ser demasiado viejo para tanto meneo.

—No me lo parece.

—Me mira usted con los ojos de la caridad.

—Detesto la caridad.

Sonó su teléfono móvil.

—El que me llama a estas horas sí que no tiene caridad.

Lo observé de reojo dar preocupados cabezazos y hacer cortas preguntas sin sentido para mí. Por fin dijo un lacónico: «espere órdenes» y colgó.

—Tenemos problemas, inspectora. Se trata de Marta Merchán, la ex de Valdés. Los que la han seguido dicen que ha ido a una calle humilde de la Meridiana y se ha metido en una casa humilde también. Pasa el tiempo y no sale. Preguntan qué deben hacer.

—La Meridiana no parece cuadrarle mucho a la dama, ¿verdad? Seguro que ha ido a alguna visita interesante.

—No podemos cazarla in fraganti. Ni siquiera tenemos una orden de detención.

—No, que se queden con la dirección y que sigan vigilándola. Lo siento, subinspector, pero tendrá que irse para allá, puede ser algo importante, yo tengo cita a primera hora con los de televisión. Creo que aún puede llegar al último vuelo.

—Sí —dijo con un suspiro.

—Según lo que sea, voy yo a Barcelona o usted vuelve a Madrid.

—¿Ve como yo no puedo permitirme el lujo de estar cansado?

—Ya descansará cuando de verdad sea viejo.

—Supongo que es un cumplido.

—No lo es, yo le encuentro hecho un chaval.

—Un chaval al que castigan sin ir a la cama. Antes solía ser al revés.

Lamenté que tuviera que marcharse en aquellas condiciones, pero no pensaba decírselo. A poco que se sintiera compadecido, se extendería en exclamaciones victimistas que no tendrían final. En eso era muy acorde con todos los de su sexo.

El hotel me acogió con su impersonalidad. Quizá la preocupación por el caso hubiera debido quitarme el sueño, pero no fue así. Dormí como el más insensible de los troncos. Sin embargo, en cuanto me desperté llamé a Garzón.

—Nada de particular, inspectora. La dama había ido a visitar a su criada. Por lo visto tiene cierta vena social y lo hace de vez en cuando.

—Es muy loable. ¿Ha levantado la liebre?

—La investigación fue discreta, pero en estos casos nunca se puede descartar que a algún vecino le extrañe nuestro interés y largue. En ese caso la asistenta se lo contará a su señora.

—No importa, correremos el riesgo. Averigüe todo sobre esa asistenta. Si tiene cuentas pendientes con la justicia, o algún hijo metido en la droga. Infórmese sobre su marido.

—Es viuda. Nos lo dijo una vieja que andaba por allí.

—Menos trabajo para usted.

—¿Encargo que alguien haga todo eso?

—Prefiero que lo resuelva usted mismo. Cuando acabe, vuelva a Madrid. ¿Ha podido dormir algo?

—Algo.

—Aproveche los tres cuartos de hora del vuelo.

—Gracias, inspectora, es un consejo casi maternal.

El director general de Teletotal me esperaba a las once, así que desayuné los típicos churritos de Madrid y tomé un taxi hasta los estudios, que estaban en las afueras. Por el camino disfruté de las hechuras de gran ciudad que tiene la capital, extrañamente mezcladas con el aire de pueblo de Castilla. La fascinación que siente alguien que vive en Barcelona por Madrid sólo puede compararse con la de los madrileños frente a la ciudad condal. Dos mundos distintos a una hora de avión.

Avelino Sáez era un atractivo ejecutivo cincuentón que no tenía la más mínima intención de perder su tiempo conmigo. Me aplicó un ritual de cortesía y cooperación que debía tener bien ensayado en otros tercios. Que fuera a indagar sobre la muerte de Valdés le parecía la cosa más natural, pero se encargó de advertirme sobre las pocas posibilidades de hallazgos con que contaba. ¿Qué podían saber sus empleados acerca del crimen si Valdés sólo iba a la cadena una vez por semana? Además, al periodista lo habían matado en otra ciudad. Le expliqué que eso no era una razón contundente, y que andábamos tras las pistas de su entorno profesional. Tampoco ante esa confesión se sintió muy implicado, él no se ocupaba de las cosas concretas de la programación, sino que dirigía los grandes trazos y, desde luego, los macronúmeros y presupuestos. Mandó llamar a la productora de
Latidos
, el programa del que Valdés era la estrella principal. Ante mí le pidió que me ayudara en todo, que pusiera el mundo a mis pies si era necesario, y convencido de haber demostrado su óptima disposición se quitó de en medio.

La productora aparentaba más o menos mi edad y, como toda la gente que trabaja en los medios de comunicación, parecía estar continuamente a punto de sufrir un colapso causado por la prisa y el estrés. Cuando vi que pretendía darme dos pasavolantes para salir del compromiso la atajé.

—¿Puede decirme cómo se llama?

—Maribel —respondió con cierta inseguridad.

—Maribel, quizá será mejor que le diga que pienso quedarme todo el día aquí haciendo mi trabajo. Incluso es posible que mi estancia se prolongue más si encuentro algo interesante. Así que, por favor, vayamos muy despacio y, si es posible, ofrézcame un poquito de café.

Se sintió tocada en su alma de
public relations
y sonrió.

—Siento haberle parecido precipitada. Lleva usted toda la razón, pero ¿tiene alguna idea del ritmo al que se trabaja en esta cadena?

—Y usted, ¿sabe a qué ritmo funciona una investigación policial?

—No —dijo, desconcertada.

—Pues a un ritmo muy lento. Hay que abordar un punto, volver a pasar sobre él, retroceder una vez más... en ocasiones sólo se advierte algo que teníamos ante los ojos cuando lo has repasado hasta la saciedad.

—Ya la entiendo.

—En ese caso...

—¿Quiere entrar en mi despacho y tomar un café?

—Nada me complacería más.

Me sentí llena de beatitud, como si hubiera salvado un alma del tráfago imparable de la vida moderna. Maribel cambió de registro e incluso apagó el teléfono móvil.

—Cuénteme, Maribel, ¿cómo funciona su programa?

—Pues verá... —dijo adoptando un aire de reposo—. En él participan cuatro periodistas. ¿Lo ha visto alguna vez?

Asentí.

—En ese caso sabe que hay varios personajes que se prestan a venir para ser entrevistados.

—¿Previo pago?

—Así es.

—¿Todos cobran igual?

—¡Ni mucho menos!; eso depende de su cotización en el mundo de los famosos y de las revistas del corazón. Hay diferencias notables. Pues bien, los cuatro periodistas someten al personaje a una rueda de preguntas como ya debe de saber. Después de eso, cada uno prepara unos reportajes sobre temas variados que constituyen la segunda parte del programa. Mi trabajo es buscarles los temas, rastrear cómo está el patio en el mundillo social, qué incidencias o cotilleos han sucedido poniendo a una persona de máxima actualidad... ¿lo entiende?

—Creo que sí. ¿También prepara los temas de reportaje?

—No, tan sólo los coordino cuando ya están acabados. Los temas de reportaje los propone y aborda cada periodista según su inspiración. En eso, Valdés era un maestro.

—¿Todo el trabajo que eso comporta lo hacen ellos mismos?

—No, no, para eso tengo a mi gente.

—¿Quién es su gente, Maribel?

—Cada uno de los periodistas tiene un encargado que está bajo las órdenes de producción. Ellos son quienes ejecutan el programa en realidad. Contactan con la gente, llevan a los cámaras a filmar exteriores... a veces tienen que esperar horas a la puerta de las casas para ver entrar o salir a alguien, se enteran de algunos secretos... en fin, es un trabajo bastante duro, casi todos son gente muy joven.

—¿Quién era el encargado de Ernesto Valdés?

—Es Maggy, una chica. En realidad la trajo Ernesto Valdés, es una excepción. Ahora no sabemos si continuará trabajando para nosotros, pero es muy posible que no sea así.

—¿Había profesionales interesados en sustituir a Valdés?

Me miró por entre las pestañas alquitranadas.

—Si está pensando en que alguien ha querido quitarlo de en medio para medrar, me parece que debe ir por otro lado. No hay nadie a la espera de que cese un profesional. El director de la cadena lo escogerá entre gente de la calle que haya destacado en otros medios. No es una cuestión de escalafones. Además, Ernesto nunca tuvo problemas entre sus compañeros de trabajo.

—Bien, descartémoslo pues. ¿Qué me dice de los personajes a los que entrevistaba o reportajeaba?

—¿Qué quiere saber?

—¿Había alguien entre ellos que se la tuviera jurada?

Se echó a reír echando hacia atrás su cabello peinado a la última.

—¿Está bromeando?, ¡todos se la tenían jurada!, ya sabe cómo se las gastaba el bueno de Ernesto. Pero era algo en realidad ambivalente; en el fondo todos deseaban que Valdés se ocupara de ellos, era el que tenía mayor aceptación entre el público. Aunque algunos después lo lamentaran.

—¿Puede explicarme eso?

—Sí, yo lo sé bien. A veces algunos famosillos me llamaban, me pedían que intercediera para salir en sus entrevistas o reportajes. Creían tenerlo todo muy bien atado, tanto como para enfrentarse a Valdés, pero luego él se enteraba de cosas con las que los protagonistas no habían contado, se las soltaba en antena y... ¡Dios, se llevaban buenas sorpresas! Valdés siempre lograba que lamentaran haberse ofrecido, ¡era un número uno!

—¿Cómo conseguía esas informaciones?

—¡Ah, para eso tendrá que hablar con Maggy, yo no lo sé!

—¿Le habían amenazado de muerte alguna vez?

—¡Por supuesto que sí! Tenía amenazas maravillosas: sacarle los ojos, rebanarle el pescuezo, hacerse un collar con sus atributos, reventarle el hígado... no había parte de su anatomía que no hubiera sido sentenciada con alguna atrocidad. Él estaba muy orgulloso de eso; era una especie de índice de popularidad.

—Un índice muy peculiar. ¿Y quién le amenazaba?

—A veces los famosos en persona. Otras, eran los espectadores que llamaban o escribían al programa. Piense que algunos famosos, por muy repugnantes que puedan parecernos, tienen su club de fans.

Sólo pensar en que fuera un espectador anónimo y loco quien se lo hubiera cargado me hizo sudar de espanto. Eso podía significar un caso sin resolución. Luego enseguida pensé en el matón a sueldo. ¿Un espectador que paga a un matón? Terriblemente improbable, me autorrespondí más tranquila. Maribel me miraba, muy serena. La interpelé una vez más.

—Dígame una cosa, y piénselo con tranquilidad, sin que esto suponga una acusación o un compromiso. ¿Tiene usted una versión propia sobre quién lo asesinó?

La productora reflexionó, se estiró bien las mangas de su elegante traje de chaqueta y empezó a negar con la cabeza.

—Ya puede imaginarse, inspectora, que estos días la cadena ha sido un hervidero de rumores y teorías, a cada cual más pintoresca, pero le aseguro que todo lo que he oído me han parecido estupideces dichas con el ánimo de jugar. Yo creo firmemente que ha tenido que ser alguien de su vida personal quien lo mató.

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