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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (3 page)

BOOK: Muertos de papel
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—¡Ni aunque me hubiera atacado furibundamente todo un ejército de polillas embravecidas!

Me miró con mala cara, pero cuando me eché a reír, él también rió.

La ex esposa de Valdés vivía en San Cugat, en una casa con jardín perteneciente a una lujosa urbanización. Dos perros labradores nos chupetearon las manos al entrar. La mujer era alta, atractiva, con una mueca de sufrimiento o mal humor ya dibujada para siempre en su semblante. Sin embargo, no fue desagradable. Parecía que esperaba nuestra presencia en su casa, que la juzgaba un incordio difícil de evitar. Nos miraba con indiferencia total, sin ningún rastro de curiosidad en sus ojos.

El salón donde nos recibió estaba decorado con los detalles del lujo convencional. Nos ofreció café y se sentó junto a nosotros más dispuesta a escuchar que a hablar. Ya habíamos comprobado con anticipación que la heredera de todos los bienes de Valdés, no demasiado abundantes por otra parte, era la hija de ambos, Raquel. Ningún seguro de vida beneficiaba a la joven, por lo que no parecía necesario, pues, incidir sobre ese tipo de preguntas. Aquella mujer no se presentaba en principio como sospechosa económica que hubiera podido sacar beneficio directo de la muerte. ¿Lo odiaba quizá, la relación entre ambos después del divorcio se había hecho insostenible por alguna razón, la acosaba Valdés? Sonrió con profundo desdén ante mi batería de preguntas.

—No, Ernesto nunca me acosó. Se portaba bien.

Encendió un cigarrillo mientras Garzón y yo esperábamos que añadiera algo más. Pero había acabado la frase y volvió a sonreír, una sonrisa mecánica, inexpresiva, profesional. Deduje que, si trabajaba en algo, una de sus obligaciones laborales consistía en sonreír.

—¿Trabaja usted, Marta?

—Sí. Soy relaciones públicas de una tienda de joyas.

—Y sin embargo, su ex esposo nunca dejó de enviarle una pensión de alimentos.

—Era para mi hija. Al principio de nuestro divorcio figuraba mi nombre como beneficiaria en el banco porque la niña era menor de edad. Más tarde no se cambió, quizá por descuido, pero era mi hija quien recibía el dinero.

Volvió a hacerse un silencio que a ella aparentemente no la violentaba.

—¿Tuvo alguna dificultad con el señor Valdés en todos estos años?

—No, ya le he dicho que se portaba bien.

—¿Qué quiere decir?

—Pagaba, llamaba de vez en cuando para preguntar por la chica... No nos separamos con odio. La cosa se acabó sin tragedias. La verdad es que...

—¿Qué?

—Entiendo menos por qué me casé con él que por qué nos separamos. Hubiéramos podido seguir mucho tiempo tal como estábamos.

—¿Puedo preguntar qué sucedió?

Sopló como quitando importancia de antemano a su respuesta.

—Mire, no sé, él se fue metiendo más y más en su trabajo... además... bueno, quizá les parezca una barbaridad lo que voy a decir, pero lo cierto es que no pertenecíamos a la misma clase social. Mi padre era notario, el suyo barbero. Al principio esas cosas parece que no tienen importancia, pero después...

Imaginé lo que estaría pensando Garzón.

—Pero no hubo animadversión entre ustedes.

—No, los pecados de juventud deben ser considerados como eso, como pecados de juventud.

Garzón intervino, en un tono tan neutral como el que ella estaba utilizando.

—¿Estaba usted informada del día a día de la vida de su ex esposo?

Negó con la cabeza, haciendo que su cabello surcado por mechas de color artificial se moviera de modo ondulante.

—Prefería no saber demasiado. Ya lo veía alguna vez por televisión.

—¿Sabe quizá por algún comentario de su hija si Ernesto Valdés estaba metido en líos o si frecuentaba a alguien distinto en los últimos tiempos?

—No, no tengo ni idea. Ernesto veía muy poco a nuestra hija. No sé nada de la gente que frecuentaba.

—¿Su hija está en casa?

Por primera vez vi que su rictus amargo o airado se acentuaba.

—No, no está. He preferido que siguiera yendo a clase como si todo fuera normal.

—Tendremos que hablar con ella.

Cruzó y descruzó las piernas embutidas en un pantalón negro de terciopelo. Observé sus botines de reluciente y hermosa piel cobriza.

—Sí, ya me lo imagino. Está afectada, al fin y al cabo han matado a su padre.

—Pero es imprescindible.

—Bueno, vuelvan mañana.

Nos acompañó hasta la puerta con la misma impasibilidad con la que lo hacía todo. Pensé que quizá el rictus impreso en su cara era sólo de aburrimiento. También contribuyó a ese pensamiento la asepsia del vecindario. Algunas mamás jóvenes paseaban a sus retoños en carritos, o bajaban las compras del coche. Imaginé la vida de cualquiera de aquellas mujeres en lo que no dejaba de ser un lujoso barrio dormitorio. La ausencia prolongada de los maridos, la uniformidad de la gente. Largas mañanas sólo punteadas por alguna taza de café. Tardes de sol declinante, la vuelta a casa con los niños desde el colegio... la televisión...

—No parece el tipo de mujer que comete un crimen pasional, ¿verdad? —apuntó Garzón de vuelta al coche.

—Si alguna vez ha conocido la pasión, ya debe haberse olvidado de ella.

—¿Qué vería en un tipo como Valdés?

—Mi querido Fermín, el tiempo pasa y no sólo produce heridas sino también metamorfosis.

—Deje de hablarme usando filosofías. ¿Qué coño quiere decir con eso?

—Pues que seguramente cuando se conocieron Valdés era un aguerrido periodista recién titulado, loco por la revolución de los Claveles.

—Ya, y ella era una hija de notario llena de romanticismo.

—Algo así.

—Y de todo eso sólo queda que ella sigue siendo la hija de un notario.

—También queda el cadáver de Valdés.

—Por cierto, el juez ya ha dado permiso para que lo entierren. Creo que es esta tarde.

—Pues deberíamos darnos una vuelta por el cementerio.

—¿Para qué?

—No sé, para husmear.

Husmear en el entierro de Valdés no nos sirvió de gran cosa, aunque sí pudimos acumular algunos indicios sobre su personalidad privada. Por ejemplo, observamos que Valdés tenía pocos amigos incluso entre sus compañeros de trabajo. A la ceremonia asistió su jefe, un par de reporteras, y un minúsculo número de allegados. Estaba también su ex mujer y su hija, la única que lloró. Fue de cualquier manera un entierro muy frío y esperamos a que finalizara fuera del cementerio.

—No me gustaría acabar así —comenté.

—A mí, una vez acabado, el acto final me importa un pimiento —objetó el subinspector—. ¿Que me quieren incinerar?... ¡adelante!, ¿que prefieren un entierro de pontifical?... también me conformo. Como si quieren cortarme en trozos y usarme para pienso de leones en el zoo.

—¡No sea bestia, Fermín!

—¡Lo digo en serio! Una vez en el otro mundo, ¿qué más da?

—¿Y las últimas voluntades, la postrera afirmación de nuestra personalidad?

—¡Al carajo las personalidades cuando ya se está muerto, y de las últimas voluntades nadie hace caso!

—Puede que lleve usted razón.

Vimos salir del cementerio a la ex mujer de Valdés acompañada por su hija. Me acerqué a ellas un momento.

—Ya sé que no es la ocasión, pero quisiera saber cuándo podemos contar con su hija para un interrogatorio.

Me miró con repugnancia para que quedara patente que deploraba mi mal gusto.

—Mañana a las cinco. Es cuando acaba sus clases en la facultad.

A Garzón le sorprendió que la hubiera abordado de aquel modo.

—Quiero que esa mujer tenga presente que vamos a estar todo el tiempo dando vueltas a su alrededor —le expliqué.

—¿Y vamos a estarlo?

—Aún no estoy muy segura. De cualquier modo, así nos han visto todos.

—¿Por eso hemos venido?

—Digamos que ha sido una especie de aviso general.

—¿Cuidado con la bofia porque os pisa los talones?

—Algo así.

—Ya me gustaría a mí estar pisándole los talones al asesino, aunque fuera la estela por donde ha pasado.

—¡Quién sabe, quizá está haciéndolo ya!

La tienda de Juan Mallofré, estilista y decorador, no debía de recibir un alto porcentaje de policías. De hecho, la recepcionista que nos atendió no parecía reconocer el significado de nuestra profesión. Garzón se lo recalcó, y especificó que éramos de la brigada de homicidios para que en aquella mente embarullada por la novedad se abrieran algunos claros. Lo primero que se le ocurrió a la chica fue ocultarnos a la mirada de unos clientes que pululaban por allí como si fuéramos un par de paragüeros pasados de moda, indignos de su local.

—Siéntense allí —musitó señalando el rincón más apartado—. Enseguida aviso al señor Mallofré.

—Preferimos dar una vuelta —contesté tan tranquila mientras me lanzaba, seguida por Garzón, al curioseo de los muebles expuestos en un enorme hall.

El subinspector observaba las salitas y comedores, las falsas ventanas encortinadas y las lámparas de pie como si nos moviéramos entre bichos animados que en cualquier momento pudieran atacarnos.

—¿No le gustan? —inquirí.

—No sé —dijo con desagrado mirando una base de mesa que era un elefante—. Creo que nunca me acostumbraría a vivir en un sitio con tantos... obstáculos.

—Ni yo tampoco —dije sinceramente.

—¡Menos mal, pensé que no me gustaba porque soy muy hortera!

—Nada de eso —dije bajando la voz—. Éste es un estilo relamido y tradicional.

—¿De nuevo rico?

—Yo diría más bien de gente bienpensante.

La chica de la recepción nos miraba como si existiera algún riesgo de que robáramos uno de aquellos mastodónticos muebles.

—¡Mire aquel catre! —exclamó Garzón un poco más alto de lo adecuado. Aunque el catre no era para menos: cuatro esclavos orientales retorcidos sobre sus fuertes músculos sujetaban las columnas de un barroco dosel.

—¿Se imagina, inspectora? Si quisiera meter ese artefacto en mi dormitorio tendría que derribar la pared. ¿Para qué cree que sirve?

—No entiendo la pregunta.

—Quiero decir que con tantos tíos de turbante y tantas cortinas debe de ser para algo más que para dormir.

—Quizá contribuya a cierta inspiración —dije malévolamente.

Una voz detrás de nosotros saludó:

—¡Hola!, ¿cómo están?

Mallofré era el tipo de comerciante-artista que trataba al cliente como a un amigo de toda la vida. Nos hizo pasar a su despacho demostrando tal naturalidad y dominio de la situación, que empecé a malpensar. ¿Tanto azoramiento le producía nuestra visita que debía disimular con semejante empeño?

—Señor Mallofré. Estamos aquí como consecuencia de la muerte de Ernesto Valdés.

—¿No es espantoso? Lo he leído esta mañana en el periódico.

—Usted lo ha leído hoy, pero lo cierto es que pasó hace un poco más de tiempo. El suficiente como para haber visto en los documentos personales de la víctima que era cliente suyo, ¿estoy en lo cierto?

—Era un hombre muy conocido, muy popular.

Quedé desconcertada frente a su indeterminación.

—Pero, era cliente suyo, ¿no?

—Sí, sí, lo conocía; venía por aquí.

Garzón me pidió con una mirada que se lo pasara a él.

—Señor Mallofré. Hemos encontrado un recibo de su estudio en los papeles de Valdés. El importe era de tres millones de pesetas. La fecha es muy reciente, por lo que supongo que se acordará.

Noté que el decorador sudaba y que el aire se agolpaba en su pecho.

—¡Por supuesto, decoré su salón! Estoy muy satisfecho de ese trabajo. El estilo era sencillo, pero encantador.

—¿Le pagó Valdés esa factura?

Soltó una carcajada falsa y teatral que más parecía un grito de terror.

—¿Se hace cargo la policía de las deudas de las víctimas?

Garzón continuó sin piedad.

—En las cuentas bancarias de Valdés no figura ningún cheque a su nombre, ni ninguna salida coincidente en fecha e importe.

Mallofré, desencajado, se volvió hacia mí olvidando su talante mundano.

—Inspectora, mis clientes son gente importante, personas que ganan mucho dinero y que cotizan siempre grandes porcentajes al erario público. Yo mismo le aseguro que llevo mis declaraciones casi al céntimo. Pero si alguna vez... quiero decir, si ellos manifiestan...

Comprendí.

—No somos inspectores de Hacienda, en ese tema no pensamos entrar.

—No me gustaría que por una bobada...

—Puede estar bien tranquilo, no filtraremos ningún dato. A nosotros nos interesa otra cosa. Valdés le pagó con dinero negro, ¿verdad?

—Él insistió. Dijo que tenía unas cantidades sin justificar y yo... en fin, tres millones no es gran cosa.

Garzón sacó su libretita y se puso a apuntar. Cuando le hice la siguiente pregunta a Mallofré levantó la vista, algo sorprendido.

—¿Cuántas veces vio usted a Valdés?

—Pues... no sabría decirle, dos o tres. Creo que tres, las dos veces que estuve en su casa y después aquí.

—¿Estaba solo en esas ocasiones?

Garzón se sorprendió ya abiertamente y sus cejas me interrogaron.

Algo desconcertado Mallofré contestó:

—Pues... estaba con una mujer, supongo que sería su esposa.

—¿Qué aspecto tenía esa mujer?

El decorador comenzó a relajarse y actuar como pensaba que un testigo debía hacerlo.

—Estatura media, unos treinta y tantos, melena corta, castaña... una chica muy normal.

—¿Por qué pensó que era su esposa?

—No sé, inspectora, ella escogía los colores, los muebles... ¡entendía muchísimo de decoración! Estilos, marcas, tendencias... me quedé sorprendido, no es lo habitual.

—¿La trataba él como si fuera su esposa?

—Pues... si he de decirle la verdad, a él le telefoneaban continuamente por el móvil y salía cada dos por tres de la habitación.

—¿La llamó Valdés por algún nombre?

—No me fijé. Oiga, ¿no estaba casado el señor Valdés?

—Vivía solo. Estaba divorciado.

Se mostró intrigado.

—En ese caso...

Me libré de su curiosidad incipiente poniéndome de pie y saliendo al galope. Suele ser el mejor sistema, un cortante «gracias» y un definitivo «adiós».

—Mucho me temo que se nos presentan cosas que hacer —dijo Fermín.

—¿A qué damos la preferencia, al dinero o al amor?

—¡Al dinero, naturalmente!

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