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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Muertos de papel (6 page)

BOOK: Muertos de papel
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Garzón se quedó pensando. Realmente estaba proyectando imagen por imagen mi melodramática puesta en escena.

—¡Hombre... visto así...! ¿Nos inclinamos entonces por la hipótesis de la venganza?

—¡Un momento, nada de eso! No nos inclinamos por nada ni ante nadie. Pero me parece evidente que habrá que investigar en los lugares de trabajo de la víctima.

—Sin perder nunca de vista a su ex mujer.

—Ni a su hija ni a su amante fantasma.

—Ni nada ni a nadie.

—Eso es. Vamos a ver, Fermín, prepare las visitas a las dos revistas en las que trabajaba y también a la televisión. Entérese del organigrama, de quiénes eran sus jefes y sus subordinados, de sus horarios y de los recursos con los que contaba para sus programas.

—Las revistas están en Barcelona, pero para la televisión habrá que ir a Madrid. Valdés pasaba allí dos días a la semana, grababa el programa y volvía.

—Está bien, hable con Coronas e infórmele, necesitaremos un contacto en alguna comisaría de Madrid. Entérese de dónde se alojaba el muerto cuando iba a la capital.

—Me encargaré de todo, no se preocupe.

—Y hay algo que estamos dejando de lado.

—¿Qué?

—¿Tiene alguna información nueva sobre el posible sicario?

—No, pero he quedado mañana a las diez con el inspector Abascal; él y sus ayudantes son quienes tienen en comisaría toda la información sobre asesinos a sueldo y han estado contrastando nuestros datos.

—Muy bien.

—Sólo que con todas estas cosas que acaba de ordenarme, no sé si podré estar a tiempo a las diez en punto.

—Yo hablaré con Abascal. ¿Hay algo especial que deba saber?

—Sólo tiene que escuchar lo que le digan, eso es todo.

—Eso es lo único que a estas alturas de mi vida he aprendido a hacer bien.

Habíamos organizado el trabajo con celeridad y eficacia usando una tarde de fiesta para ello. Merecíamos una medalla, pero como estaba segura de que no iban a concedérnosla, me limité a sentir satisfacción interior. Llegué a casa dispuesta a irme pronto a dormir, aunque si rememoraba las incidencias de lo que habíamos visto en televisión probablemente no consiguiera pegar ojo. Al pasar por el salón vi que parpadeaba el avisador de mi contestador automático. Con sorpresa relativa oí la voz de mi hermana Amanda diciendo: «Petra, llámame a casa esta noche, aunque sea muy tarde da igual.» Miré mi reloj, eran las doce. En condiciones normales jamás la hubiera llamado a esa hora. Mi hermana Amanda era una mujer de orden, rutinaria y convencional. Casada con un cirujano de prestigio, con dos hijos adolescentes, tras su matrimonio se había trasladado a vivir a Gerona, donde llevaba una existencia tranquila y feliz como ama de casa. A pesar de tener dos años menos, siempre había sido más juiciosa y adulta que yo. Por eso me extrañó tanto su mensaje y la circunstancia de que alterara una noche de domingo con el teléfono.

Su voz al contestar me pareció distante e inexpresiva.

—¿Ocurre algo? —pregunté con inquietud.

—No, sólo quiero ir a tu casa para pasar unos días, ¿es posible?

—¡Por supuesto que sí!, aunque yo tendré que seguir con mi trabajo.

—Ya cuento con ello. No te molestaré.

—Te dejaré una llave en el bar de la esquina. Cuando llegues, diles que eres mi hermana y no tendrás ninguna dificultad. ¿Seguro que no ocurre nada?

—Ya hablaremos —musitó dando nuevas alas a mi preocupación.

Tras colgar, me pregunté cuál era el misterio de aquella inesperada visita. Todas las posibilidades que vinieron a mi mente tenían una base sólida y real: un hijo con problemas, el diagnóstico de una enfermedad, una infidelidad de Enrique, su marido... No me planteaba nada frívolo o azaroso. Amanda no era el tipo de mujer que decide un domingo a última hora irse de compras a Barcelona. Pero especular no tenía sentido, era una pura deformación profesional; de modo que me acosté y tomé un libro que no hablara de crímenes ni de revistas del corazón.

Acudí a la entrevista con Abascal un cuarto de hora antes de las diez. Sorprendida, topé en la puerta de su despacho con Moliner, que salía en ese momento. También había ido a consultar con Abascal. Al parecer, el asesino de la mujer refinada podía ser un profesional a sueldo. Sin embargo, no se mostraba muy contento del resultado de su entrevista.

—Ni una puta pista. No tienen ni idea, por el modo de operar, de quién puede ser. Un tío con los nervios templados que trabaja en solitario. Ya ves tú qué precisión. Me ha dado un par de contactos que podemos explotar y eso es todo.

—¿Confiabas en que el asesino dejara más rastro?

—Pues sí, la verdad; porque la cosa está bien jodida, pero en fin, ya veremos, por algún lado tendré que tirar.

—Nada es fácil.

—Ni que lo jures. Oye, ¿tienes tiempo de tomar un café?, Abascal aún tardará un rato en poder atenderte, le han llamado de Madrid.

Cruzamos a La Jarra de Oro con paso cansino. Moliner estaba de pésimo humor, renegaba todo el tiempo sin parar, sobre los asesinatos de difícil resolución, sobre los pocos medios con los que contábamos para enfrentarnos a matones a sueldo. Nunca habíamos tenido un contacto muy directo, pero por lo que recordaba de él, era habitualmente un hombre optimista y cordial. De pronto, frente a nuestras tazas de café bien cargado se volvió hacia mí y, mirándome de modo intenso, me espetó:

—Petra, tú has estado casada dos veces, ¿verdad?

Atónita por el brusco cambio de conversación, intenté banalizar.

—¿Los asesinatos a sueldo te sugieren el matrimonio?

Me dejó de una pieza contestando:

—No me sugieren nada bueno, mi mujer va a abandonarme.

¿Qué se hace frente a una confidencia de un calibre tan grueso cuando apenas conoces a tu interlocutor? Sonreír no, desde luego, de modo que me puse seria y farfullé:

—¡Vaya por Dios!

—Sí, vaya por Dios y por el diablo, pero el caso es que se larga.

Intenté relajarme. Al fin y al cabo, no era tan extraordinario que alguien te contara su vida. La gente necesita hablar de esas cosas con personas con quienes no tengan vinculaciones. Me atreví a preguntar:

—¿Por qué te deja?

—No lo sé, Petra, no lo sé. Entiendo menos lo que ha sucedido que la muerte de la tipa que llevo entre manos. Estoy despistado, ésa es la verdad.

—¿Qué razones te da ella?

—Dice que llevamos diez años casados y que nunca me he ocupado de ella realmente, que no me gusta su personalidad, que nunca se ha sentido protagonista. ¿Puedes explicarme eso? ¡Protagonista! ¿Qué es lo que quiere ahora, que le monte una película con escenas de amor?

—Bueno, tú has estado siempre muy dedicado a la policía y a veces las mujeres necesitamos cierta atención exclusiva. Aunque supongo que pronto saldrá de su crisis.

—Sí, pero a la salida estará esperándola otro.

—¿Qué quieres decir?

—Que se larga con un tipo mucho más joven que ella. Su monitor de gimnasia, para ser más exacto.

No supe qué contestar.
Touchée
. Sin duda las mujeres habíamos empezado a levantar el vuelo cada vez a más altura. ¿Qué podía decirle, que me alegraba, que en el fondo me parecía una liberación que su mujer se largara si no se sentía a gusto con él? Pero Moliner me miraba como si esperara de mí una reacción oficial por el tercio femenino. Carraspeé. Me percaté con horror de que ni siquiera conocía su nombre de pila.

—¿Tenéis hijos? —me dio por preguntar.

—No.

—Entonces será más fácil, ¿no te parece?

—¿Para quién?

—Mira, Moliner, yo no sé qué decirte. Como no conozco a tu mujer...

—Bueno, pero tú piensas también como una mujer y te has divorciado dos veces, algo podrás explicarme.

No salía de mi asombro. Iba a ser muy difícil hacerle comprender a mi compañero que no piensa igual una mujer que otra, que no todas somos partícipes de una única conciencia colectiva, que influyen los caracteres, la ideología, la época y la herencia, que nunca fueron iguales ni parecidas Marilyn Monroe y Madame Curie. En fin, mucho me temía que fuera a ser muy difícil hacerle entender cualquier cosa relacionada con las féminas, de modo que me salí por la tangente del sentido común, que suele ser una línea aceptable en cualquier circunstancia.

—Mira, Moliner; ante todo mucha calma. Déjala que recapacite, no la presiones ni cometas ninguna tontería.

Hubiera podido enviarme al cuerno, pero tocado en algún resorte interno que funcionaba adecuadamente, se tranquilizó.

—Gracias, Petra. Ya lo sé, tonterías ni una. He visto demasiadas cosas desde donde estoy como para acercarme siquiera al abismo.

Me tranquilicé yo también, no sabía si Moliner era un hombre violento, pero cuando se dispone de un arma siempre es preferible tomarse las cosas con serenidad.

Distraída por lo que acababa de suceder, entré en el despacho de Abascal. La información que éste me reservaba no era de las que hacen saltar de entusiasmo. Desde su punto de vista de experto, el crimen muy bien podía haber sido cometido por un profesional. ¿Cómo justificar entonces el degüello posterior? Puesto que, según la autopsia, había sucedido inmediatamente después del tiro, cabía deducir que el presunto sicario había recibido un claro encargo de encarnizamiento con la víctima; es decir, podía tratarse de una venganza. Una especie de asesinato a la carta.

—¿Es habitual una cosa así?

—No —confesó el inspector—. Como comprenderás, ese tipo de encargos no se hace tan al detalle. Hay algunos casos, por ejemplo bandas mafiosas, en que se dan escarmientos ejemplares, pero si se trata de hacer desaparecer a un tío lo más rápido es tirar de pistola.

—Digamos entonces que una venganza así es improbable pero no imposible.

—Ésa sería una buena manera de decirlo. El tipo aseguró la faena con el disparo y luego añadió la saña.

—A no ser que quisiera remarcar claramente que se trataba de una venganza con el solo propósito de despistarnos.

Cabeceó admitiendo la posibilidad.

—¿Y qué me dices del autor?

—Te voy a dar las señas de un par de confidentes, tipos que conocen a gente armada con esa munición, pero debo advertirte que será muy difícil sacarles información.

—¿No son confidentes fiables?

—Un asesinato profesional es algo muy serio, Petra. En cuanto preguntas por un sicario es como mencionar al diablo. Terreno peligroso, eso todos lo saben.

Me pasó un papel con nombres y señas. Suspiré. A mí tampoco me hacía ninguna gracia meterme en el pantano del disparo profesional, hubiera preferido sin duda el simple navajazo amateur, que era lo sólito y habitual. Las informaciones generales que me dio a continuación sobre la actuación de los sicarios en España no contribuyó tampoco a alegrarme. Me contó que unos años atrás todos eran extranjeros, gente sin un duro o con una entrada ilegal en el país. Entonces encargarles un trabajo era barato, desde palizas hasta asesinatos, y atraparlos resultaba relativamente fácil. Más tarde las cosas habían empezado a sofisticarse y se escogían asesinos más preparados, también extranjeros. Cazarlos empezó a ponerse complicado porque, una vez cometida la fechoría, tenían un billete de avión esperándolos y echarles el guante se hacía imposible sin la intervención de la Interpol. Los precios subieron hasta medio millón. En vista de que el negocio era próspero, los sicarios españoles entraron en acción. Su baza era la seguridad, puesto que raramente estaban dispuestos a huir a otro país. Se movían con extraordinaria discreción y casi nadie estaba dispuesto a denunciarlos si no mediaba una buena cantidad de pasta. Sus honorarios rozaban en la actualidad los dos millones por un crimen. Algunos estaban emboscados en sociedades de cobro a morosos que se investigaban con asiduidad, pero nunca se habían hallado pruebas para emplumarlos.

—Hablas como si España fuera un lugar ideal para los sicarios.

—De todo tiene la culpa el buen clima del país, los extranjeros han venido de nuevo, esta vez una enorme cantidad de mafiosos o delincuentes en fuga decide retirarse a nuestras costas. Ya conoces Marbella.

—Sí, y supongo que tanta caza mayor no se pone a tiro con facilidad.

—Exacta deducción, Petra; de modo que mantén los ojos siempre abiertos aunque te entre el polvo.

Sí, pensé, polvo en los ojos y barro en los zapatos, pocos envidiarían esta situación.

Garzón me esperaba en comisaría sosteniendo en la mano un completo dossier. Le pasé la nota de Abascal con los nombres de los dos confidentes. La miró frunciendo sus bondadosos ojos de ciervo.

—¿Le suenan de algo?

—No, no pertenecen a mi plantilla. Mis confidentes son de muy poca monta, inspectora. Con ellos nunca atraparemos a un asesino a sueldo.

—¿Qué pasa con los asesinos a sueldo, es que forman una especie de élite?

—Los buenos, sí. Los malos suelen ser unos desgraciados de lo más tirado que hay. A ésos solemos pescarlos en tres días. Forman parte de colectivos marginales, o son enfermos terminales que no tienen nada que perder, o delincuentes habituales con problemas de pasta. Unos chapuzas.

—El nuestro no parece un chapucero. Abascal dice que es un auténtico profesional.

—Pues ahí mis confidentes tienen poco que rascar. No se preocupe, ya me haré cargo yo de interrogar a esos dos de la lista.

—No es necesario, lo haré yo.

—Puede ser peligroso. No hay confidente que no pueda ser un agente doble.

Me pasé un rato sonriéndole y mirándolo a la cara hasta que logré incomodarlo.

—¿Qué pasa? —preguntó al fin.

—¿Cuál es el trato no escrito, Fermín? ¿Usted hace lo peligroso y yo lo moderadamente peligroso?

—No, no, inspectora; era sólo por caballerosidad.

—Eso me pareció.

Me miró con mala uva. Llevaba razón en lo que estaba pensando, no se merecía una jefa como yo.

Lo cierto es que la aparición de la figura de un sicario en nuestro caso me inquietaba vivamente. Mi experiencia en la policía no llegaba hasta ahí. El desconocimiento del que hacía gala era total. Sin embargo, confesarle a Garzón los resquemores que sentía se traduciría ipso facto en un deseo de protección por su parte, y eso no podía consentirlo. Garzón en plan paternal era muy pesado. Debería mantenerme en un equilibrio prudente, y no aceptar ninguna responsabilidad sin haberme informado bien. Para colmo de desmotivaciones, recibimos el informe sobre la agenda de Valdés y no arrojaba la más mínima luz. Los números de teléfono anotados eran contactos profesionales de rutina y otros de tipo personal como su dentista. Era un hombre que se las había compuesto para dejar a su paso rastros de aire.

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