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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Mujeres estupendas (12 page)

BOOK: Mujeres estupendas
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Un par de horas después, cuando ya han recorrido casi toda la calle Fuencarral y gran parte de Hortaleza Juan le propone entrar en algún sitio a tomar algo caliente. Ruth acepta sin poner resistencia. Entran en el Mamá Inés. Se sientan a una mesa y a los pocos minutos el camarero toma nota de un par de cafés con leche. Se miran sin decir nada mientras esperan a que les sirvan. Ruth echa un vistazo al interior de las bolsas con la ropa que ha comprado. Se enciende un cigarro y por fin el camarero viene con la bandeja en la que trae los cafés. Mientras echan el azúcar y remueven con la cucharilla Ruth le cuenta una simplona anécdota ocurrida en su oficina. Tras dar el primer sorbo Juan no aguanta más y le espeta a Ruth un claro y conciso: «Bueno, ¿qué es lo que te pasa?». Ruth abre mucho los ojos demostrando una inusitada sorpresa. «No me pasa nada, Juan, ¿qué quieres que me pase?», le dice en un tono casi convincente. «Que nos conocemos, Ruth…», apunta Juan condescendiente. Ruth sonríe. Mira a Juan. Juan también sonríe. Y mira a Ruth. Ambos se miran y se sonríen con la complicidad de los años pasados en mutua compañía y el conocimiento que tienen el uno del otro. Finalmente Ruth suspira, deja caer la cabeza hacia delante y le lanza una mirada llena de indefensión. «En serio, Juan. No es que me pase algo. No me pasa nada… Sólo es que me siento… No sé… Rara», admite Ruth finalmente. «¿Rara por qué?», pregunta Juan sin comprender de inmediato. Su amiga alza las cejas. «Si lo supiera… No sé, no es nada concreto… Me siento extraña.» Ruth da un sorbo al café y saca un nuevo cigarro de la cajetilla. Con él en la mano parece pensárselo mejor y lo devuelve al interior del paquete. «Pero… ¿tiene Sara algo que ver con lo que te pasa?» «¿Sara? —Ruth resopla.— Sara… —repite perdiendo la mirada en las paredes del local—. Con Sara todo va bien… Demasiado bien.» Juan mira a Ruth esbozando una tímida sonrisa. A diferencia de otras ocasiones en las que su amiga ha salido con mujeres, con Sara no ha querido hacer ningún comentario jocoso, ni agobiarla con una realidad que era patente para cualquier que conociera un poco el
modus operandi
de Ruth en lo que a relaciones se refiere. Probablemente Juan lleve la cuenta del tiempo que llevan juntas mucho mejor que ella misma. Del mismo modo que sabe que algo ha cambiado en Ruth para que después de casi seis meses siga manteniendo esa relación. Una relación que, además, la distancia podría complicar. Sin embargo, por una vez, Ruth no se ha dejado llevar por la comodidad rechazando aquello que le supusiera demasiado esfuerzo. A la vista está. Siguen juntas. Viajando cada fin de semana. Manteniendo vivo algo que, poco a poco, se va encarrilando. Ruth lo sabe. Y Ruth sabe lo que piensa Juan. Pero es su maldito orgullo el que le impide admitir que hacía años que no se sentía tan cómoda, tan segura con alguien.

«No me irás a decir que estás pensando en dejarla, ¿verdad?», le pregunta Juan con una sombra de inquietud en la mirada. Ruth se apresura en negar con la cabeza aunque acabe añadiendo un «Bueno, no sé» a continuación. Como si quisiera seguir dejando claro que ella nunca da las cosas por sentadas. «Entonces, ¿qué es lo que te ocurre?» Ruth comienza a sentirse como un animalillo acorralado. Evita la mirada inquisitiva de Juan. Mira hacia los comensales de otras mesas, hacia los cuadros de las paredes, hacia la barra del fondo en la que los camareros se afanan con los pedidos. Cuando la retorna hacia los ojos de Juan sabe que los suyos están brillantes a causa de unas lágrimas que no se atreven a salir. Abre la boca para hablar, sabedora de que no le hace mucha gracia afirmar lo que va a afirmar pero ya no soporta más esa presión en la boca del estómago. Necesita compartirlo con su amigo. «Tengo miedo, Juan… —murmura de un modo casi inaudible—. En realidad más que miedo es pánico. A veces me siento completamente paralizada. Me voy dejando llevar pero esta ahí, cada día más presente…» Juan la mira con ternura. «¿Por qué, Ruth? ¿Qué te produce tanto pánico?» Ruth vuelve a resoplar, cada vez más exasperada. «Que veo que cada vez esto va más en serio. Que ya no es un juego de viajes y fines de semana en plan escapada. Que Sara… No sé, Sara se lo toma con naturalidad y yo me dejo llevar pero luego pienso que las cosas no pueden ser tan fáciles.» «¿Y por qué no, Ruth?» «Porque no me lo trago, porque Sara no es el ligue de temporada, porque los sentimientos van ganando terreno, porque en cualquier momento la cosa se puede desbocar y yo puedo acabar quitándome todas las corazas…» «¿Y qué tendría eso de malo?» Ruth mira a Juan con dureza. «Que no quiero, Juan, que no quiero volverme a quedar con el culo al aire, que no quiero volver a sufrir ni a hundirme en una depresión, ¿te parece poco? ¿Quieres volver a verme como hace años?» Juan pone los ojos en blanco. Ahora es él quien se exaspera. «Ruth, hablas como una adolescente resentida. Y ni tú eres la misma que hace unos años ni creo que Sara sea igual que cierta innombrable que te jodió la vida.» «Eso no lo sabemos», apunta Ruth. «¡Joder! ¡Yo tampoco sé si ahora cuando salga de aquí me va a pillar un coche! Pero no por eso me voy a quedar sentado viendo pasar a la gente por la ventana.» «Sabía que no lo entenderías…», gime Ruth con fastidio. «Sí que lo entiendo, Ruth —se apresura en contestar Juan—. Entiendo tu miedo, tu pánico y todo lo que puedas sentir. Lo que no hago es compartirlo. No eres ninguna niña. Has vivido lo suficiente como para saber que si uno no se arriesga no se puede encontrar nada que merezca la pena.» Ruth se cruza de brazos y se recuesta en su asiento con aire enfurruñado. «Hasta ahora me ha ido bien así.» «Hasta ahora no habías encontrado a una tía como Sara o bien las que habías encontrado no supieron pulsar las teclas adecuadas. O tú no las dejaste, que eres muy puñetera… Mira, si quieres que te diga lo que pienso y luego hacer lo que te salga del higo, que es lo que harás pero allá tú, es que más te vale comenzar a arriesgar un poquito porque a lo mejor cuando quieras hacerlo no tienes ni dónde ni con quién…», sentencia Juan. Ruth lo mira burlona. «¡Qué categórico!», exclama jocosa. «Ya ves», le responde él con la misma jocosidad.

Ruth suspira profundamente por enésima vez en lo que va de tarde. Sabe que en ocasiones se toma su papel demasiado en serio. Pero es que no puede evitarlo. Lleva tanto tiempo interpretándolo que ya le sale de forma natural. «Mira, Juan, si en el futuro me recuerdas esta conversación negaré incluso bajo tortura todo lo que pueda decir…», comienza a decir Ruth con su sarcástico tono habitual. «Di lo que quieras, no te lo recordaré», le dice Juan expectante cruzando las manos sobre la mesa. Ruth sonríe con media boca. «Si dejo a un lado el pánico que me entra cuando pienso en ello… Pues sí, vaaaleee —concede como si le supusiera un enorme esfuerzo—, con Sara estoy como una cría. Me hace sentir muy bien, incluso me hace confiar en ella. Pero me asusto cuando la miro y pienso en el tiempo que ya ha pasado… O cuando hacemos el amor y siento lo que siento…» Juan la interrumpe con fingida contrariedad. «Perdona, ¿qué has dicho? ¿Que hacéis el amor?», le pregunta. «Sí, Juan, es lo que suelen hacer las parejas cuando están solas. Creí que ya lo sabías…», le responde torciendo el gesto. «No me refiero a eso, cenutria. Es que has dicho "hacemos el amor"», hace comillas con los dedos. «Sí, ¿qué tiene de extraño?», espeta Ruth impaciente. «Que hace años que no te escuchaba esa expresión», le dice con la ceja arqueada y una sonrisa triunfal. El rostro de Ruth se queda sin expresión, cazada en sus propias contradicciones. «Tú sólita te lo dices todo… Así que hazte un favor y deja de complicar las cosas. Disfruta de lo que tienes y olvídate de todo lo demás.»

«A ti todo te parece muy fácil —le espeta. Juan niega con la cabeza—. Pero para mí no lo es… ¡Y lo sabes! —le suelta señalándolo con un dedo acusador». Juan se defiende con una amplia sonrisa. A Ruth la saca de quicio ese gesto. Nunca admitirá que Juan lleva su parte de razón. Es mucho más fácil mantener su postura cínica y escéptica, su incredulidad con respecto a la pareja y el amor, su tozudez cuando afirma que no hay nadie con quien ella pueda estar. En su interior siente que el caos va ganando terreno. No quiere pero sí quiere. Quiere pero no quiere. No sabe qué quiere pero sí sabe lo que no quiere. O tal vez no lo sepa. Ruth sufre. Como si le hubieran clavado un espada en medio del pecho y la estuvieran moviendo dentro de ella para destrozarle las entrañas. Sufre. La aterra sobremanera volver a ser vulnerable. Sara la ha ido despojando de sus corazas y su protección ahora mismo es mínima. Durante los últimos seis o siete años aprendió a fuerza de golpes que nunca había que bajar la guardia, que el mundo estaba lleno de personas que parecían encantadoras y de fiar, que te enamoraban a base de miradas y detalles, que te desnudaban las emociones para acabar riéndose de ti cuando menos lo esperabas y cuando más indefensa estabas. Sin remordimientos. Sin explicaciones. Sin una mirada atrás.

En algún momento del pasado Ruth decidió dejar de ser presa para convertirse en depredadora. Y lo hizo con todas las consecuencias. Al principió albergó la esperanza de que quizá algún día, cuando pasara el tiempo, encontrase a alguien que la hiciera cambiar de postura. Y a veces ha llegado a pensar que quizá Sara sea esa persona. Pero, ¿por qué ella y no otra de las muchas que han pasado por su vida? ¿Qué tiene ella que la pueda hacer diferente de las demás? ¿Y si Ruth ahora pensara que Sara es la adecuada para cambiar su modo de ver las cosas y al hacerlo perdiese la oportunidad de conocer a mujeres más excitantes, más fascinantes, mejores? ¿Y si Sara la acaba traicionando como hizo Olga?

Los ojos se le siguen llenando de lágrimas. Pero su soberbia le impide llorar. Juan la mira preocupado. Posa su mano sobre la de Ruth. «¿Quieres que nos vayamos?», le pregunta. Ruth asiente en un gesto más desesperado de lo que le gustaría. «Sí, por favor.» Su amigo se levanta para ir a la barra a pagar. Mientras tanto Ruth sale del local con urgencia.

Choca con un transeúnte al llegar a la acera. El frío le muerde las mejillas y le irrita los ojos. Se los limpia con el dorso de la mano. Juan aparece junto a ella portando las bolsas con lo que ha comprado. «Que te dejas los trapitos, chata», le dice. Ruth sonríe por un momento y las coge. Juan le agarra la mano que le queda libre y echan a andar hacia Gran Vía.

Caminan en silencio, avanzando por las calles del centro. Ruth se va fijando en la gente que se cruza con ellos. Es consciente de que la mayoría sólo es capaz de ver en ellos a una joven pareja. Una típica pareja heterosexual. Él más alto que ella. También algo mayor. Ambos bien vestidos y atractivos. Una bonita pareja. Pero a Ruth siempre le ha jodido que esa sea la única posibilidad que la gente baraje cuando ven a un hombre y una mujer caminar juntos. Da igual que vayan de la mano o sin tocarse. Un hombre y una mujer deben pertenecerse el uno al otro. Está segura de que nadie piensa que son sólo amigos. Mucho menos se les ocurrirá que él pueda ser gay y ella lesbiana. Y le jode porque ella nunca ha necesitado hacerse pasar por lo que no es. Nunca se ha sentido incómoda asumiendo que le gustan las mujeres y que de los hombres sólo quiere, llegado el caso, una amistad. No le gusta que la tomen por hetero.

El paseo ha ido encaminando sus pasos hasta la plaza de Jacinto Benavente. Ruth ya está más calmada. Ha soltado la mano de su amigo y se comporta con su desenvoltura natural. «¿Nos acercamos a ver si está Ali en la asociación?», le propone a Juan. A él le parece bien y hacia allí se dirigen.

Cuando entran en el local se encuentran a Alicia y a David sentados en unos taburetes riéndose a mandíbula batiente. Al verlos aparecer por la puerta ambos, sorprendidos y azorados, se atragantan con sus propias risas. Ali es la primera en recuperar la compostura. Se levanta y se acerca a ellos para darles un par de besos iluminándolos con una amplia sonrisa. Pocos segundos después, David, un tanto más incómodo, también se levanta. Le da dos besos a Ruth y ésta le presenta a Juan que tiende la mano al muchacho. David se la da pero acto seguido también dos besos. Vaya, piensa Ruth, el hetero nos ha salido moderno. «¿Estáis solos?», le pregunta Ruth a Ali. La chica asiente. «Entre semana no viene mucha gente. Estamos para dar información y poco más…», les explica. «¿Queréis una cerveza?», añade. «Hoy invita la casa. Me habéis pillado de buen humor.» David vuelve a sentarse en el taburete, Ali se va hacia la pequeña cocina y Ruth y Juan se sientan a la única mesa que hay en la parte de arriba.

Mientras esperan que Ali vuelva con las cervezas Ruth observa a David con expresión divertida, sabiendo que lo pone nervioso. Pero el chaval es duro de pelar, aguanta su mirada más de lo que ella espera y no es hasta que aparece Ali cuando aparta los ojos de los suyos. Sonríe al verla llegar. Sonríe como un bobo. Es entonces cuando Ruth dirige los cinco sentidos a lo que ve. Ali reparte las cervezas y recoloca el taburete para quedarse frente a ella y Juan. David también recoloca el suyo acercándose más a Ali al hacerlo. Comienzan a hablar de trivialidades. David sólo despega su mirada de Ali esporádicos momentos, cuando ella o Juan meten baza en la conversación. Ruth se ríe para sus adentros. Y por un instante casi siente pena del chico. Anda, que vaya puntería tiene el pobre…

En opinión de Ruth hay dos tipos de reacciones en tíos heteros cuando les gusta una chica de la que saben que es lesbiana. La primera y, por desgracia, la más común es la de ponerse pesaditos y pretender reafirmar esa creencia de que lo que les hace falta a esas chicas es una buena polla. En otras palabras, ellos insisten e insisten seguros de que la chica en cuestión acabará por ceder y caerá rendida a sus pies. No hace falta decir que suelen ser de lo más molesto. El otro tipo de reacción es aquella en la que el chico suspira en silencio y se hace amigo de la chica porque sabe que es lo máximo que conseguirá de ella. La sigue a todas partes y la trata con delicadeza, se convierte en su confidente e incluso la ayuda a conocer a otras lesbianas. Se resigna con lo que tiene y siempre lo rodea un halo de estoicismo casi heroico por ser incapaz de cejar en una batalla perdida de antemano. Observando a David no tarda en deducir que pertenece a este último tipo y por un breve instante casi siente una pequeña simpatía por él. Si sus sospechas son ciertas (y Ruth apostaría todo el dinero que lleva encima a que lo son) el chico no lo tiene que estar pasando precisamente bien viviendo con la causante de sus desvelos.

Pero del mismo modo que no ha podido evitar sentir un cierto cariño momentáneo, después no puede evitar ser un poco quisquillosa y decir algo que le recuerde a David la intangibilidad de su deseo. «Bueno, Ali, puesto que Ana ya es historia, ¿vas a volver al celibato absoluto o piensas ponerte de nuevo en circulación?», le pregunta Ruth pícara. Al escuchar sus palabras, David se revuelve incómodo en su taburete y a Ali le cambia la expresión de la cara, adoptando una mueca de fastidio. «¡Pero mira que puedes ser pesada, Ruth, tía!», exclama resoplando. Ruth pone cara de inocente. «Pesada no, nena, si tampoco te digo que te emparejes, sólo que… conozcas chicas nuevas y pruebes suerte…», le dice sofocando una risita. «Y ya sabes lo que pienso yo —repone Ali—. Si tiene que aparecer alguien ya aparecerá, ¿no?», dice enarcando las cejas en señal interrogativa.

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