Mujeres sin pareja (44 page)

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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

BOOK: Mujeres sin pareja
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—¿Sabía que era yo antes de que me volviera? —preguntó Rhoda entre risas.

—Naturalmente. La he visto en la estación. Nadie camina como usted… con ese espléndido desdén por el común de los mortales.

—Por favor, no me haga pensar que mis movimientos son ridículos.

—Son soberbios. El aire del mar ya le ha dado color a sus mejillas, aunque me temo que ha tenido un tiempo horrible.

—Sí, bastante. Pero cabe esperar que hoy salga el sol. ¿De dónde viene?

—He venido en tren desde Carnforth. Salí ayer por la mañana de Londres y me detuve en Morecambe a ver a algunos conocidos. Como hoy los trenes no funcionaban del todo, he ido en coche desde Morecambe a Carnforth. ¿Me esperaba?

—Pensaba que vendría, tal como dijo.

—No puedo decirle cómo he conseguido pasar la semana. Tendría que haber estado aquí hace días, pero tenía miedo. Acerquémonos al mar. Tenía miedo de que se enfadara conmigo.

—Lo mejor es que uno sea fiel a su palabra.

—Ya lo creo. Y ahora estoy aún más contento de estar aquí, después de toda esta semana de espera. ¿Se ha bañado?

—Una o dos veces.

—Me he dado un baño esta mañana antes de desayunar mientras llovía a cántaros. Pero usted no sabe nadar.

—No, no sé nadar. Pero ¿cómo está tan seguro de eso?

—Pues porque es muy raro que una chica sepa nadar. Un hombre que no sabe nadar es sólo medio hombre, y diría que para una mujer es aún más beneficioso. Como en todo, la ropa es un obstáculo para las mujeres; poder quitársela y moverse con plena libertad corporal es básico para cualquier manifestación de salud, ya sea física, mental o moral.

—Sí, estoy de acuerdo —dijo Rhoda mirando el mar.

—Me he exaltado un poco al hablar, ¿no? Me gusta sentirme superior a usted en algunas cosas. Me ha recordado tantas veces lo inútil e insignificante que soy.

—No recuerdo haber usado nunca esas palabras, ni siquiera de forma implícita.

—¿Cómo lleva el día? —preguntó Everard en tono de total camaradería—. ¿Ha comido?

—Siempre almuerzo a la una. Cenaré a eso de las nueve.

—Entonces demos un paseo. ¿Le importa si fumo?

—¿Por qué me iba a importar?

Everard encendió un cigarro y, como la marea empezaba a subir, se trasladaron a un terreno mas alto desde donde se disfrutaba de una preciosa vista de las montañas, bañadas por los colores del atardecer.

—¿Se va mañana?

—Sí —respondió Rhoda—. Me iré a Coniston en tren y desde allí a pie hasta Helvellyn, como sugirió.

—Quiero proponerle otro plan. Un hombre que venía conmigo en el tren me ha hablado de una buena ruta por esta zona. Desde Ravenglass, justo aquí abajo, hay un trenecito que pasa por Eskdale y que termina su recorrido al pie del Scawfell, en un lugar llamado Boot. Desde Boot se puede pasar por encima del Scawfell o por un camino más bajo hasta Wastdale Head. Es una zona agreste e impresionante, sobre todo la última parte, el descenso hasta Wastwater, y no son muchas yardas de camino. ¿Qué tal si vamos mañana? Podríamos volver en coche a Seascale por la noche y luego, al día siguiente… lo que quiera.

—¿Está seguro de que son ésas las distancias?

—Sí. Llevo el mapa de los cartógrafos del Ejército en el bolsillo. Se lo enseñaré.

Extendió el mapa sobre un muro y se pusieron a estudiarlo juntos.

—Tendremos que llevarnos algo de comer. Yo me encargo, y podemos almorzar en el hotel Wastdale Head a eso de las tres o las cuatro. Sería magnífico, ¿no cree?

—Si no llueve.

—Esperemos que no. Cuando pasemos por la estación podemos consultar los horarios de los trenes. Tiene que haber alguno justo después del desayuno.

El paseo les llevó, concentrados en su amistosa conversación, de regreso a Seascale media hora después del crepúsculo, cuya luz parecía augurar sol para el día siguiente.

—¿Saldrá después de cenar? —preguntó Barfoot.

—No, esta noche no.

—Sólo un cuarto de hora —le pidió—. Sólo hasta la playa y vuelta.

—Llevo todo el día caminando. Prefiero quedarme descansando y leer un poco.

—Muy bien. Hasta mañana por la mañana.

Después de haber descubierto un tren que les llevaría hasta Ravenglass y que conectaba con otro de la ruta de Eskdale, acordaron encontrarse en la estación. Barfoot se encargaría de llevar el refrigerio necesario.

Sus expectativas en cuanto al tiempo quedaron totalmente satisfechas. Su único temor era que el calor resultara asfixiante, aunque eso podría soportarse sin dificultad. Barfoot llevaba una mochila a la espalda, que le dio tema de conversación durante su viaje en tren; le había acompañado a muchos rincones del mundo y había llevado en su interior comidas de lo más raro.

El ascenso a Eskdale, desde Ravenglass a Boot, se hace en un tren miniatura, compuesto de una vieja locomotora de lo mas peculiar y uno o dos vagones de simplicidad primitiva. En cada una de las estaciones diseminadas por el oscilante ascenso (estaciones que no son más que pequeñas cabañas, muy parecidas a diminutos almacenes de herramientas) el revisor se apea de un salto y hace las veces de vendedor de billetes, en caso de que haya algún pasajero que quiera subir al tren. Al cabo de unas millas el paisaje cambia y, dejando atrás la belleza, da paso a la magnificencia, hasta que por fin el tren se ve obligado a detenerse, obstaculizado por el gran flanco del Scawfell.

Everard y su compañera iniciaron el ascenso a través del disperso y hermoso pueblo de Boot. Un torrente montañoso rugía junto al camino, y la ruta que habían marcado en el mapa indicaba que debían seguir el curso de esa corriente durante algunas millas hasta la laguna donde nacía. Las casas, los seres humanos e incluso los caminos transitados quedaron atrás muy pronto. Llegaron a un vasto páramo desde el que se veían las cumbres de algunas colinas. No pretendían escalar el Scawfell; con la caminata que tenían por delante era más que suficiente bordear una de sus enormes estribaciones.

—Si le fallan las fuerzas —dijo Everard alegremente cuando hacía ya una hora que andaban trabajosamente por territorios solitarios— no hay posibilidad de conseguir ayuda humana. Tendría que elegir entre llevarla de regreso a Boot o seguir hasta Wastdale.

—No creo que me fallen las fuerzas antes que a usted —fue la risueña respuesta.

—Tengo aquí bocadillos de pollo y vino capaces de alegrar el corazón de un hombre. Avíseme cuando se venza el hambre. Creo que lo mejor será que nos detengamos en Burmoor Tarn.

Ése resultó ser el lugar de descanso idóneo. Un rincón salvaje, una pequeña hondonada en plena extensión ondulante del páramo, con un pequeño lago de agua negra que resplandecía bajo el sol de mediodía. Y justo en medio estaba la casa de un pastor, la única vivienda que habían visto desde que salieron de Boot. Un poco inseguros de cuál era el camino a seguir, preguntaron en la casa, y una mujer que parecía estar sola les indicó la dirección. Ya más tranquilos, cruzaron el puente que estaba al pie del lago, y justo al otro lado encontraron un lugar donde reposar. Everard sacó los bocadillos y su termo de vino, además de una copa para Rhoda. Comieron y bebieron alegremente.

—Esto es precisamente lo que llevo imaginando un año o más —dijo Barfoot cuando ya habían terminado de almorzar. Estaba tumbado, apoyado sobre un codo, mirando los bellos ojos de Rhoda y sus mejillas sonrosadas por el sol—. Un ideal hecho realidad, por una vez en la vida. Un momento perfecto.

—¿No le gusta el olor a carbón quemado que llega desde la casa?

—Sí, me gusta todo lo que nos rodea, pero sobre todo me gusta tu compañía, Rhoda.

No pudo ofenderse por haber escuchado en sus labios por primera vez su nombre. Fue algo natural e inevitable; sin embargo, movió la cabeza como si estuviera ligeramente molesta.

—¿Es la mía igual de agradable para ti? —añadió Barfoot, acariciándose el reverso de la mano con una brizna de paja—. ¿O me toleras sólo por mera bondad?

—He disfrutado con su compañía desde que salimos de Seascale. No estropee lo que queda de día.

—Eso sería terrible. Hoy tiene que ser un día perfecto. Nada tiene que estropearlo. Pero tengo que tener libertad para decir lo que me venga a la cabeza, y si decides no responder respetaré tu silencio.

—¿No le gustaría fumarse un cigarro antes de emprender la marcha?

—Sí, pero prefiero no hacerlo. El aroma del carbón te gusta mucho más que el del tabaco.

—Le ruego que encienda el cigarro.

—Si ése es tu deseo… —la obedeció—. Va a ser un día perfecto. Un almuerzo delicioso en la posada, un paseo hasta Seascale, una o dos horas de descanso y luego una conversación más reposada junto al mar cuando caiga la noche.

—Todo menos lo último. Estaré demasiado cansada.

—No. Tenemos que pasar una hora charlando junto al mar. Me da igual si me respondes o no, pero tienes que prometerme que vendrás. Recuerda que estamos en un mundo ideal. No nos importa nadie. Tú y yo pasaremos el día juntos entre el cielo azul y la silenciosa tierra… un recuerdo que perdurará toda una vida. Saldrás cuando caiga la noche y te encontrarás conmigo junto al mar, en el lugar donde te vi ayer.

Rhoda no respondió. Desvió la mirada hacia las profundas aguas negras.

—¡Qué gran oportunidad —continuó Everard, señalando la casita con la mano— para decir las mayores estupideces que se nos ocurran!

—¿Como cuáles?

—Como que quedarse aquí, juntos el resto de nuestras vidas nos haría inmensamente felices. Ya conoces la clase de hombre que diría algo así.

—¡No personalmente, gracias a Dios!

—Una semana… un mes con un tiempo como éste. Bueno, quizá con alguna tormenta, para variar; las nubes cerniéndose sobre nosotros desde la cumbre del Scawfell; un viento salvaje ululando sobre el lago; una lluvia torrencial golpeando el techo de la casa, y tú y yo junto al fuego. ¡Con una buena provisión de libros, puedo imaginarnos viviendo así unos tres meses, quizá hasta medio año!

—Cuidado. No se olvide del «esa clase de hombres».

—Descuida. Hay una gran diferencia entre seis meses y toda una vida. Cuando pasaran los seis meses nos iríamos de Inglaterra.

—¿En el
Orient Express
?

Se echaron a reír a la vez. Rhoda se sonrojó, puesto que las palabras que se le habían escapado eran mucho más que una simple broma.

—En el
Orient Express.
Alquilaríamos una casa junto al Bósforo durante los seis meses siguientes y contrastaríamos nuestras emociones con las experimentadas en Burmoor Tarn. Piensa en lo maravilloso que podría ser ese año y lo mucho que habríamos aprendido de la naturaleza y de nosotros.

—Y lo cansados que estaríamos el uno del otro.

Barfoot la miró atentamente. No podía interpretar su expresión con absoluta certeza.

—¿De verdad lo crees? —preguntó.

—Sabe que es verdad.

—¡Calla! Éste tiene que ser un día perfecto. No pienso admitir que podríamos cansarnos el uno del otro en circunstancias razonablemente variadas. Para mí eres una mujer tremendamente interesante y confío en que yo pueda llegar a serlo también para ti.

Everard no dejó en ningún momento de trabajar con la imaginación, algo muy apropiado para ese momento de descanso. Rhoda no habló demasiado. En general sus comentarios no hacían más que interrumpir a propósito el discurso de Everard. Cuándo él terminó su cigarro se levantaron y reemprendieron la marcha. Esta última parte del camino resultó ser la más interesante, puesto que esperaban con impaciencia disfrutar de la vista de Wastdale. Apareció una cumbre pelada, oscura y desolada, que, según supusieron, era el Great Gabel; después de acelerar el paso durante una milla, el valle se abrió a sus pies tan de repente que se detuvieron en seco y se miraron en silencio. Desde las alturas vieron a sus pies el Wastwater, el más negro y lúgubre de los lagos, los campos y bosquecillos situados en la boca del valle con su ondulante riachuelo, y las escarpadas gargantas situadas a sus pies, ocultas en la sombra.

Descendieron por un sendero que en invierno se convierte en lecho de un torrente, pedregoso y empinado, que zigzagueaba a través de un espeso bosque. Durante el trayecto, y ya llegados al camino que llevaba al pueblo, continuaron hablando en el mismo tono alegre y natural que antes de detenerse a descansar. Y así siguieron en la posada donde almorzaron y durante el viaje de vuelta en coche (pasando junto al oscuro lago, con sus bosques y sus precipicios, entre verdes praderas en campo abierto, y de allí, atravesando Gosworth, por la larga carretera que bajaba al mar). Apenas una nube había cubierto el sol desde su partida. Había sido un día perfecto.

Se apearon antes de llegar a Seascale. Barfoot pagó al cochero (que fue a repostar al hotel) y caminó junto a Rhoda el último cuarto de milla. Había sido idea suya. Rhoda no había hecho el menor comentario, pero aprobaba su decisión.

—Son las seis —dijo Everard tras un corto silencio—. Recuerda nuestra cita. A las ocho en la orilla.

—Estaría mucho más cómoda leyendo un libro en el sillón.

—Oh, ya has leído demasiados libros. Es hora de empezar a vivir.

—Es hora de descansar.

—¿Tan cansada estás? ¡Pobrecita! Ha sido un día demasiado duro para ti.

Rhoda se echó a reír.

—Podría regresar a pie a Wastwater si fuera necesario.

—Por supuesto. Ya lo sabía. Eres magnífica. Entonces a las ocho.

No volvieron a hablar del asunto. Cuando tuvieron la residencia de Rhoda a la vista se despidieron sin darse la mano.

Antes de las ocho Everard paseaba por la playa, viendo cómo el sol se ponía en todo su esplendor. Sonreía con frecuencia. Había llegado la hora de poner definitivamente a prueba a Rhoda y se sentía confiado en cuanto al resultado. Si el temple de ella soportaba esa prueba, si declaraba su deseo no sólo de abandonar su ideal de vida sino también de desafiar al mundo convirtiéndose en su mujer sin ningún formulismo que avalara su mutua unión, era la mujer que había imaginado y caminaría con ella alegremente de la mano como hombre casado. Legalmente casado. La propuesta de una unión libre no era más que una prueba. Amándola como no había imaginado llegar a amarla, todavía conservaba dentro de sí el espíritu con que al principio la había cortejado, tanto que no podía quedar satisfecho sino con una rendición incondicional. Encantado con su independencia de ideas, todavía deseaba verla completamente subyugada a él, desatar en ella una pasión totalmente irreflexiva. El dócil consentimiento al matrimonio era una experiencia de lo más común. Estaba seguro de que Agnes Brissenden se casaría con él en el momento en que se lo pidiera, y de que además sería una esposa estupenda. Pero esperaba y exigía de Rhoda Nunn mucho más que eso. Debía elevarse muy por encima del patrón de mujer inteligente. Tenía que manifestar absoluta confianza en él. Eso era lo que en realidad le movía. Las censuras y sospechas que Rhoda no había vacilado en confesar con la mayor claridad tenían que desaparecer del último rincón de su cabeza.

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