Read Mujeres sin pareja Online

Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (39 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
8.8Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Aunque no soportaba mirarle, sus ojos volvían a él una y otra vez. Le asqueaba su rostro; las arrugas profundas, los párpados enrojecidos y la piel manchada alimentaban el odio que sentía por él. Pero no dejaba de tenerle lástima. El frenético júbilo de su marido era la más cruel de las ironías. ¿Qué haría? ¿Que iba a ser de él? Se dio la vuelta y salió de la habitación, puesto que oír su respiración trabajosa la hacía sufrir demasiado.

Cuando se despertó, Widdowson fue en su busca y se rió de su involuntaria siesta.

—Bueno, mañana por la mañana irás a ver a tu hermana.

—Mejor por la tarde.

—¿Por que? No nos peleemos. ¡Por la mañana, por la mañana!

—Por favor, te ruego que me dejes manejar el asunto a mi modo —exclamó Monica nerviosa—. Tengo mucho que hacer aquí antes de salir.

Él la acarició.

—No quiero que digas que no atiendo a razones. Está bien, por la tarde. Y no prestes oídos a ninguna objeción.

—No, no.

Era viernes. Widdowson estuvo toda la mañana ocupado entre agentes inmobiliarios y los encargados de la mudanza, ya que no pasaba día sin dar algún paso práctico para deshacerse de la vida que tanto detestaba. Monica parecía igualmente activa en sus propias tareas. Vaciaba cajones y armarios y hacía una selección de cosas según un principio que sólo entendía ella. Sus mejillas seguían teniendo color, en visible contraste con la palidez que durante mucho tiempo le había dado aspecto de mujer que envejecía. Eso y sus ojos singularmente brillantes le otorgaban una belleza que no hacía sino sugerir lo que podría haber ganado con un matrimonio feliz.

Almorzaron a la una y a las dos menos cuarto Monica se fue en tren a Clapham Junction. Tenía intención de conversar brevemente con Virginia, que ya estaba al corriente de su visita a Clevedon, y de hablar como si se hubieran reconciliado con la idea de la mudanza. Después de eso seguiría su viaje a fin de llegar a Bayswater a las cuatro. Pero Virginia no estaba en casa. La señora Conisbee dijo que había salido de casa a las once con el propósito de estar de vuelta para el té. Después de un instante de duda Monica le pidió a la casera que entregara a su hermana un mensaje de su parte.

—Por favor, dígale que no venga a Herne Hill hasta que me haya puesto en contacto con ella, ya que lo más probable es que no esté en casa durante uno o dos días.

Eso le daba más tiempo, un tiempo que no sabía cómo emplear. Volvió a la estación y siguió hacia Victoria. Allí, se sentó en la esquina de una sala de espera, febrilmente impaciente, hasta que su reloj le informó de que podía coger el siguiente tren hacia el oeste.

Sobre ella se cernía un posible peligro, aunque quizá no necesitara preocuparse de esa clase de peligros. ¿Qué ocurriría si se encontraba con el señor Barfoot mientras subía las escaleras? Aunque lo más probable era que él no tuviera ni idea de que sus amigas que vivían en el piso de arriba, no estaban en casa. ¿Acaso importaba lo que él pensara? En uno o dos días…

Llegó a la calle y se acercó al bloque de pisos, sin dejar de mirar con inquietud a su alrededor. Cuando estaba a pocos metros de la puerta, ésta se abrió, y apareció Barfoot. Su primera sensación fue la de un terror incontrolable. La segunda, dar gracias por no haber llegado unos minutos antes, porque entonces el encuentro que tanto había temido se habría producido dentro del edificio. Barfoot caminó hacia ella, la vio y, al reconocerla, la más amable de las sonrisas iluminó su rostro.

—¡Señora Widdowson! Pensaba en usted hace un minuto. Estaba deseando verla.

—Voy a… ver a alguien que vive en este barrio.

Monica apenas podía conservar la calma. Temblaba de la sorpresa y la necesidad de fingir tranquilidad ponía de nuevo sus nervios a prueba. Estaba segura de que Barfoot leía en su rostro como en un libro abierto; veía en él la culpa; la rapidez con la que había desviado la mirada y su peculiar sonrisa parecían revelar una cómoda tolerancia, propia de un hombre de mundo.

—Permítame acompañarla hasta el final de la calle.

Sus palabras vibraron en los oídos de Monica. Ella siguió caminando de forma inconsciente, como una autómata.

—¿Sabe que la señorita Nunn se ha ido a Cumberland? —decía Barfoot sin dejar de mirarla.

—Sí, ya lo sabía.

Monica intentaba sonreír al mirarle.

—También yo me iré mañana —continuó él.

—¿A Cumberland?

—Espero poder verla. Quizá se enfade al verme allí.

—Puede que sí o puede que no.

Monica no podía controlar su confusión. Le ardían las orejas, el cuello. Agonizaba de pura vergüenza. Sus palabras sonaban a estúpidos balbuceos que a buen seguro llevarían a Barfoot a confirmar el mal concepto en que la tenía.

—Si todo es en vano —siguió él— tendré que decir adiós y todo habrá acabado.

—Espero que no. Me gustaría pensar…

Era inútil. Cerró la boca y se quedó muda. ¡Ojalá la dejara en paz! Y casi inmediatamente él así lo hizo, con unas palabras amables. Monica sintió la presión de su mano y le vio alejarse rápidamente. Sin duda él sabía que era eso lo que ella estaba deseando.

Hasta que no le hubo perdido de vista, Monica no dejó de caminar en la misma dirección. Entonces dio la vuelta y recorrió a toda prisa el camino andado, temiendo llegar tarde y que Bevis pudiera haber perdido la esperanza de volver a verla. Ahora ya no podía haber nadie en el edificio con quien pudiera encontrarse. Abrió el gran portón de entrada y subió.

Bevis probablemente estaba esperando oír sus leves pasos. La puerta se abrió antes de que Monica llamara. Sin decir nada, y con una silenciosa exhalación de alegría en los labios, se retiró para dejarla entrar y acto seguido tomó las manos de ella entre las suyas.

Se veían signos de desorden en el salón. Habían descolgado los cuadros de las paredes y los apliques habían desaparecido.

—Ésta va a ser la última noche que duerma aquí —empezó Bevis presa de una agitación no menos evidente que la de Monica —Mañana me dedicaré a preparar lo que voy a llevarme. ¡Cómo odio todo esto!

Monica se dejó caer en una silla cercana a la puerta.

—¡Oh, no te sientes ahí! —exclamó Bevis—. Siéntate aquí, como aquel día. Volvamos a tomar el té juntos.

Sus palabras sonaron forzadas y la risa que las encadenaba revelaba su nerviosismo.

—Cuéntame lo que has estado haciendo. He pensado en ti día y noche.

Cogió una silla y la acercó hasta ella, y cuando se hubo sentado le cogió la mano. Monica, reprimiendo a duras penas un sollozo, resultado de sus miedos y tristezas, la retiró. Pero Bevis la tomó de nuevo entre las suyas.

—Un guante cubre tu mano —dijo con voz temblorosa—. ¿Qué mal hay en que tome tu guante entre mis manos? No pienses en ello y háblame. Adoro la música, pero no hay música más preciosa que tu voz.

—¿Te vas el lunes?

No fue ella la que habló, sino sus labios.

—No, creo que el martes.

—Mi… el señor Widdowson se me lleva lejos de Londres.

—¿Lejos?

Monica se lo contó todo. Bevis no apartaba los ojos de su rostro. La miraba con absoluta adoración, adoración que dio paso al dolor y por fin a una afligida perplejidad.

—Llevas un año de casada —murmuró—. ¡Oh, si te hubiera conocido antes! Qué destino tan cruel habernos conocido cuando ya no hay esperanza.

El hombre se mostraba embargado por su más doloroso sentimentalismo. Su habitual alegría, sus rasgos saludables, su cuerpo robusto y flexible, sugerían que cuando en él se despertaba el amor lo expresaba con fuerza viril. Pero Monica se había ruborizado y temblaba como una colegiala, y las palabras de él se fundieron por fin en un melodioso lamento.

Se llevó los dedos enguantados a los labios. Monica, mortalmente pálida, apartó la cabeza y cerró los ojos
.

—¿Vamos a decirnos adiós hoy para no volver a vernos? —continuó Bevis—. ¡Dime que me amas! ¡Sólo dime que me amas!

—Me desprecias por haber venido a verte.

—¿Que te desprecio?

Dejándose llevar por un repentino impulso, el la estrechó entre sus brazos.

—¡Dime que me amas!

Acalló con un beso la última sílaba de la respuesta que los labios de Monica murmuraban.

—¡Monica! ¿Qué nos espera? ¿Cómo puedo dejarte?

Monica, abandonándose por un instante a un desvanecimiento que amenazaba con dominarla, fue capaz, cuando la caricia de Bevis enloquecía de pasión, de deshacerse de su abrazo y apartarse de él. Bevis recuperó la compostura y ambos se quedaron en silencio. De nuevo él se acercó.

—¡Llévame contigo! —gritó entonces Monica, juntando las manos—. No puedo vivir con él. Deja que vaya contigo a Francia. —Bevis abrió, consternado, sus ojos azules.

—¿Te atreverías… te atreverías a hacerlo? —tartamudeó.

—¿Que si me atrevería? ¿Qué valor requiere eso? ¿Cómo puedo atreverme a seguir junto a un hombre al que odio?

—Tienes que dejarle. Por supuesto que tienes que dejarle.

—¡Oh, no puedo aguantar ni un solo día más! —siguió Monica entre sollozos—. Ni siquiera tendría que volver hoy. Te amo y no tengo por qué avergonzarme de eso. Pero vivir con él, seguir adelante con esta farsa, es demasiado vergonzoso. Mi marido hace que me odie a mí misma tanto como yo le odio a él.

—¿Ha sido violento contigo, cariño?

—No puedo acusarle de nada, excepto de haberme convencido para que me casara con él y de haberme hecho pensar que podría amarle cuando ni siquiera sabía lo que era el amor. Y ahora quiere alejarme de toda la gente que conozco porque está celoso de ellos. ¿Y cómo puedo culparle? ¿Acaso no tiene razones para estar celoso? Le estoy engañando, lo hago desde hace tiempo, fingiendo ser una esposa fiel cuando a menudo he deseado con todas mis fuerzas verle morir y que me dejara en libertad. Soy yo la culpable. Tendría que haberle dejado. Toda mujer que piense en su marido como yo lo hago debería dejarle. Es vil y mezquino seguir fingiendo… engañando…

Bevis se acercó a ella y la tomó en sus brazos.

—¿Me amas? —jadeó Monica respondiendo a la pasión de sus besos—. ¿Me llevarás contigo?

—Sí, vendrás conmigo. No podemos viajar juntos, pero vendrás… cuando me haya instalado…

—¿Por qué no puedo ir contigo?

—Querida, piensa en lo que podría ocurrir si se descubriera nuestro secreto.

—¿Si se descubriera? Pero ¿qué más da eso ahora? ¿Cómo quieres que vuelva a casa, con tus besos en mis labios? Oh, tengo que esconderme en alguna parte hasta que te vayas, y luego… ya he apartado las pocas cosas que quiero llevarme. Aunque no me hubieras dicho que me amas no habría podido seguir viviendo a su lado. Tenía el deber de fingir que estaba de acuerdo con todo, pero prefiero pedir en la calle y morirme de hambre antes que seguir soportando tanta infelicidad. ¿No me amas lo suficiente para hacerle frente a lo que pueda pasar?

—Te quiero con toda mi alma, Monica. Siéntate, querida. Hablemos y veamos qué podemos hacer.

La llevó hasta un sofá y allí volvió a estrecharla entre sus brazos, dando rienda suelta a una pasión tal que Monica tuvo que volver a apartarse de él.

—Si de verdad me amas —dijo con amarga desolación en la voz—, me respetarás como me respetabas antes de que viniera a verte. Ayúdame, sufro terriblemente. Dime que me llevarás contigo, aunque tengamos que viajar como desconocidos. Si te da miedo que nos descubran haré lo que sea para impedir que eso ocurra. Volveré a casa y viviré allí hasta el martes, y me iré en el último momento para que nadie pueda sospechar donde… No me importa si tengo que vivir humildemente en el extranjero. Puedo alquilar una habitación en la misma ciudad, o cerca, y tú puedes venir a verme…

Despeinado, con la mirada enfebrecida, temblando de excitación, Bevis pareció detenerse a estudiar las diferentes posibilidades.

—¿Seré una carga para ti? —preguntó ella con la voz apagada—. ¿Quizá es mucho más gasto de lo que tú…?

—¡No, no, no! ¿Cómo puedes pensar en algo así? Pero sería mucho mejor si pudieras esperar aquí hasta que yo… ¡Oh, qué terrible es verme obligado a parecer tan cobarde! Pero son tantas las dificultades, querida. En Burdeos no seré más que un extranjero. Ni siquiera hablo bien francés. Cuando llegue uno de los nuestros vendrá a recogerme a la estación y… piensa, ¿cómo nos las arreglaremos? Ya sabes que si descubren que me he fugado contigo eso perjudicaría terriblemente mi posición. No quiero ni imaginar lo que podría ocurrir. Cariño, tenemos que tener mucho cuidado. Dentro de unas semanas todo será más fácil. Podría escribirte a alguna dirección, y tan pronto lo haya arreglado todo…

Monica se hundió. La poca hombría que su voz revelaba fue para ella una tremenda desilusión. Había esperado algo totalmente distinto: una pasión rauda y viril, una voluntad imparable de anticiparse a sus deseos de huir, una fuerza, un valor al que poder abandonarse en cuerpo y alma. Se hundió del todo y se echó a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.

Bevis, compadeciéndose de ella, se arrodilló ante ella y le rodeó la cintura con los brazos.

—¡No, no! —gimió—. ¡No soporto que llores! Haré lo que quieras, Monica. Dime una dirección a la que pueda escribirte. No llores, mi amor… no llores.

Monica fue de nuevo hasta el sofá y hundió el rostro en el respaldo, sollozando. Durante unos segundos no se dijeron más que incoherencias. De pronto les embargó la pasión y se abrazaron, mudos, inmóviles.

—Mañana le abandonaré —susurró Monica, cuando sus miradas por fin se encontraron—. Estará fuera toda la mañana, así que me dará tiempo a llevarme todo lo que necesito. Dime adónde tengo que ir, querido… a esperarte. Nadie sospechará jamás que hemos huido juntos. Él sabe que soy desgraciada a su lado; creerá que he encontrado algún modo de mantenerme en Londres. ¿Dónde viviré hasta el martes?

Bevis apenas la escuchaba. La tentación natural del hombre, básicamente egoísta, estaba cerrando sobre él su abrazo.

—¿Me amas? ¿De verdad me amas? —le replicó con voz turbia y agitada.

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Cómo puedes dudarlo?

La cara y el tono de voz de Bevis la asustaron.

—¡No hagas que dude de tu amor! Si no tengo absoluta confianza en ti, ¿qué será de mí?

Pero de nuevo ella se apartó de él con decisión. Él no cejó en su intento y la agarró de los brazos con violencia.

—¡Oh, me he equivocado contigo! —gritó Monica con aterrada amargura—. No sabes lo que es el amor como yo lo siento. Ni hablas ni piensas en nuestra futura vida juntos…

BOOK: Mujeres sin pareja
8.8Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Unaccustomed Earth by Jhumpa Lahiri
Spankable Susan by Raelynn Blue
Fishboy by Mark Richard
The Glamorous Life by Nikki Turner
Hondo (1953) by L'amour, Louis
The Lost Souls Dating Agency by Suneeti Rekhari
Dominion by C. J. Sansom
The Skating Rink by Roberto Bolaño