Estaba profundamente agitada. Monica no había ido a la conferencia de la señorita Barfoot y, era evidente, había engañado a conciencia a su marido. ¿Para qué? ¿Dónde había pasado esas horas? El informe de Mildred Vesper daba pie a sombrías conjeturas, y el incidente de la estación de Sloane Square, la imagen de Monica y Barfoot absortos en conversación, parecía tener un posible significado que encendía su resentimiento.
Llegó a casa de la señora Cosgrove demasiado tarde. Según dijo la anfitriona, Monica había estado allí, pero se había ido hacía una media hora.
El deseo instantáneo de Rhoda fue ir de inmediato a Bayswater y vigilar de algún modo el edificio en el que vivía Barfoot. Quizá Monica estuviera allí. Podría ver si salía del edificio.
Pero las dificultades que el plan acarreaba y, sobre todo, el miedo a que la vieran deambulando por aquel barrio, la llevaron a desestimar su propósito en cuanto fue formulado. Volvió a casa y durante una o dos horas estuvo a solas.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la señorita Barfoot cuando por fin se encontraron.
—¿Ocurrido? Nada que yo sepa.
—Estás rara.
—Imaginaciones tuyas. He estado haciendo la maleta. Puede que sea por haber estado tanto tiempo agachada mientras metía las cosas en el baúl.
Esto no dejó en absoluto satisfecha a Mary, que sentía que algo misterioso estaba pasando. Pero no podía hacer otra cosa que esperar, repitiéndose que el gran
dénoûement
estaba cerca.
A las nueve sonó el timbre. Si, como pensaba, era Everard, la señorita Barfoot había decidido que se concentraría exclusivamente en la presión dramática del momento y que dejaría a la pareja sola durante una media hora. Era Everard. Entró en el salón con el ánimo desacostumbradamente divertido.
—He pasado el día entero en el campo —fueron sus primeras palabras; y siguió hablando de cosas triviales: los detalles de un grupo de excursionistas cockney que le habían llamado la atención.
Pasados unos minutos Mary se excusó y salió de la habitación. Una vez solos, Rhoda observó fijamente a Barfoot y le preguntó:
—¿De verdad ha estado fuera de la ciudad?
—¿Por qué lo duda?
—Ya se lo he dicho.
Rhoda apartó la mirada. Después de examinarla, curioso, Everard se acercó y se colocó frente a ella.
—Deseo pedirle permiso para encontrarme con usted en alguna parte durante las próximas tres semanas. En cualquier punto de su ruta. Podríamos pasar un día juntos y luego… despedirnos.
—Tiene usted libre acceso a la región de los lagos, señor Barfoot.
—Pero no quiero echarla de menos. ¿Pasará usted una semana en Seascale?
—Ése es mi plan, pero no quiero comprometerme a nada que me ate. Las vacaciones son un tiempo de libertad.
Se miraron, ella con una indiferencia que no era más que desafío, él con una significativa sonrisa en los labios.
—Entonces quizá podamos vernos dentro de una semana.
Rhoda se limitó a alzar las cejas como única respuesta, como expresando indiferencia.
—No me quedaré mucho esta noche. ¡Que tenga un buen viaje!
Everard le dio la mano y se fue. La señorita Barfoot salió al vestíbulo a despedirle e intercambiaron algunas palabras, comentarios poco importantes y que en nada se refirieron a lo que había ocurrido entre Rhoda y él. Tampoco Rhoda lo mencionó cuando su amiga se reunió con ella. Se retiró temprano, después de haberlo dispuesto todo para partir en el expreso de las diez que salía de Euston a la mañana siguiente.
Su equipaje consistía en un baúl y una cartera con una correa que iba a hacer las funciones de una mochila de hombre. Excepto el indispensable paraguas, sólo llevaba lo necesario. Había metido en el baúl un vestido nuevo, adecuado tanto para la montaña como para la playa. La señorita Barfoot había juzgado su efecto y era de la opinión de que a Rhoda le sentaba a la perfección.
Pero Rhoda, habiendo seleccionado cuidadosamente todo lo que iba a llevarse, todavía tuvo que ocuparse de algo que la mantuvo en vela varias horas. Sacó un enorme montón de cartas de un cajón cerrado con llave (las había ido guardando allí durante años), seleccionó una décima parte del montón y las agrupó, depositándolas a continuación en una gran caja; tiró el resto al fuego de la chimenea. Luego cogió varios pequeños objetos de la habitación, adornos y otras cosas, y los metió también en la misma caja. Todas sus propiedades privadas, todo lo que tenía para ella algún valor, excepto los libros, estaban finalmente bajo llave y ordenadas en depósitos portátiles. Pero Rhoda seguía moviéndose, como si quisiera asegurarse de que no se le había escapado nada. En silencio, con sus suaves zapatillas, fue de acá para allá hasta que la corta noche de verano dio paso al amanecer. Cuando por fin, agotada, se fue a la cama, no pudo dormir.
Tampoco Mary Barfoot durmió mucho esa noche. Estuvo acostada pensando, prediciendo extrañas posibilidades.
El lunes por la noche, a su regreso de Great Portland Street, lo primero que hizo fue entrar en la habitación de Rhoda. Las cenizas del papel quemado habían sido retiradas, pero un simple vistazo le bastó para percatarse del cuidado innecesario y sin precedentes con que la señorita Nunn había recogido y empaquetado la mayoría de sus cosas. De nuevo Mary pasó una mala noche.
Ese domingo por la tarde, en casa de la señora Cosgrove, Monica sólo tenía ojos para una persona. Su visita era prácticamente una cita para encontrarse con Bevis, con quien se había visto dos veces desde que fuera a visitarle a su piso. Uno o dos días después, Monica había recibido una llamada de las hermanas Bevis, que le recordaron que su hermano estaba a punto de partir hacia Burdeos, así que Monica las invitó a comer. Dos semanas después de aquella comida se encontró por casualidad con Bevis en Oxford Street. Bevis tenía tanta prisa que no pudo quedarse con ella más de dos minutos, pero acordaron verse en casa de la señora Cosgrove el domingo siguiente. Allí se encontraron.
Monica no dejaba de temblar por temor a ser observada y a levantar sospechas con su visita. Ese día no había mucha gente en casa de la señora Cosgrove y, después de intercambiar algunas palabras con Bevis, se acercó a hablar con su anfitriona. No se aventuró a obedecer las miradas que su confeso amante le lanzaba mientras ella conversaba hasta pasada media hora. Bevis parecía tan relajado, tan poco alterado, que Monica se preguntó si no habría interpretado mal el significado de sus atenciones. Por un momento esperó que así fuera, pero al instante siguiente deseó con todas sus fuerzas ver en él algún signo de apasionada devoción, y a la vez pensaba, angustiada, en el día, ya tan cercano, en que él se habría marchado para siempre. Ése, creía ardientemente, era el hombre que tendría que haber sido su marido. A él sí podría amarle de verdad, hacer de sus deseos órdenes y dedicarse a él en cuerpo y alma. La independencia por la que había estado luchando con uñas y dientes desde el día de su boda no era más que el deseo de libertad para poder amar. Si se hubiera comprendido a sí misma como ahora lo hacía, su vida jamás se habría convertido en la tortura que ahora era.
—Las chicas —decía Bevis— se van el jueves. Estaré solo el resto de la semana. El lunes llevaré los muebles al Pantechnicon, y el martes… me marcharé.
Cualquiera habría dicho que estaba ilusionado ante la perspectiva de su viaje. Monica miraba a los demás grupos conversar en la habitación con una sonrisa clavada en los labios. Nadie le prestaba atención. En ese momento oyó murmurar a su acompañante. Bevis no había dejado de hablar, pero ahora lo hacía en un tono apenas audible.
—Ven el viernes por la tarde a las cuatro.
Se le aceleró el corazón y fue consciente de que el color de sus mejillas la estaba traicionando.
—Ven, una vez más, por última vez. Será como antes… como antes. Charlaremos durante una hora y luego nos diremos adiós.
Monica se quedó sin habla. Bevis, advirtiendo que la señora Cosgrove les miraba, se echó a reír de pronto, como si acabaran de compartir algún comentario gracioso, y retomó su tono animado. Monica también se echó a reír. Después de seguir fingiendo durante un breve intervalo, el suave murmullo acarició sus oídos.
—Te estaré esperando. Sé que no me negarás esta última petición. Algún día —se le había apagado la voz—, quizá algún día… quién sabe.
Una terrible esperanza le recorrió el cuerpo. Los ojos de un desconocido la miraron y Monica volvió a reír.
—El viernes a las cuatro. Te estaré esperando.
Ella se levantó, recorrió la habitación con la vista y le tendió la mano, despidiéndose de él con absoluta neutralidad. Sus miradas no se encontraron. Monica fue en busca de la señora Cosgrove y salió de la casa en cuanto pudo.
Widdowson salió a recibirla cuando entraba en casa. Monica pudo leer en su semblante que algo extraordinario había ocurrido y se puso a temblar frente a el.
—¿Ya estás de vuelta? —exclamó Widdowson con una sonrisa triste—. Date prisa, cámbiate y ven a la biblioteca.
Si él hubiera descubierto algo (por ejemplo la mentira que ella le había contado hacía un mes, o esa más reciente cuando, sin causa justificada, le había dicho que había estado en la conferencia de la señorita Barfoot), no tendría esa mirada ni le hablaría así. Deprisa, casi sin aliento, Monica se cambió de vestido y obedeció sus órdenes.
—La señorita Nunn ha estado aquí —fueron sus primeras palabras.
Monica palideció. Naturalmente él se dio atenta. Ella se preparó para lo peor.
—Quería verte porque se va el lunes. ¿Qué te ocurre?
—Nada. Has empezado a hablar de una forma tan rara…
—¿En serio? Tú sí que estás rara. No te entiendo. La señorita Nunn dice que todo el mundo se ha fijado en la pinta de enferma que tienes. Es hora de que pongamos remedio a eso. Mañana por la mañana nos vamos a Somerset, a Clevedon, a buscar una casa.
—Pensaba que habías renunciado a la idea.
—Eso es lo de menos.
Determinado a parecer, y a ser, enérgico, Widdowson hablaba con brusca obstinación, una tenacidad que por momentos se tornaba en violencia.
—Estoy decidido. Mañana sale un tren para Bristol a las diez y veinte. Coge sólo un par de cosas, estaremos fuera uno o dos días.
Martes, miércoles, jueves… el viernes podrían estar de vuelta. Angustiada por la incertidumbre, Monica se había decidido. Si no podía regresar antes del viernes escribiría una carta.
—¿Por qué me hablas en ese tono? —dijo con frialdad.
—¿En qué tono? Te estoy diciendo lo que he decidido hacer, eso es todo. Estoy seguro de que no me costará encontrar allí una casa. Como conoces el lugar podrás sugerirme cuáles son los sitios mejores.
Monica se sentó. Le fallaban las fuerzas.
—Cierto —continuó Widdowson, observándola con la mirada encendida—. ¡Oh, tenemos que poner fin a esto! —soltó una carcajada de enojo—. ¡No pienso prolongar esta situación ni un día más! Escribe a tus hermanas esta tarde y cuéntaselo. Quiero que las dos vengan a vivir con nosotros.
—Muy bien.
—Pero ¿no te alegras? ¿No crees que nos hará bien?
Se acercó tanto a Monica que ella sintió su aliento enfebrecido.
—Ya te dije en su momento —respondió— que haremos lo que quieras.
—¿Y no volverás a decir que te sientes prisionera? —Monica se echó a reír.
—Oh, no. No diré nada.
Apenas era consciente de las palabras que salían de su boca. Que él propusiera, que hiciera lo que quisiera; a ella le daba igual. Monica vio algo, algo que una hora antes no se habría atrevido a considerar, algo que la golpeaba con la fuerza del destino.
—Sabes que no podemos seguir viviendo así, ¿verdad, Monica?
—No, no podemos.
—¿Lo ves? —casi gritó, triunfal, animado por la sonrisa de su esposa—. Sólo hacía falta que me decidiera. He sido absurdamente débil y la debilidad de un marido equivale a la infelicidad de su mujer. A partir de hoy seré tu guía. No soy ningún tirano, pero te guiaré por tu propio bien.
Monica seguía sonriendo.
—Entonces se acabó nuestra infelicidad, ¿verdad, cariño? ¡Y cuánta infelicidad! ¡Dios mío, cuánto he sufrido! ¿No te has dado cuenta?
—Demasiado bien lo he sabido.
—¿Y ahora me compensarás por ello, Monica?
De nuevo impulsada por la irresistible fuerza, ella respondió mecánicamente:
—Haré lo que sea mejor para los dos.
Él se agachó junto a ella y la estrechó entre sus brazos.
—¡Esa es mi mujer! Te ha cambiado la cara por completo. ¿Ves cómo el marido tiene que coger las riendas? Nuestro segundo año de casados será completamente diferente del primero. Aunque en realidad hemos sido felices, ¿verdad, querida? Es este maldito Londres lo que se ha interpuesto entre nosotros. Empezaremos de nuevo en Clevedon, como lo hicimos en Guernsey. Estoy convencido de que todos nuestros problemas eran consecuencia de tu mala salud. El aire de Londres nunca te ha sentado bien; te encontrabas mal y no podías estar en paz en tu propia casa. ¡Mi pobre niña! ¡Mi pobre chiquilla!
Widdowson estuvo en éxtasis durante toda la tarde, en parte porque creía que Monica se alegraba de verdad de su decisión, y en parte porque tenía la sensación de haberse portado por fin como un hombre decidido. Tenía los ojos inyectados en sangre y antes de la cena sufría un insoportable dolor de cabeza.
Todo aconteció como lo había planeado. Se fueron a Somerset, se alojaron en un hotel de Clevedon y empezaron a buscar una casa. Encontraron lo que buscaban el miércoles, una casa modesta, pero espaciosa y muy bien situada. Podía estar lista para entrar a vivir en dos semanas. Continuando con su exhibición de vigorosa prontitud, Widdowson firmó el contrato de alquiler esa misma tarde.
—Mañana nos vamos directos a casa y empezamos a organizar la mudanza. Cuando hayamos terminado, tú volverás aquí y te instalarás en un hotel hasta que la casa esté amueblada. Ve a casa de tu hermana Virginia y oblígala a hacer lo que tú digas. ¡Imítame! —soltó una risotada fatua—. No escuches ninguna objeción. Una vez la hayas sacado de allí te lo agradecerá.
Habían vuelto a Herne Hill el jueves por la tarde. Widdowson todavía seguía haciendo gala de su extravagante comportamiento, pero estaba rendido. Estaba tan ronco que cualquiera habría dicho que tenía dolor de garganta; su ronquera no era más que la consecuencia directa de su nerviosismo. Después de un simulacro de cena, se sentó y fingió leer. Cuando Monica le miró, minutos después, se dio cuenta de que se había quedado dormido.