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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (17 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
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Se echó a reír animadamente.

—Me atrevería a decir que la señorita Nunn no necesita protegerse de usted.

—Tuve una extraña ocurrencia mientras estaba con ellas —Everard echó la cabeza hacia atrás y entornó los ojos—. Creo que la señorita Nunn se considera inmunizada contra cualquier tipo de galanteo. Es una de esas mujeres de enorme severidad, imagino que el terror de toda joven que muestre débiles tendencias al matrimonio. Ahora bien, supone una tentación para un hombre de mi posición. Habría algo de desafiante en galantear insistentemente a la señorita Nunn, simplemente para probar su sinceridad.

Micklethwaite meneó la cabeza.

—Eso no es digno de usted, Barfoot. No puede hacer eso.

—Pero es que esa clase de mujer realmente le pone a uno a prueba. Si fuera rica creo que podría hacerlo sin ningún escrúpulo.

—Parece usted dar por hecho —dijo el matemático con una sonrisa— que esa señora respondería a sus galanteos.

—Le confieso que las mujeres me han maleducado, y de verdad me enerva cuando alguien me acusa de faltarles al respeto. He sido víctima de esta infinita veneración por las féminas. Ahora le contaré la historia, y no olvide que es usted la única persona a quien se la he contado. Nunca intenté defenderme cuando todos me vilipendiaron. Probablemente no habría servido de nada, excepto para alimentar el odio del que era objeto. Creo que algún día le contaré la verdad a la prima Mary; le hará bien.

Su interlocutor escuchaba incómodo, aunque curioso.

—Bueno, pues estaba yo pasando el verano en casa de unos amigos en un pueblecito llamado Upchurch, cerca de Oxford. Mis amigos eran gente acomodada, de apellido Goodall; gente dedicada a la filantropía. La señorita Goodall estaba siempre rodeada de chicas de Upchurch, algunas educadas y otras no tanto. Su intención era civilizar a una clase por medio de la otra y dar un nuevo espíritu a ambas. Mi prima Mary estaba en la casa mientras duró mi visita. Sus opiniones eran mucho más razonables que las de la señora Goodall, pero mostraba un gran interés por lo que allí ocurría.

»Pues bien, una de las chicas en proceso de espiritualización se llamaba Amy Drake. En una situación normal nunca la habría conocido, pero la chica trabajaba en una tienda a la que fui un par de veces a comprar el periódico. Hablamos un poco (con total corrección por mi parte, se lo aseguro) y supo que yo era amigo de los Goodall. La chica era huérfana y estaba a punto de irse a vivir a Londres con una hermana casada.

»Ocurrió que la joven viajaba, y sola, en el tren en el que volví a Londres una vez mi visita hubo terminado. La vi en la estación de Upchurch pero no hablamos, y yo me metí en un vagón de fumadores. Teníamos que hacer transbordo en Oxford, y allí, cuando caminaba por el andén, Amy se hizo la encontradiza y me vi obligado a hablar con ella. Su comportamiento me dejó bastante sorprendido. Me habría gustado saber lo que habría pensado de ello la señora Goodall. Quizá fuera un signo de inocente libertad en las relaciones entre hombre y mujer. En fin, Amy se las arregló para que viajáramos en el mismo vagón, y estuvimos solos durante el viaje a Londres. Ya puede usted intuir el final de la historia. Salimos juntos de la estación de Paddington y ella no llegó a casa de su hermana hasta la noche.

»Por supuesto espero que crea usted mi versión de los hechos. Las señorita Drake no era ni de lejos la jovencita espiritual que imaginaba o en la que esperaba convertirla la señora Goodall. Sencillamente era una depravada. Dirá usted que eso no cambia el hecho de que también yo me comportara como un depravado. No, moralmente yo tuve la culpa, aunque no tenía pretensión moral alguna y era esperar demasiado de mí que rechazara a la chica y que le soltara un sermón. Supongo que estará usted de acuerdo.

El matemático frunció el ceño, incómodo, y asintió.

—Amy no sólo era una depravada sino también una bribona. Me acusó delante de mis amigos de Upchurch y estoy seguro de que ésa había sido su intención desde el principio. Imagine usted el escándalo. Había cometido un crimen monstruoso; había mancillado el honor de una inocente jovencita, había traicionado la hospitalidad de mis amigos, etc. En el caso de Amy los resultados fueron extrañísimos. Naturalmente tenía que casarme con la chiquilla, aunque por supuesto no tenía la menor intención de hacerlo. Por los motivos que ya le he explicado dejé que la tormenta me pillara de pleno. Sin duda me había comportado como un estúpido y no había forma de arreglarlo. Nadie me habría creído; nadie habría admitido que la verdad no era más que una excusa. Fui denigrado por todos y cuando, poco después, mi padre hizo testamento y murió, no me cabe duda de que por culpa del incidente me excluyó de la herencia, dejándome sólo mi pequeña pensión. Mi prima Mary recibió gran parte del dinero que en otras circunstancias habría sido para mí. Hasta entonces mi relación con el viejo había sido buena; creo que en el testamento que destruyó me trataba generosamente.

—Bueno, bueno —dijo Micklethwaite—, todo el mundo sabe que hay por ahí muchas mujeres detestables. Pero no debe dejar que eso afecte su concepto de las mujeres en general. ¿Qué fue de la chica?

—Le pasé una pequeña pensión durante un año y medio. Luego su hijo murió y suspendí la asignación. No sé nada de ella. Probablemente habrá engañado a algún otro para poder casarse con él.

—Bueno, Barfoot —dijo el otro, cambiando de postura en la silla—, sigo pensando lo mismo. Debe usted compartir la mitad de su pensión con alguna mujer que lo valga. Dese prisa y encuéntrela. Será mejor para usted.

—¿Y cree usted —preguntó Everard con una sonrisa indulgente— que podría casarme con cuatrocientas cincuenta libras anuales?

—¡Santo cielo! ¿Y por qué no?

—Me parece imposible. Puede que una esposa me acepte, pero casarse en la pobreza… conozco el mundo y a mí mismo lo suficiente para no caer en eso.

—¡La pobreza! —gritó el matemático—. ¡Con cuatrocientas cincuenta libras!

—Opresiva pobreza… para un matrimonio.

Micklethwaite estalló con una indignada elocuencia y Everard siguió escuchándole con una sonrisa contenida en los labios.

CAPÍTULO X
PRINCIPIOS BÁSICOS

Everard Barfoot dejó pasar exactamente una semana y, haciendo uso del permiso de su prima, la visitó a las nueve de la noche. La hora de la cena de la señorita Barfoot era a las siete; Rhoda y ella, cuando estaban solas, raras veces se sentaban a la mesa durante más de media hora, y aquel verano solían salir juntas a la hora del crepúsculo a dar un paseo a la orilla del río. Aquella noche hacía apenas unos minutos que habían regresado cuando Everard llamó a la puerta. La señorita Barfoot (estaban entrando en la biblioteca) miró a su amiga y sonrió.

—No me extrañaría que se tratara del joven. Qué halagador que haya tardado tan poco en volver.

El visitante estaba de buen humor y se encontró con una recepción de un tono semejante. Al instante notó que la señorita Nunn tenía mucho mejor aspecto que hacía una semana; lucía una sonrisa bien dispuesta y agradable, estaba sentada en una actitud sociable y respondía con indulgencia a cualquier comentario jocoso.

—Una de las razones de mi visita —dijo Everard— es contarte una historia digna de mención. Guarda relación —dijo, dirigiéndose a su prima— con nuestra conversación sobre los desastres matrimoniales de aquellos dos amigos míos. ¿Recuerdas el apellido Micklethwaite, aquel hombre que solía torturarme con las matemáticas? Sabía que te acordarías. Está a punto de casarse y su compromiso ha durado diecisiete años.

—El más sabio de tus amigos, diría yo.

—Un gran hombre. Tiene cuarenta años y la señora su misma edad. Un asombroso caso de constancia.

—¿Y en qué crees que acabará eso?

—No puedo saberlo, puesto que no conozco a la señora en cuestión. Pero —añadió con jocosa gravedad— imagino que a estas alturas deben de conocerse bastante bien. Lo único que les ha tenido separados ha sido la más absoluta pobreza. Patético, ¿no crees? Tengo la teoría de que, cuando un compromiso ha durado diez años, con constancia por ambas partes, y la pobreza todavía impide el matrimonio, el Estado debería de alguna forma atender las necesidades de un hombre derivadas de su posición social. Cuando se piensa en ello, esa sugerencia implica un sistema socialista completo.

—Siempre —apuntó Rhoda— que se tuviera en cuenta que ningún matrimonio debería celebrarse hasta después de diez años de compromiso.

—Sí —asintió Barfoot en el más suave y gracioso de sus tonos—. Eso completa el sistema. A menos que prefiriera usted añadir que no se permita ningún compromiso excepto entre quienes hayan superado cierto examen; un examen equivalente, digamos, al que permite acceder a un título universitario.

—Admirable. Y nada de matrimonio excepto en caso de que ambos, durante la década entera, se hayan ganado la vida con un trabajo que sea reconocido por el Estado.

—¿Cómo afecta eso a la prometida del señor Micklethwaite? —preguntó la señorita Barfoot.

—Creo que durante todo este tiempo se ha ganado la vida como profesora.

—¡Por supuesto! —exclamó Mary impacientemente—. Y a buen seguro odiará su profesión. El caso típico de esclavitud, ¿no?

—Al fin y al cabo alguien tiene que dedicarse a enseñar a leer y escribir a los niños.

—Sí, pero que sea gente perfectamente preparada para la tarea y que le guste hacerlo. Esta señora puede que sea una excepción, pero imagino que habrá pasado una vida de trabajo firme, esperando miserablemente a que llegara el día en que el pobre señor Micklethwaite fuera capaz de ofrecerle un hogar. Así es la figura de la profesora común, y debemos abolirla de inmediato.

—¿Cómo piensas hacer eso? —inquirió Everard con suavidad—. El hombre común trabaja para poder casarse y sin duda la mujer común tiene el mismo objetivo. ¿Acaso las profesoras tienen que guardar celibato?

—Nada de eso. Pero hay que educar a las niñas para que tengan una misión en la vida, como ocurre con los hombres. Precisamente porque no es así, cuando se ven necesitadas ofrecen sus servicios como profesoras. Se dedican a una de las tareas más arduas y difíciles como si se tratara de algo tan sencillo como lavar los platos. ¡Sólo podemos ganarnos la vida como maestras! Un hombre sólo es profesor o tutor cuando ha pasado por una preparación laboriosa… nunca sensata o adecuada, naturalmente, pero sí concienzuda; y, en comparación, sólo unos pocos hombres escogen ese tipo de trabajo. Las mujeres deberían tener el mismo abanico de posibilidades.

—Me parece plausible, prima Mary. Pero recuerda que cuando un hombre elige su misión en la vida es para siempre. Una chica no debe olvidar que si se casa su misión cambia. Su antigua misión se tira por la borda y ahí queda, totalmente desaprovechada.

—¡No, en absoluto desaprovechada! Ése es el punto en el que quiero insistir. Tan lejos está esa misión de quedar desaprovechada que ha convertido a la mujer en alguien totalmente diferente de lo que habría sido en otras circunstancias. En lugar de una criatura sentimental y melancólica con (en la mayor parte de los casos) una mente enfermiza, es un ser humano completo. Queda en una posición de igualdad con el hombre, que ya no puede despreciarla como lo hace ahora.

—Muy bien —asintió Everard, observando la sonrisa satisfecha en labios de la señorita Nunn—. Me gusta mucho esa idea. Pero ¿qué hay de la gran cantidad de chicas que se dedican a labores domésticas? ¿Las abandonarás, con un suspiro de impotencia, dejando que sigan siendo melancólicas, sensibleras y enfermizas?

—En primer lugar, no hay necesidad de que haya muchas mujeres solteras dedicadas a esas labores. Muchas de esas mujeres en las que estás pensando no cumplen ninguna función; no hacen más que dar vueltas por la casa porque no tienen nada mejor que hacer. Y cuando cambie el tipo de educación femenina, cuando se eduque a las niñas para que tengan un objetivo definido, las que de verdad tengan que quedarse en casa cumplirán con su tarea con un ánimo diferente. Se tomarán el trabajo de la casa en serio en vez de verlo como una desagradable obligación o como una forma de matar el tiempo hasta que lleguen las ofertas de matrimonio. Sin embargo, no dejaría que ninguna chica, por mucho dinero que tuviera su padre, creciera sin una profesión. No existiría nada parecido a una clase de mujeres vulgarizadas por la necesidad de encontrar diversión diaria.

—Tampoco de hombres, por supuesto —añadió Everard, acariciándose la barba.

—¿A usted le parece bien todo esto, señorita Nunn?

—Oh, sí, pero yo iría más lejos. Enseñaría a las niñas que el matrimonio es algo que deben evitar en vez de esperar. Les enseñaría que para la mayoría de las mujeres el matrimonio es sinónimo de desgracia.

—Ah, a ver si lo entiendo. ¿Por qué sinónimo de desgracia?

—Porque la mayoría de los hombres no tienen el menor sentido del honor. Encadenarse a ellos en matrimonio equivale a miseria y vergüenza.

Everard entornó los párpados y se quedó callado durante unos instantes.

—¿Y de verdad cree usted, señorita Nunn, que convenciendo a la mayor cantidad posible de mujeres para que se nieguen a casarse mejorará el carácter de los hombres?

—No espero obtener resultados inmediatos, señor Barfoot. Me gustaría salvar a la mayor cantidad posible de mujeres de una vida de deshonor, pero el espíritu de nuestro trabajo mira hacia el futuro. Cuando todas las mujeres, ricas y pobres, aprendan a respetarse los hombres las mirarán con ojos distintos y el matrimonio será honroso para ambos.

De nuevo Everard guardó silencio y pareció impresionado.

—Seguiremos esta discusión en otra ocasión —dijo la señorita Barfoot, interrumpiendo animadamente—. Everard, ¿has estado alguna vez en Somerset?

—No conozco esa parte de Inglaterra.

—La señorita Nunn se va de vacaciones a Cheddar y hemos estado viendo algunas fotografías de la zona que sacó su hermano.

Alcanzó una pequeña libreta de bocetos que había sobre la mesa y Everard empezó a hojearla con interés. Sin duda las fotografías eran obra de un aficionado, pero en general no estaban mal. Los acantilados de Cheddar estaban representados desde diversos ángulos.

—No tenía ni idea de que el paisaje fuera tan hermoso. El queso Cheddar ha eclipsado los acantilados en mi imaginación. Este paisaje podría ser Cumberland o las Highlands.

—Allí jugaba yo de niña —dijo Rhoda.

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