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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (19 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
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Uno o dos días después se llevaron a Monica a la habitación de sus hermanas en Lavender Hill. La señora Conisbee se las arregló para poner a su disposición una habitación y Virginia se ocupó de la enferma. Allí había ido la señorita Barfoot la noche en que Everard no la había encontrado en casa; Virginia y ella, en la conversación que tuvieron después de pasar un cuarto de hora con la enferma, estuvieron de acuerdo en que se apreciaba una gran mejoría en ella, pero también en que el estado mental de la chica les inspiraba cierta desconfianza.

—¿Cree usted —preguntó la visitante— que lamenta el paso que dio y para el que yo la convencí?

—Oh, no creo que tenga nada que ver con eso. Se ha mostrado encantada con sus progresos cada vez que la hemos visto. No, estoy segura de que esto es el resultado de todo lo que sufrió en Walworth Road. En poco tiempo volverá al trabajo, y más brillante que nunca.

La señorita Barfoot no estaba muy convencida. Esa noche, después de que Everard se marchara, habló del asunto con Rhoda.

—Me temo —dijo la señorita Nunn— que Monica es una chiquilla bastante tonta. No sabe lo que quiere. Si esto sigue así creo que lo mejor será que la enviemos de nuevo al campo.

—¿A que vuelva a trabajar en la tienda?

—Quizá sea lo mejor.

—Oh, no quiero ni pensarlo.

Rhoda tuvo uno de sus ataques de iracunda elocuencia.

—Vaya, ¿puede haber mejor ejemplo que la familia Madden del crimen que cometen los padres de la clase media al permitir que sus hijas crezcan sin una educación racional? Sí, sé perfectamente que Monica era sólo una niña cuando se quedaron huérfanas pero sus hermanas ya eran unas inútiles y desde entonces su ejemplo no ha hecho más que perjudicarla. Sus tutoras se ocuparon de ella de la manera más absurda; la convirtieron en mitad señora y mitad dependienta. No creo que llegue nunca a nada, y es evidente que las hermanas mayores no harán más que seguir luchando para no morirse de hambre. Nunca abrirán la escuela de la que tanto hablan. ¡Esa pobre Virginia, tan inútil y tan atolondrada, allí sola en esa habitación miserable! ¿Cómo esperar que alguien la quiera como compañera? Y sin embargo tienen un buen capital: ochocientas libras entre las dos. Piensa en lo que podría hacer con ese dinero cualquier mujer verdaderamente capacitada.

—Me da miedo apremiarlas para que se embarquen en una inversión.

—Naturalmente. A mí también. Me da miedo hacer o proponer cualquier cosa. Virginia está en la miseria, tiene que estar en la miseria. ¡Pobrecilla! Nunca olvidaré cómo le brillaban los ojos cuando le puse delante ese trozo de carne.

—Ojalá —suspiró la señorita Barfoot, con una sonrisa apenada— conociera a algún hombre honrado que pudiera enamorarse de la pequeña Monica. A pesar de lo que tú piensas, querida, me dedicaría en cuerpo y alma a emparejarlos. Pero no conozco a nadie.

—Oh, y yo te ayudaría —se rió Rhoda sin malicia—. Me temo que no sirve para otra cosa. No podemos esperar de ella ninguna heroicidad.

Apenas media hora después de que la señorita Barfoot saliera de la casa de Lavender Hill, las dos hermanas Madden recibieron la visita de Mildred Vesper. Eran casi las nueve y media. La enferma, después de haberse levantado hasta mediodía, había vuelto a la cama, aunque no podía dormir. En la misma puerta de entrada, Virginia puso al corriente a la señorita Vesper de cómo estaban las cosas.

—Puede usted subir a verla y quedarse con ella diez minutos.

—Me gustaría mucho, señorita Madden, si me lo permite —replicó Mildred, que por su aspecto parecía incómoda.

Subió y entró en la habitación, que estaba iluminada por la luz de una lámpara. Al ver a su amiga, Monica se mostró muy contenta. Se besaron cariñosamente.

—¡Querida amiga! He decidido volver a casa mañana, como mucho pasado mañana. Esto es tan terriblemente aburrido. Oh, y deseaba saber si había llegado algo para mí… alguna carta.

—Ésa es precisamente la razón de que haya venido a verte esta noche.

Mildred sacó una carta del bolsillo y pareció apartar la mirada al entregársela a Monica.

—No se trata de nada especial —dijo ésta, escondiéndola bajo la almohada—. Gracias, querida.

Pero se le habían encendido las mejillas y estaba temblando.

—Monica…

—¿Sí?

—¿Por qué no me lo cuentas? ¿No crees que te haría bien contármelo?

Monica siguió echada durante un minuto, con los ojos clavados en la pared. Luego se volvió de golpe, con una risa avergonzada.

—He sido una idiota al no habértelo contado antes, pero es que eres tan sensata… Tenía miedo. Te lo contaré todo. No ahora sino tan pronto llegue a Rutland Street. Volveré a estar ahí mañana.

—¿Estás segura de que puedes? Todavía tienes un aspecto terrible.

—Aquí no voy a ponerme mejor —susurró la enferma—. La pobre Virgie me deprime mucho. No le cabe en la cabeza que no soporto oírla repetir esos comentarios que oye en boca de la señorita Barfoot y de la señorita Nunn. Intenta con tanto ahínco mirar al futuro esperanzadamente… pero sé que es muy desgraciada y eso hace que yo me sienta aún más desgraciada. No debería haberme ido de casa. Con tu ayuda me habría recuperado en uno o dos días. Tú nunca finges, Milly; tu bondad es natural y real. Sólo haber visto tu querido rostro ha hecho que me sienta mejor.

—Oh, no seas aduladora. ¿De verdad te encuentras mejor?

—Mucho mejor. Me voy a dormir en seguida.

La visitante se despidió. Cuando, cinco minutos más tarde, Monica hubo dado las buenas noches a su hermana (después de pedirle que no se llevara la lámpara), leyó la carta que Mildred le había traído.

Querida Monica:

¿Por qué no me has escrito todavía? Me has tenido terriblemente preocupado desde que recibí tu última carta. Espero que tu jaqueca desapareciera pronto. ¿Por qué no has querido volver a verme? No te imaginas el esfuerzo que estoy haciendo para no romper mi promesa y presentarme en tu casa para preguntar por ti. Escríbeme de inmediato, te lo imploro, querida mía. Es inútil que me pidas que no utilice estas expresiones de afecto; me vienen a los labios y a mi pluma sin que pueda evitarlo. Sabes bien que te amo con toda mi alma y mi corazón; no puedo dirigirme a ti como lo hice la primera vez que te escribí. ¡Mi amor! Mi pequeña y dulce niña…

Así seguía la carta durante cuatro páginas, dejando apenas espacio al final para un «E. W.». Cuando la hubo leído, Monica hundió el rostro en la almohada y se quedó así un rato. Uno de los relojes de la casa dio las once; eso la hizo espabilarse y salir de la cama para esconder la carta en el bolsillo de su vestido. Poco después se había quedado dormida.

Al día siguiente, cuando volvió del trabajo y abrió la puerta del salón, Mildred Vesper fue recibida con una risa alegre. Monica estaba allí desde las tres y había preparado el té en espera de la llegada de su amiga. Estaba muy pálida pero sus ojos brillaban de satisfacción y se movía por la habitación con tanta energía como antes de su enfermedad.

—Virgie vino conmigo, pero no quiso quedarse. Dice que tenía que escribirle una carta muy importante a Alice… sobre la escuela, por supuesto. ¡Oh, esa escuela! ¡Cómo me gustaría que se decidieran de una vez! Ya les he dicho que por lo que a mí respecta pueden quedarse con todo mi dinero.

—¿De verdad? Me gustaría poder disfrutar de la sensación que debe dar ofrecer cientos de libras a alguien. Seguro que algo así hace que una se sienta digna e importante.

—Oh, son sólo doscientas libras. No es nada.

—Eres una persona de grandes ideas, como ya te he dicho en más de una ocasión. Me gustaría saber de dónde las sacas.

—¡No pongas esa cara de desconfiada! Es la que menos me gusta de ti.

Mildred fue a quitarse el abrigo y volvió en seguida para tomar el té. Tenía una expresión más seria de lo habitual y prefirió escuchar a hablar.

Poco después del té, en medio de un silencio largo y tenso, mientras Mildred simulaba estar absorta en un Treasury
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y su compañera estaba de pie frente a la ventana, desde donde lanzaba miradas furtivas a su amiga, el timbrazo del cartero en la puerta de entrada las sobresaltó e hizo que se miraran la una a la otra con ojos que delataban una conciencia agitada.

—Puede que sea para mí —dijo Monica yendo hacia la puerta—. Iré a ver.

Estaba en lo cierto. Era otra carta de Widdowson, todavía más alarmada y vehemente que la última. La leyó rápidamente en la escalera y entró en la sala con el sobre y la carta estrujados en la mano.

—Voy a contártelo todo, Milly.

Ésta asintió y adoptó una actitud de sobria atención. Mientras relataba la historia Monica no dejó de moverse por la habitación, unas veces jugueteaba con los objetos que había encima de la repisa de la chimenea, otras se quedaba parada en mitad de la habitación con las manos nerviosamente entrelazadas a la espalda. Durante todo el proceso su actitud era la de alguien que está a la defensiva; parecía dudar de sí misma, ansiosa por presentar el caso lo más favorablemente posible; en ningún momento su voz mostró el menor atisbo de pasión desbordada ni la suavidad de la ternura. La narración sonaba extrañamente coherente y en realidad desvelaba una noción confusa de cómo se había comportado en los distintos estadios del irregular noviazgo. Su comportamiento se había visto mucho más marcado por la delicadeza y los escrúpulos que lo que había conseguido expresar. Dolorosamente consciente de ello, terminó por exclamar:

—Veo que ha cambiado la opinión que tenías de mí. No te gusta esta historia. Te preguntas cómo he sido capaz de hacer esto.

—Bueno, querida, desde luego quisiera saber cómo pudiste dar el primer paso —respondió Mildred con su franqueza habitual, aunque también con suavidad—. Por supuesto lo que vino a continuación es diferente. Una vez estuviste segura de que era un caballero…

—En seguida estuve segura de eso —exclamó Monica, con las mejillas todavía encendidas—. Lo entenderás mejor cuando le hayas visto.

—¿Quieres que le vea?

—Voy a escribirle ahora mismo y le diré que me casaré con él.

Se miraron durante un largo rato.

—¿En serio?

—Sí, lo decidí anoche.

—Pero, Monica, espero que no te moleste que te hable con franqueza, pero creo que no le quieres.

—Sí, le amo lo suficiente para pensar que actúo correctamente casándome con él —se sentó a la mesa y apoyó la cabeza en la mano—. Me ama, no hay duda. Si pudieras leer sus cartas te darías cuenta de lo fuertes que son sus sentimientos.

Temblaba del frío que le producía tanta emoción; se le atragantaba la voz por momentos.

—Pero, dejando a un lado el amor —prosiguió Mildred, muy seria—, ¿qué sabes realmente del señor Widdowson? Nada excepto lo que él te ha contado. Espero que permitas que tus amigos hagan las averiguaciones pertinentes.

—Sí. Voy a decírselo a mis hermanas, y no me cabe duda de que irán a ver en seguida a la señorita Nunn. No quiero precipitarme, pero no creo que haya ningún problema; quiero decir que él me ha dicho siempre la verdad. Estarías convencida de ello si le conocieras.

Mildred, con las manos sobre la mesa, juntó las puntas de los dedos y frunció los labios. Parecía buscar algo diminuto en el mantel.

—¿Sabes? —dijo por fin—. Sospechaba lo que estaba ocurriendo. No podía evitarlo.

—Claro que no podías.

—Naturalmente, pensaba que se trataba de alguien que habías conocido en la tienda.

—¿Cómo se me podría haber ocurrido casarme con alguien de la tienda?

—Lo habría sentido por ti.

—Puedes creerme, Milly. El señor Widdowson es un hombre que te gustará y al que respetarás tan pronto le conozcas. No podría haber sido más delicado conmigo. Nunca una palabra suya, hablada o escrita, me ha causado el menor daño, excepto cuando me dice que sufre terriblemente. Por supuesto que no puedo oírle decir eso sin que me duela.

—Respetar a un hombre, incluso que te guste, no es lo mismo que amarle.

—He dicho que te gustaría y que le respetarías —exclamó Monica con divertida impaciencia—. No quiero que le ames.

Mildred se echó a reír, controlándose todavía.

—Todavía no he amado a ningún hombre, querida, y dudo que alguna vez lo haga. Pero creo conocer los síntomas de ese sentimiento.

Monica se acercó a ella por detrás y se apoyó en su hombro.

—Me ama tanto como para conseguir que piense que debo casarme con él. Y me alegro de que sea así. Yo no soy como tú, Milly; no tengo bastante con este tipo de vida. La señorita Barfoot y la señorita Nunn son muy buena gente y muy sensatas y las admiro muchísimo por ello, pero no puedo seguir su ejemplo. Para mí una vida de soledad supone un futuro horrible… horrible. No te des la vuelta para abofetearme; quiero decirte la verdad ahora que no puedes verme. Cuando pienso en Alice y en Virginia me asusto. Si a su edad yo tuviera su vida me suicidaría. No puedes ni imaginar lo desgraciadas que son, créeme. Y yo soy como ellas. Comparada contigo y con la señorita Haven soy muy infantil y muy débil.

Después de tamborilear con los dedos sobre la mesa, con el ceño fruncido, Mildred respondió con gravedad:

—También tú tienes que dejarme decirte la verdad. Creo que vas a casarte movida por ideas equivocadas. Vas a cometer una gran injusticia con el señor Widdowson. Vas a casarte con él para conseguir un hogar confortable, eso es todo. Y algún día te arrepentirás, ya lo verás.

Monica se incorporó y se alejó.

—Para empezar —siguió Mildred con apremiante nerviosismo—, es demasiado viejo. Vuestras costumbres no tendrán nada en común.

—Me ha asegurado que voy a llevar el tipo de vida que quiera. Y que será ésa la que a él le guste. Valoro muchísimo su bondad y voy a hacer lo imposible por compensarle por ella.

—Es una actitud admirable, pero creo que la vida marital no es fácil, ni siquiera cuando se trata de una buena pareja. He oído historias espantosas sobre peleas y sobre todo tipo de infelicidad entre gente que parecía inmunizada contra esos peligros. Puede que seas afortunada; sólo digo que tienes pocas posibilidades de serlo si te casas por los motivos que acabas de confesar.

Monica irguió la espalda.

—No he confesado ningún motivo del que tenga que avergonzarme, Milly.

—Dices que te has decidido a casarte porque temes no volver a tener otra oportunidad.

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