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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (18 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
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—¿Nació usted en Cheddar?

—No, en Axbridge, un pequeño lugar no muy lejos de allí. Pero tenía un tío en Cheddar que era granjero y a menudo me quedaba en su casa. Ahora mi hermano trabaja allí de granjero.

—¿En Axbridge? Aquí se ve el mercado. ¡Qué ciudad tan deliciosa!

—Uno de los rincones más tranquilos de Inglaterra, diría yo. Ahora el tren pasa por ahí, pero eso no ha cambiado nada. Nadie derriba ni construye edificios, nadie abre una tienda nueva, a nadie se le ocurre ampliar su negocio. ¡Un lugar delicioso!

—Pero no creo que le gusten a usted ese tipo de lugares, señorita Nunn.

—Oh, sí, para ir de vacaciones. Descansaré allí un par de semanas y me olvidaré por completo del «siglo XIX».

—Me cuesta creerlo. Se celebrará un desgraciado matrimonio en esa vieja iglesia y la exasperará verlo.

Rhoda se echó a reír alegremente.

—Oh, ¡será una boda de la edad dorada! Quizá me acuerde de la novia de cuando era una niña, y le daré un beso y una palmadita en su sonrosada mejilla, y le desearé que sea feliz. Y el novio será un tontuelo de muy buen corazón, incapaz de pronunciar la
f
y la
s
. ¡Ese tipo de bodas no me molesta en absoluto!

Sus interlocutores la escuchaban; la señorita Barfoot con una sonrisa afectuosa y Everard con una mirada confusa e intrigada que terminó siendo divertida.

—Algún día tengo que ir a esa parte del país —dijo.

No se quedó mucho más, pero se fue sólo porque temía abrumar a las señoras con su compañía.

Pasó otra semana y la misma noche llevó a Barfoot a la casa de Queen's Road. Desgraciadamente la señorita Barfoot no estaba en casa; había cenado y luego había salido. No se atrevió a preguntar por la señorita Nunn y ya se alejaba, desilusionado, cuando la propia Rhoda, que regresaba de dar un paseo, llegó hasta la puerta de entrada. Le ofreció su mano con gravedad pero amistosamente.

—Siento decirle que la señorita Barfoot ha ido a visitar a una de nuestras chicas, que está enferma. Pero creo que volverá muy pronto. ¿No quiere entrar?

—Será un placer. Había contado con pasar una hora charlando con ustedes.

Rhoda lo condujo hasta el salón, se excusó durante unos instantes y volvió vestida con su traje de noche habitual. Barfoot se dio cuenta de que se había arreglado el cabello de forma mucho más favorecedora que cuando la conoció; así había sido en la última ocasión en que se habían visto, pero por alguna razón esa noche sus ojos se sentían atraídos por su aspecto. La examinó, en discretos intervalos, de pies a cabeza. A Everard nada le resultaba ajeno en las mujeres; la mujer, como tal, le interesaba profundamente. Y este ejemplo del sexo opuesto inspiraba su curiosidad de un modo poco frecuente. Su interés por ella era puramente intelectual; la señorita Nunn no despertaba en él atracción sexual alguna, pero sí deseaba explorar su cerebro para probar la sinceridad de los motivos que alegaba, para entender su mecanismo, su proceso de desarrollo. Hasta el momento no había tenido la oportunidad de estudiar a una mujer de esa clase. Su prima era de un tipo muy diferente; por costumbre la veía mayor, mientras que a la señorita Nunn, a pesar de sus treinta años ya cumplidos, se la podía considerar una mujer joven.

Le gustaba su actitud igualitaria; estaba sentada a su lado como lo habría hecho un amigo, y estaba seguro de que su comportamiento sería idéntico en otras circunstancias. Le encantaba la franqueza con la que se expresaba, dejando claro cuándo la discusión de un tema determinado le parecía impropio de gente madura y seria. Quizá parte de esa franqueza se debiera a que era tranquilamente consciente de que no tenía un rostro hermoso. No, su rostro no era hermoso, aunque ya en su primer encuentro no le había causado rechazo. Al estudiar sus rasgos se dio cuenta de lo delicada que era su expresión. La frente prominente, con su pequeña irregularidad, claro signo de inteligencia; las cejas rectas, fuertemente marcadas, separadas por profundos surcos verticales; los ojos marrones con sus largas pestañas; la nariz, de puente alto, fina y delicada; los labios intelectuales (el labio inferior sobresalía levemente cuando se ponía de perfil); la barbilla fuerte y grande; el cuello torneado… de hecho era también un tipo de belleza. La cabeza podría haber sido esculpida con un gran efecto. Y tenía una buena figura. Observó sus fuertes muñecas, con exquisitos trazos venosos sobre la pureza del blanco de la piel. Probablemente era de constitución sana; tenía una buena dentadura y un cutis bronceado y saludable.

Después de referirse a la joven enferma que estaba visitando la señorita Barfoot, Everard empezó prácticamente allí donde habían dejado su última conversación.

—¿Tienen ustedes una sociedad formal, con normas y esas cosas?

—Oh, no, nada de eso.

—Pero ¿seleccionan a las chicas a las que instruyen o emplean?

—Con mucho cuidado.

—¡Cómo me gustaría verlas! Es decir —añadió, echándose a reír—, creo que sería muy interesante. La verdad es que estoy de acuerdo con muchas de las cosas que dijo el otro día sobre las mujeres y el matrimonio. Tenemos al respecto diferentes puntos de vista, pero nuestras conclusiones son las mismas.

Rhoda movió las cejas y preguntó tranquila:

—¿Lo dice en serio?

—Totalmente. Están ustedes absorbidas por su trabajo y por su tarea de reforzar la inteligencia y el carácter de las mujeres. No hace falta que se preocupen demasiado por el resultado final. Pero para mí ahí radica el interés. Según lo veo trabajan a favor de la felicidad de los hombres.

—¿De verdad? —musitó Rhoda, cuyos labios se habían curvado en una expresión irónica.

—No me interprete mal. No pretendo ser trivial ni cínico. Si ganan las mujeres ganan también los hombres. Se muestran ustedes duras con el hombre por su baja moral, pero esa falta, en general, lleva fácilmente a la bajeza de las mujeres. Piénselo y me dará la razón.

—Veo lo que quiere decir. Los hombres pueden agradecérselo a sí mismos.

—Sin duda. Le repito que estoy de su lado. En este punto nuestra civilización ha sido siempre absurdamente defectuosa. Los hombres han mantenido a las mujeres en un estado de evolución bárbaro y encima se quejan de que son bárbaras. Del mismo modo la sociedad hace lo posible por crear una clase criminal y luego brama contra los criminales. Pero, sabe usted, yo soy un hombre, y además impaciente. La masa de mujeres que veo a mi alrededor es tan despreciable que, con las prisas, me expreso injustamente. Póngase usted en el lugar del hombre. Digamos que hay aproximadamente un millón de hombres muy inteligentes y educados. Bueno, las mujeres mentalmente parecidas quizá sean sólo unas miles. La gran mayoría de los hombres tienen que acceder a matrimonios que están condenados a un completo fracaso. Es cierto que nos enamoramos, pero ¿no nos engañamos sobre nuestro futuro? Puede que ése sea el caso de los hombres más jóvenes; de hecho sabemos de hombres muy jóvenes que llegan incluso a casarse con chicas de clase obrera, meros amasijos de carne humana. Pero la mayoría de nosotros sabemos que nuestro matrimonio no es más que un
pis aller
. Al principio eso nos entristece; luego nos volvemos cínicos y damos la espalda al deber moral.

—Es decir, no hacen más que empeorar una mala situación, en vez de tener el valor de mejorarla.

—Sí, pero la naturaleza humana es así. Sólo le estoy hablando del común de los hombres inteligentes. Nuestras convenciones son tan ridículas que es muy probable que nadie se lo haya dicho con sinceridad. La verdad es que más de la mitad de estos hombres miran a sus mujeres con absoluto asco. Harían lo que fuera para librarse de ellas la mayor cantidad de horas posible. Si las circunstancias lo permitieran, las mujeres se verían abandonadas muy a menudo.

Rhoda se echó a reír.

—¿Lamenta usted que no ocurra?

—Prefiero decir que me parece bien que se haga siempre y cuando uno no se olvide de los básicos sentimientos de humanidad. Mi primo Orchard, por ejemplo. En su caso se trataba de elegir entre el suicidio y librarse de su odiosa mujer. Felizmente, fue capaz de dejar bien situados a mujer e hijos y tuvo la fortaleza de romper sus ataduras. Si los hubiera dejado en la miseria, lo habría entendido, pero no me habría parecido bien. Hay hombres que a buen seguro seguirían su ejemplo pero prefieren soportar una vida de torturas. Bueno, de hecho lo prefieren así. Podría pensar que son de una debilidad rayana en la estupidez, pero sólo puedo limitarme a reconocer que hacen una elección entre dos formas de sufrimiento. Tienen conciencias tiernas; la idea de deserción es para ellos demasiado dolorosa. Y en muchísimos casos, un hombre se ve atado de manos por meras consideraciones económicas y otras de índole semejante. Pero son la costumbre (esa maldita costumbre), la conciencia y el temor a la opinión pública lo que generalmente le retiene.

—Todo esto es muy interesante —dijo Rhoda con grave ironía—. Por cierto, ¿considera usted una costumbre detestable el amor a los niños?

Barfoot sopesó su respuesta.

—Ése es un motivo que no debería haber olvidado. Sin embargo creo que para la mayoría de los hombres es una cuestión de conciencia. Generalmente el amor a los niños, por sí mismo, no es lo suficientemente fuerte para compensar el desastre matrimonial. Muchos hombres inteligentes y de buen corazón se han alejado de sus mujeres a pesar del amor por sus hijos. Se ocupan de ellos lo mejor que pueden pero, incluso por su bien, deben salvarse a sí mismos.

La expresión en el rostro de Rhoda cambió de repente. La extrema movilidad de sus músculos faciales era uno de los rasgos que más atraía a Everard.

—Hay algo en su forma de expresarse que no me gusta —dijo con evidente franqueza—, pero sin duda estoy de acuerdo con usted en los hechos. Estoy convencida de que muchos matrimonios son odiosos desde cualquier punto de vista. Pero nada mejorará hasta que las mujeres no se rebelen contra el matrimonio a partir de una convicción razonada de su odiosa naturaleza.

—Le deseo todo el éxito del mundo, de verdad.

Everard guardó silencio, recorrió con los ojos la habitación, y se rascó la oreja. Luego, con voz grave, dijo:

—Mi idea del matrimonio supone una libertad absoluta por ambas partes. Naturalmente sólo podría llevarse a cabo con las condiciones favorables; la pobreza y otras desgracias nos fuerzan a menudo a pecar contra nuestras creencias. Pero hay mucha gente que podría casarse en esas circunstancias. Una absoluta libertad, regulada por un sentido inteligente de la relación, aboliría muchos de los males que tenemos en mente. Pero en primer lugar las mujeres deben civilizarse; tiene usted razón en eso.

Se abrió la puerta y entró la señorita Barfoot. Miró a uno y a otro y en silencio le dio la mano a Everard.

—¿Cómo sigue tu paciente? —le preguntó éste.

—Creo que un poco mejor. Nada peligroso. Aquí tengo una carta de tu hermano Tom. Quizá sea mejor que la lea ahora mismo; puede que haya en ella novedades que te gustaría oír.

Se sentó y rasgó el sobre. Mientras leía la carta para sí, Rhoda salió en silencio de la habitación.

—Sí, hay novedades —dijo por fin la señorita Barfoot—, y desagradables. Hace unas semanas, es decir, unas semanas antes de escribir la carta, le tiró un caballo y se rompió una costilla.

—¡Oh! ¿Cómo se encuentra?

—Dice que se está recuperando. En cuanto esté bien volverá a Inglaterra; por supuesto, los síntomas de tisis de su esposa han desaparecido y está ansiosa por irse de Madeira. Esperemos que le deje a Tom un poco de tiempo para restablecerse de su costilla, aunque seguro que ella no suele tener en cuenta estas cosas. Tom dice que te ha enviado una carta en el mismo correo.

—¡Pobre chico! —dijo Everard apesadumbrado—. ¿Se queja de su esposa?

—Hasta ahora nunca lo ha hecho, aunque hay aquí una frase que me suena bastante dudosa.

Everard se echó a reír.

—Si el pobre Tom se pone irónico es que debe de estar pasándolo mal. No tengo muchas ganas de ver a la señora Thomas.

—Es una mujer estúpida y vulgar. Pero ya se lo dije muy claro antes de que se casara con ella. Dice mucho en su favor el hecho de que todavía se muestre amistoso conmigo. Lee la carta, Everard.

Así lo hizo.

—Mmm, dice cosas muy buenas de mí. ¡El bueno de Tom! ¿Por qué no me caso? Bueno, cabría haber pensado que su propia experiencia…

La señorita Barfoot empezó a hablar de otra cosa. Antes de que pasase mucho tiempo Rhoda volvió y en la conversación que siguió se mencionó que se iba de vacaciones al cabo de dos días.

—Me he estado informando sobre Cheddar —exclamó Everard, animado—. Hay una flor que crece entre las rocas llamada «clavel de Cheddar». ¿La conoce?

—Oh, desde luego —respondió Rhoda—. Le traeré algunos especímenes.

—¿De verdad? Qué amable de su parte.

—Tráeme una o dos libras de ese queso tan típico, Rhoda —le pidió la señorita Barfoot alegremente.

—Lo haré. El que venden en las tiendas es malísimo, señor Barfoot, como casi todo en este mundo.

—No me interesa para nada el queso. Eso es algo que concuerda perfectamente con una persona práctica como la prima Mary, pero sí tengo una marcada vena poética; supongo que lo habrá notado.

Cuando, al despedirse, se daban la mano:

—¿De verdad me traerá las flores? —dijo Everard en un tono sensiblemente más bajo.

—Tomo nota de ello —fue la tranquilizadora respuesta.

CAPÍTULO XI
LOS DICTADOS DE LA NATURALEZA

La joven enferma a la que había ido a visitar la señorita Barfoot era Monica Madden.

Extrañamente, después de varias semanas de firme dedicación a su trabajo, animada e incluso en ocasiones casi alegre, Monica empezó de pronto a mostrarse triste, apagada y remisa. Poco después llegaron las violentas jaquecas y una mañana no se sintió capaz de levantarse. Mildred Vesper fue a Great Portand Street a la hora de siempre e informó a la señorita Barfoot de la enfermedad de su compañera. Llamaron al médico; según él parecía posible que la joven estuviera pagando las consecuencias de los excesivos esfuerzos a los que había sido sometida en su anterior empleo; diagnosticó colapso nervioso, histeria y un desorden físico general. ¿Tenía la paciente alguna preocupación? ¿Acaso se veía alterada por algún tipo de problema (el doctor sonrió al pronunciar estas palabras)? La señorita Barfoot, incapaz de contestar a esas preguntas, tuvo una pequeña conversación con Mildred, pero, aunque ésta, con el ceño fruncido, intentó dar con alguna respuesta, no sabía nada.

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