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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (14 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
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Rhoda repasó la carta con mucha atención.

—Una carta verdaderamente descarada —dijo la señorita Barfoot—. Como él.

—¿De dónde viene?

—Supongo que de Japón. «Pero los prejuicios se interpusieron entre nosotros.» ¡Ésta sí que es buena! La rectitud moral siempre es un prejuicio a ojos de estos jóvenes modernos. Naturalmente que quiero que venga. Me muero de ganas de ver cómo le ha cambiado el tiempo.

—¿De verdad era la censura moral lo que te impedía escribirle? —inquirió Rhoda con una sonrisa.

—Decididamente. A mí no me parecía nada bien su comportamiento, como le he dicho muchas veces.

—Pero intuyo que no ha cambiado mucho.

—No en la teoría —replicó la señorita Barfoot— Esa es una posibilidad que debemos desechar. Es demasiado testarudo. Pero en su forma de vida quizá se haya vuelto más soportable.

—Después de dos o tres años en Japón —añadió Rhoda, arqueando levemente una ceja.

—Debe de tener unos treinta y tres años, y antes de irse de Inglaterra creo que apuntaba en él cierta esperanza de sensatez. Sin duda no me gusta y, si es necesario, se lo haré saber con tanta claridad como en otro tiempo. Pero no hay mal en ver si ha aprendido a comportarse.

Everard Barfoot recibió una invitación a cenar. Fue aceptada con prontitud y la noche de la cita llegó a las siete y media. Su prima le esperaba sola en el salón. Cuando entró, ésta le dirigió una penetrante aunque amistosa mirada.

Era un hombre alto, de cuerpo musculoso coronado por una cabeza de perfectos contornos: nariz grande, labios carnosos, ojos hundidos y cejas marcadas. Sus cabellos eran de color castaño oscuro, y llevaba bigote y barba (ésta levemente prominente) de color rojizo. La cálida pureza de su piel, el porte ligero y la alegría de su ánimo revelaban una salud excelente. Tenía arrugas en la parte inferior de la frente y, cuando no fijaba la vista en nada en particular, pestañeaba con un aire de languidez. Al sentarse se abandonó a una postura de completa comodidad, cuya gracia quedó subrayada por sus admirables proporciones. Por su aspecto uno habría esperado que hablara con voz alta y decidida, pero su tono era suave y lo utilizaba con la mayor distinción y discreción, de manera que a veces parecía acariciar el oído de quien le escuchara. Esa forma de expresión armonizaba con su sonrisa, que era frecuente aunque siempre vinculada a una delicada y bienintencionada ironía.

—Nadie me había avisado de tu regreso —fueron las primeras palabras de la señorita Barfoot cuando ambos se estrecharon las manos.

—Supongo que porque nadie lo sabía. Tú fuiste la primera de la familia a la que escribí.

—Cuánto honor, Everard. Tienes muy buen aspecto.

—Me alegra poder decir lo mismo de ti. Y sin embargo ha llegado a mis oídos que trabajas más que nunca.

—¿Cuál es tu fuente de información?

—Supe de ti por Tom en una carta que me llegó a Constantinopla.

—¿Tom? Creía que se había olvidado de mi existencia. No puedo ni imaginar quién pudo hablarle de mí. ¿Así que no viniste a casa directamente desde Japón?

Barfoot se masajeaba la rodilla. Había echado hacia atrás la cabeza.

—No, me entretuve en Egipto y Turquía. ¿Vives sola?

Arrastró un poco la última palabra, imprimiendo cierta musicalidad en la segunda vocal, y acentuando así su expresividad. La clara decisión en la respuesta de su prima fue un cortante contraste.

—Vive conmigo una señora. La señorita Nunn. No tardará en venir.

—¿La señorita Nunn? —sonrió—. ¿Tu socia?

—Es para mí una ayuda de incalculable valor.

—Tienes que contármelo todo… si algún día lo crees oportuno. Me resultará muy interesante. Siempre fuiste la más interesante de la familia. Mi hermano Tom prometía convertirse en un genio, pero me temo que el matrimonio ha dado al traste con cualquier esperanza.

—Ese matrimonio fue muy absurdo.

—¿Sí? Así lo creí yo, pero Tom parece muy satisfecho. Supongo que se quedarán en Madeira.

—Hasta que su esposa se canse de su tisis imaginaria y se entretenga imaginando alguna otra enfermedad que les obligue a ir a Siberia.

—Ah, ¿es de verdad de esas mujeres? —sonrió con indulgencia y jugueteó durante un instante con el lóbulo de su oreja derecha. Tenía las orejas pequeñas y de contorno ideal; también la mano, en ese gesto, era un exquisito ejemplo de fuerza y elegancia.

Entró Rhoda, tan sigilosa que pudo observar al invitado antes de que éste hubiera reparado en su presencia. El movimiento de ojos de la señorita Barfoot informó a su primo de que había otra persona en la habitación. De la forma menos violenta posible se dio paso a las presentaciones, tras lo cual todos tomaron asiento.

Vestida de negro, como la anfitriona, y sin otro adorno que una hebilla de plata en la cintura, Rhoda parecía haberse dedicado en cuerpo y alma a adecuar su aspecto a las connotaciones de su nombre
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, dada la excesiva sencillez con que se había arreglado el cabello; su tersa suavidad era tan poco favorecedora como la actitud que solía adoptar, y la hacía parecer mayor. Por casualidad, o simplemente por destino, cogió una silla de respaldo recto y se sentó, rígida. Como le resultaba difícil pensar que Rhoda pudiera estar afectada de timidez, la señorita Barfoot la miró una o dos veces con curiosidad. No hubo tiempo para iniciar una conversación, puesto que casi inmediatamente una criada anunció que la cena estaba servida.

—Sin formalismos, primo Everard —dijo la anfitriona—. Por favor, síguenos.

Mientras lo hacía, Everard examinaba la figura de la señorita Nunn, que a su modo era fuerte y bien formada, como la suya. Un pequeño movimiento en sus labios indicó un divertido beneplácito, pero en seguida recuperó la compostura y entró en el comedor con una gravedad ejemplar. Como era de esperar, se sentó frente a Rhoda y sus ojos no dejaron de estudiar el rostro que tenía delante. Cuando ella hablaba, cosa que ocurrió muy raras veces, la miraba con mucha atención.

Durante la primera parte de la cena, la señorita Barfoot preguntó a su pariente por sus experiencias en Oriente. Everard habló de ellas en tono ligero y agradable, evitando utilizar un tono instructivo y, en resumen, dando muestra de buen gusto. Rhoda escuchaba con una expresión de correcto interés, pero no hizo una sola pregunta y sonrió sólo cuando hacerlo parecía inevitable. Por fin la conversación derivó hacia temas familiares.

—¿Has sabido algo de tu amigo, el señor Poppleton? —preguntó la anfitriona.

—¿Poppleton? Nada de nada. Me gustaría verle.

Mientras el asombro hacía callar a Barfoot su prima le contó que al parecer el pobre infeliz había perdido el juicio por culpa de problemas financieros.

—A mí se me ocurre otra explicación para eso —apuntó el joven, con su tono de voz más discreto—. ¿Nunca conociste a la señora Poppleton?

Al ver que la señorita Nunn había alzado la mirada con interés, se dirigió a ella.

—Mi amigo Poppleton era un hombre maravilloso… quizá el mejor y más bueno que jamás haya conocido, y tan rebosante de ingenio y de sentido del humor que no había forma de resistirse a su encanto. Para asombro de todos los que le conocíamos, se casó con la mujer más aburrida que pudo encontrar. La señora Poppleton no sólo jamás hacía la menor broma, sino que era incapaz de comprender el significado del verbo «bromear». No entendía más allá de la literalidad más simple. Sólo era capaz de seguir la conversación más elemental y no tenía paladar para nada que no fuera indefectiblemente soso.

Los ojos de Rhoda parpadearon y la señorita Barfoot se echó a reír. Everard se estaba permitiendo una libertad de expresión que hasta el momento había estado evitando.

—Sí —continuó—. Era una señora por nacimiento, lo cual hacía que el castigo fuera aún más difícil de llevar. ¡Pobre Poppleton! Una y otra vez le he oído explicarle las bromas a su mujer. ¿Qué os parece eso? Como podréis imaginar era toda una tortura. Allí estábamos los tres, sentados en aquel feo saloncito, puesto que eran cualquier cosa menos ricos. Poppleton decía algo que hacía que me partiera de risa a pesar de todos mis esfuerzos por evitar reírme; me daba tanto miedo el resultado que siempre hacía lo imposible por no mostrar más que una sonrisa de reconocimiento. Mis carcajadas hacían que la señora Poppleton me mirara. ¡Oh, qué ojos los suyos! A continuación su marido empezaba su temida actuación. ¡Qué paciencia, qué heroica paciencia la de ese pobre amigo! Le he visto explicar y volver a explicar durante un cuarto de hora, e invariablemente sin resultado. Podía tratarse sólo de un juego de palabras. La señora Poppleton era tan incapaz de entender la naturaleza de un juego de palabras como del teorema del binomio. Pero era peor cuando la broma encerraba alguna alusión. Cuando oía a Poppleton que empezaba a elucidar, a exponer, con gotas de sudor en la frente, yo le miraba con profunda angustia. ¿Por qué intentaba lo imposible? Pero el buen hombre no podía pasar por alto la petición de su esposa. ¿Seré capaz de olvidar sus «Oh, sí, ya entiendo» cuando obviamente no veía más allá de la pared que tenía enfrente?

—Conozco a ese tipo de mujeres —dijo la señorita Barfoot alegremente.

—Estoy convencido de que su locura no se la ocasionó ningún descalabro financiero. Fue esa necesidad repetida, constante, de explicarle los chistes a su esposa. Creedme, no ha sido más que eso.

—Parece muy probable —admitió Rhoda con sequedad.

—Ah, también otro amigo tuyo ha tenido un matrimonio desafortunado —dijo la anfitriona—. Me han dicho que el señor Orchard ha dejado a su mujer, y sin razón aparente.

—Para eso también puedo ofrecerte una explicación —replicó Barfoot tranquilamente—, aunque puede que dudes que eso le justifique. Me encontré con Orchard hace unos meses en Alejandría. Nos vimos por casualidad en la calle; de hecho no le reconocí hasta que se dirigió a mí. Estaba en los huesos. Me contó que le había dejado todas sus posesiones a la señora Orchard y que se ganaba la vida escribiendo artículos para revistas, vagando como un alma inquieta por las costas del Mediterráneo. Me enseñó lo último que había escrito, y he visto que ha salido publicado en el número de este mes del
Macmillan.
Léelo. Se trata de una exquisita descripción de una noche en Alejandría. Uno de estos días acabará muriéndose de hambre. Una pena. Podría haber sido un escritor muy bueno.

—Pero seguimos esperando tu explicación. ¿Qué le ha llevado a abandonar a su mujer e hijos?

—Dejad que os cuente con detalle el día que pasé con él en Tintern, poco después de irme de Inglaterra. Él y su esposa estaban allí de vacaciones, y les hice una visita. Fuimos a pasear por los alrededores de la abadía. Bueno, pues durante dos horas —y en este punto soy totalmente sincero—, mientras nos encontrábamos en medio de tan delicioso escenario, la señora Orchard no dejó de hablar de un único tema: los problemas que tenía con sus criadas. Unas diez o doce empleadas fueron ordenadamente expuestas a los ojos de nuestra imaginación. La señora Orchard dio detallada cuenta de sus nombres, edades, antecedentes y salarios. Escuchamos un
catalogue raisonné
de los platos, copas y otros utensilios que habían roto. Nos enteramos de los horrores que en cada caso llevaron a su despido. Orchard intentaba a toda costa cambiar de conversación pero con ello sólo conseguía irritar a su esposa. ¿Qué podíamos hacer él y yo aparte de escuchar pacientemente? Nos habían estropeado el paseo, pero no había forma de arreglarlo. Ahora tened la bondad de hacer extensivo este episodio a unos cuantos años. Imaginaos a Orchard en su casa, concentrado en sus labores literarias, amenazado en todo momento por la invasión de la señora Orchard, que entra para contarle, con todo lujo de detalles, que el carnicero le ha cobrado una pieza que no han comprado, o algo parecido. Orchard me aseguró que tenía que escoger entre el suicidio y la huida, y yo no dudé en creerle.

Cuando acabó de hablar sus ojos se encontraron con los de la señorita Nunn. Ésta preguntó de pronto:

—¿Por qué se casan los hombres con idiotas?

Barfoot se sobresaltó. Bajó la vista a su plato con una sonrisa.

—Una buena pregunta —dijo la anfitriona, soltando una carcajada—. ¿Por qué será?

—Pero de difícil respuesta —apuntó Everard con su sonrisa más contenida—. Probablemente, señorita Nunn, tenga algo que ver con la oportunidad de mejorar socialmente. Tienen que casarse con alguien, y para la mayoría de los hombres la elección se ve seriamente restringida.

—Siempre he pensado —replicó Rhoda, alzando las cejas— que vivir solo era el menor de los dos males.

—Sin duda. Pero hombres como los dos de los que hemos estado hablando no piensan con demasiada lógica.

La señorita Barfoot cambió de tema.

Cuando, no mucho después, las señoras le dejaron meditando frente a su copa de vino, Everard estudió con detalle la habitación. A continuación cerró los ojos, sonrió, ausente, y un suspiro relajado pareció aliviarle el pecho. El clarete no era especialmente bueno, aunque de todos modos habría bebido sólo un poco, ya que era abstemio por naturaleza.

—Es como esperaba —le decía la señorita Barfoot a su amiga en el salón—. Ha cambiado notablemente.

—El señor Barfoot es muy diferente del hombre que me habían sugerido tus comentarios —replicó Rhoda.

—Creo que ya no es el hombre que conocía. Sus modales han mejorado prodigiosamente. Solía expresarse de forma alarmante. Sin duda su carta conservaba aún algo de ese hombre.

—Me voy una hora a la biblioteca —dijo Rhoda, que no se había sentado—. Supongo que el señor Barfoot no se irá antes de las diez.

—No creo que vayamos a hablar de nada personal. Aun así, si me permites…

Así que cuando Everard apareció se encontró a su prima a solas.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó la señorita Barfoot de buen talante.

—¿Hacer? ¿Quieres decir en qué voy a trabajar? No tengo ningún plan, aparte de disfrutar de la vida.

—¿A tu edad?

—¿Tan joven? ¿O tan viejo? ¿Cuál de las dos?

—Tan joven, naturalmente. ¿Pretendes desperdiciar tu vida deliberadamente?

—Yo lo llamaría «disfrutarla». No hay negocio ni profesión que me inspire. Eso se acabó para mí. Ya he aprendido todo lo que podía aprender del mundo laboral.

—Pero ¿qué entiendes tú por disfrutar? —preguntó la señorita Barfoot, enarcando las cejas.

—¿Acaso no basta el espectáculo de la existencia para llenar toda una vida? Si un hombre se dedicara únicamente a viajar, ¿podría agotar todas las cosas bellas y magníficas que se le ofrecen en cada país? Trabajé como el que más durante diez años o más. Nunca me arrepentiré de haberlo hecho, puesto que me ha dado una sensación de libertad y de oportunidad que jamás habría experimentado si hubiera vivido ocioso. Además aprendí mucho: esos años completaron mi educación (o lo que se entiende por ello) como nada podría haberlo hecho. Pero trabajar siempre es perderse la mitad de la vida. No puedo entender a los que son capaces de reconciliarse consigo mismos al dejar este mundo sin haber visto una millonésima parte de él.

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