—Pero ¿de quién se trata?
—Oh, de alguien que perdió su posición hace ya tiempo y que vive, intuyo, de la caridad. Sólo porque he dicho que en algún momento debió de tener un rostro muy hermoso mi tía no deja de interpretarme mal. Es terrible.
—¿No es una persona educada? —se oyó preguntar a la señorita Barfoot.
—No exactamente.
—¿De clase baja, entonces?
—Sabe usted, no me gusta ese término. De las clases
más
pobres
.
—Nunca fue una señora —expresó la señorita Haven tranquila aunque decididamente.
—En ese caso siento decirles que no puedo hacer nada —dijo la anfitriona, revelando parte de su secreta satisfacción al poder así rechazar la petición de la señora Smallbrook. Winifred, alumna en Great Portland Street, era muy del agrado de ambas profesoras, pero la tía, con su incesante filantropía a expensas de otras personas, no podía resultar más que una pesadez.
—Pero no puede usted limitar su humanidad, señorita Barfoot, dejándose guiar por las divisiones artificiales de la sociedad.
—Soy de la opinión de que esas divisiones son todo menos artificiales —replicó la anfitriona sin perder el buen humor—. No tengo el más mínimo interés en las clases desprovistas de educación. Ya lo ha oído.
—Sí, pero no creo que… ¿No es ésa una actitud un poco limitada?
—Quizá. Elijo a mi gente, eso es todo. Dejemos que trabaje para las clases bajas (y las llamo así porque así son, en todos los sentidos), dejemos que trabaje para ellos quien sienta el deber de hacerlo. No es mi caso. Yo me debo a mi clase.
—Pero, sin duda, señorita Nunn —gritó la viuda, volviéndose hacia Rhoda—, trabajamos a favor de la abolición de cualquier privilegio injusto. ¿Acaso para nosotras una mujer no es una mujer?
—Me temo que estoy de acuerdo con la señorita Barfoot. Creo que en cuanto empezamos a mezclarnos con gente sin educación todos nuestros esquemas y opiniones se ven amenazados. En primer lugar, tenemos que aprender un nuevo lenguaje. Pero su voluntad misionera es admirable.
—Por mi parte —declaró la señora Smallbrook—, sólo aspiro a la solidaridad entre las mujeres. Estarás de acuerdo conmigo, ¿no es verdad, Winifred?
—No creo que pueda existir ningún tipo de solidaridad entre señoras y sirvientas, tía —respondió la señorita Haven, envalentonada por la mirada de Rhoda.
—Entonces me entristece que tu sentido de la caridad se aleje tanto del modelo cristiano.
La señorita Barfoot guió con firmeza la conversación hacia un tema más esperanzador.
Poca gente visitaba esta casa. Todos los miércoles por la tarde, desde las ocho y media hasta las once, la señorita Barfoot estaba en casa, dispuesta a recibir a cualquiera de sus conocidos, incluidas sus alumnas, que decidiera hacerle una visita. Pero eso estaba en concordancia con la naturaleza de una asociación con objetivos reconocidos. En lo que se refiere a vida social, en el sentido habitual de la expresión, la señorita Barfoot apenas la conocía. No tenía tiempo que sacrificar en persecución de ceremonias inocuas. Como consecuencia de la sucesiva muerte de dos familiares, una hermana viuda y un tío, había heredado una modesta fortuna, pero ninguno de los modos de vida que podrían haberse sugerido a la mayoría de las mujeres que se encontraban en su situación la había tentado jamás. Siempre había sido muy tenaz en sus estudios; sus habilidades eran poco frecuentes en las mujeres, o al menos raramente cultivadas por los miembros de su sexo. Podría haber dirigido un negocio complejo y de gran envergadura, haber ocupado un cargo en algún consejo de dirección, haber participado activamente en el gobierno municipal, incluso en el nacional. Y su capacidad intelectual tenía además un gran número de rasgos de carácter tan marcadamente femeninos que aquellos que mejor la conocían la miraban con tanta admiración como ternura. No pretendía llegar a ser conocida como la líder de un «movimiento», sin embargo su labor callada era probablemente más efectiva que la carrera pública de las mujeres que se dedican a la propaganda de la emancipación de la mujer. Su objetivo era sacar de la superpoblada profesión de la enseñanza el mayor número posible de mujeres capaces y prepararlas para algunas profesiones que acababan de abrirse a los miembros de su sexo. Estaba convencida de que lo que el hombre podía hacer también podía hacerlo la mujer, excepto aquellas labores que exigían una gran fuerza física. Bajo su supervisión, y con la ayuda de su monedero, dos chicas se estaban preparando para ser farmacéuticas; otras dos habían recibido su ayuda para abrir una librería y muchas otras que tenían a la vista puestos de oficinistas recibían una educación admirable en su escuela de Great Portland Street.
Allí acudían todos los días de la semana la señorita Barfoot y Rhoda. Llegaban a las nueve y, con una hora de descanso, seguían hasta las cinco.
Entraban por la puerta privada de un restaurador de cuadros y subían al segundo piso, donde habían convertido dos habitaciones en un par de cómodas oficinas. Otras dos salas más pequeñas situadas en el piso de arriba hacían las funciones de vestidores. En una de las oficinas tres o cuatro jóvenes empleadas regularmente llevaban a cabo trabajos de mecanografía y otro tipo de tareas intelectuales. La superintendencia de este departamento era el deber principal de la señorita Nunn, junto con la correspondencia comercial bajo la dirección de la directora. En la segunda habitación la señorita Barfoot instruía a sus alumnas, que nunca eran más de tres a la vez. Una estantería llena de obras sobre la cuestión de la Mujer y otros temas afines hacía las veces de biblioteca ambulante; los volúmenes se prestaban gratis a los miembros de esta pequeña sociedad. Una vez al mes la señorita Barfoot o la señorita Nunn, por turnos, daban una pequeña conferencia sobre algún tema en particular; esto sucedía a las cuatro y generalmente congregaba a una docena de asistentes. Ambas mujeres trabajaban mucho. La señorita Barfoot no veía su empresa como una fuente de ingresos, pero había conseguido que el establecimiento fuera algo más que autosuficiente. El número de alumnas aumentaba, y el departamento laboral prometía ocupar a un equipo más numeroso que el actual. En general las jóvenes respondían satisfactoriamente a las expectativas de su amiga, aunque sin duda había casos decepcionantes. Uno de ellos había conseguido que la señorita Barfoot se sintiera especialmente herida. Una chiquilla a la que había liberado de una vida llena de penalidades y que, después de un par de meses de prueba, había demostrado claras posibilidades de desarrollar notables capacidades, desapareció de la noche a la mañana. No tenía familia en Londres y los intentos de la señorita Barfoot por encontrarla resultaron inútiles. Entonces llegaron noticias sobre la joven; estaba viviendo como amante de un hombre casado. Se hizo lo imposible por que volviera, pero la chica se resistió y finalmente desapareció. Hacía ya más de un año desde la última vez que la vio la señorita Barfoot.
Ese lunes por la mañana, entre las cartas que llegaron a la casa había una de la chica desaparecida. La señorita Barfoot la leyó a solas y se mostró extrañamente reservada a lo largo del día. A las cinco, cuando alumnas y empleadas se hubieron marchado, se sentó a meditar durante un rato y después habló con Rhoda, que parecía estar leyendo un libro junto a la ventana.
—Me gustaría que leyeras esta carta.
—Es eso lo que te ha tenido preocupada desde esta mañana, ¿verdad?
—Sí.
Rhoda cogió la carta y leyó su contenido sin demora. Su rostro se endureció y dejó caer la carta al suelo con una sonrisa de desaprobación.
—¿Qué me aconsejas? —preguntó la mayor de las dos mujeres, observándola atentamente.
—Una respuesta de dos frases… con un cheque adjunto, si lo crees conveniente.
—¿De verdad lo crees indicado?
—Más que indicado, diría yo.
La señorita Barfoot pareció pensarlo.
—No sé qué hacer. Ésta es la carta de una persona desesperada. No puedo taparme los oídos ante algo así.
—Le tenías afecto a la chica. Ayúdala, sí, si así lo crees oportuno. Pero ¿no habrás pensado en readmitirla?
—A eso me refería. ¿Por qué no?
—En primer lugar —replicó Rhoda, mirando con frialdad a su amiga— porque nunca harás nada bueno de ella. Y en segundo lugar porque no es una buena compañera para las chicas que encontrará aquí.
—No estoy segura de que ninguna de tus objeciones sea completamente acertada. Actuó con una precipitación y una frivolidad deplorables, pero nunca vi en ella el menor indicio de maldad, ¿tú sí?
—¿Maldad? Bueno, ¿y qué significa esa palabra? No soy puritana y no la juzgo como lo haría cualquier mujer. Pero creo que sin duda no se merece nuestra compasión. Tenía veintidós años, no era ninguna niña. Es decir, que sabía lo que hacía. Nadie la engañó. Sabía que el hombre estaba casado y fue lo bastante despreciable para aceptar sus atenciones. ¿Acaso abogas por la poligamia? Admito que es una postura inteligente. Es una forma de hacer frente a las dificultades sociales. Pero no es la mía.
—Querida Rhoda, no te enfades.
—Eso intento.
—Pero no veo por qué te pones así. Ven, siéntate a mi lado y hablemos tranquilamente. No, desde luego que no abogo por la poligamia. Me cuesta entender por qué actuó como lo hizo. Pero un error, por muy terrible que sea, no debe condenar a una mujer de por vida. Así es como funciona el mundo, no nosotras.
—En este caso confieso que estoy de acuerdo con el mundo.
—Ya lo veo, y no dejo de asombrarme. Estás cambiando mucho, en muchos aspectos. Hace un año no hablabas así de ella.
—En parte porque no te conocía lo suficiente para hablar con absoluta sinceridad. En parte sí, he cambiado mucho, sin duda. Pero jamás habría propuesto readmitirla y olvidar el pasado. Es desde luego un impulso generoso pero antisocial.
—Ésa parece ser ahora una de tus palabras favoritas, Rhoda. ¿Por qué es antisocial?
—Porque una de las principales necesidades sociales de nuestros días es educar a las mujeres para que aprendan a respetarse y a controlarse. Hay muchísima gente, generalmente hombres, aunque también algunas mujeres de carácter, que defienden un individualismo imprudente en estos casos. Seguramente te dirían que la joven se comportó admirablemente, que estaba poniéndose a prueba y cosas por el estilo. Pero no creo que estés de acuerdo con esas ideas.
—Por supuesto que no. Muy bien. Aquí tenemos a una pobre mujer cuyo respeto por sí misma ha sucumbido a una lamentable tentación. El hombre la abandona y la deja a su suerte, por lo que la joven se ve inducida a la mendicidad. Pues bien, en esa situación cualquier joven corre el peligro de caer aún más bajo. Probablemente la carta de dos frases y un cheque adjunto no haría más que hundirla en profundidades de las que nunca podría ser rescatada. Sería una prueba clara de que no hay esperanza. Por otro lado, tenemos la posibilidad de intentar darle esa educación de la que tú hablas. Es una chica inteligente y en absoluto vulgar. Me parece que te dejas guiar por impulsos ilógicos, y desde luego muy alejados de cualquier signo de bondad.
Rhoda se mostró aún mas testaruda.
—Dices que sucumbió a una lamentable tentación. ¿Qué tentación es ésa? ¿Acaso hay palabras que la definan?
—Oh, sí, claro que las hay —respondió la señorita Barfoot con la más afable de sus sonrisas—. Se enamoró de ese hombre.
—¡Enamorarse! —Una dosis concentrada de desprecio se observaba en esta repetición—. ¿Hay algo de lo que esa frase no sea responsable?
—Rhoda, deja que te haga una pregunta que hasta ahora no me he atrevido a hacerte. ¿Sabes lo que es estar enamorada?
Los duros rasgos de la señorita Nunn se transformaron en lo que pareció una carcajada reprimida; el color de sus mejillas se encendió imperceptiblemente.
—Soy un ser humano normal —respondió con un gesto de impaciencia—. Entiendo perfectamente el significado de la frase.
—Eso no es una respuesta. ¿Te has enamorado alguna vez de un hombre?
—Sí, cuando tenía quince años.
—Y desde entonces nunca más —replicó la señorita Barfoot, moviendo la cabeza con una sonrisa—. ¿Nunca más?
—¡Gracias a Dios!
—Entonces no estás capacitada para juzgar este caso. Por otro lado, yo puedo juzgarlo con pleno conocimiento de causa. No sonrías así, Rhoda. No seas mordaz. Por una vez pasaré por alto tu consejo.
—¿Readmitirás entonces a la chica y seguirás enseñándole como antes?
—No hay nadie aquí que la conozca y con prudencia ninguna de nuestras amigas que la conocieron dirán nada de ella.
—¡Oh, qué débil, qué débil, qué débil!
—Por una vez debo actuar independientemente.
—Sí, y de un plumazo cambiar por completo el cariz de tu obra. Nunca fue tu intención dirigir un reformatorio. Tu objetivo es ayudar a chicas escogidas que prometen ser de utilidad al mundo. Esa tal señorita Royston pertenece a la media menos provechosa, qué digo, ni siquiera eso. ¿Estás tan ciega para imaginar que un mínimo rayo de buena voluntad surgirá de una persona así? Si lo que deseas es sacarla de las calles, hazlo. Pero mezclarla con tus selectas alumnas no es más que una amenaza para tu empresa. Deja que se sepa, porque se sabrá, que una chica de ese tipo ha llegado hasta aquí, y será el fin de tu labor. En el plazo de un año tendrás que escoger entre cerrar la escuela o convertirla en refugio para proscritos.
La señorita Barfoot guardaba silencio. Tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
—Te dejas llevar por tus sentimientos personales —siguió Rhoda—. Sin duda la señorita Royston mostró cierta inteligencia, pero ¿acaso crees que yo no sabía que jamás llegaría a ser lo que tú esperabas de ella? Dedicaba su tiempo libre a leer novelas. Si ahorcáramos a todos los novelistas y les echáramos al mar quizá tendríamos alguna posibilidad de reformar a las mujeres. La naturaleza de esa chica estaba corrompida por el sentimentalismo como la de todas aquellas mujeres lo suficientemente inteligentes para leer lo que se conoce como «buena ficción», pero que por otra parte no son lo suficientemente inteligentes para ver los vicios que encierra. Amor… amor… amor: una enfermiza repetición de la vulgaridad. ¿Hay algo más vulgar que el ideal de los novelistas? No reflejan el mundo real. Eso sería demasiado aburrido para sus lectores. En la vida real, ¿cuántos hombres y mujeres se enamoran? Estoy segura de que ni siquiera uno entre diez mil. Ni en un solo matrimonio entre diez mil han sentido el uno por el otro lo que dos o tres parejas sienten en una novela. Por supuesto que existe el instinto sexual, pero eso es otra cosa de la que los novelistas no se atreven a hablar. Las miserables criaturas no se atreven a mencionar esa gran verdad. El resultado es que las mujeres se imaginan a sí mismas nobles y gloriosas cuando en realidad están más cerca de los animales. Cuando esa tal señorita Royston se lanzó a la perdición, te apuesto diez a uno a que tenía en mente a la estúpida heroína de algún libro. Te digo que estás olvidándote de tu principal deber. Hay gente de sobra para el papel de buen samaritano; tienes otra misión en esta vida. Tu tarea es preparar y animar a chicas para que se alejen lo más posible del modelo de las buscamaridos. Dejemos que se casen más adelante, si así debe ser, pero en cualquier caso les habrás abierto las ideas sobre la cuestión del matrimonio y las habrás puesto en situación de poder juzgar al hombre que se les presente. Les habrás enseñado que el matrimonio es una alianza de intelectos, no una forma de que las mantengan o incluso de algo aún mas innoble. Pero para conseguir eso tendrás que mostrarte implacable con la estupidez femenina. Si una chica llega a saber que has readmitido a una persona como la señorita Royston quedará corrompida por tu espíritu caritativo; corrompida, a todas luces, para nuestros propósitos. La tarea de dar a las mujeres un alma nueva es tan difícil que no podemos permitir que nos estorben tareas secundarias como sacar a gente estúpida del fango en el que se ha metido. La caridad con la debilidad humana es algo admirable en su debido lugar, pero es también precisamente una de las virtudes que no debes enseñar. Tienes que ser ejemplo de las severas cualidades y desalentar todo cuanto tenga que ver con el sentimentalismo. ¡Y piensa por un momento si estás ilustrando con tu propio comportamiento cierta simpatía por esa debilidad de carácter que estamos haciendo lo imposible por extirpar!