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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (12 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
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—Primero pensamos —dijo Virginia— que cuando Alice se hubiera ido tú podrías compartir mi habitación, pero está tan lejos de Great Portland Street que desechamos la idea. Puede que me mude, pero dudamos de que merezca la pena. Estoy tan bien con la señora Conisbee y para lo que queda… yo diría que en Navidad sería un buen momento para abrir la escuela. Si fuera posible decidirse por nuestro querido Clevedon, por supuesto que lo preferiríamos. Pero quizá Weston ofrezca mejores posibilidades. Alice estudiará los pros y los contras sobre el terreno. ¿No la envidias, Monica? ¡Imagínate poder estar allí en un verano como éste!

—¿Por qué no vas tú también? —preguntó Monica.

—¿Yo? ¿Y alquilar una habitación? No se nos ha ocurrido. Ya sabes que todavía tenemos que ser muy cuidadosas con nuestros gastos. Si puedo, intentaré encontrar empleo para lo que queda de año. No olvides que es muy probable que la señorita Nunn tenga algo para mí. Sin duda me será de gran utilidad verla con frecuencia durante unas semanas. Ya he aprendido muchísimas cosas de ella y de la señorita Barfoot. Su conversación me da tantos ánimos. Tengo la sensación de que relacionarme con ellas es un gran ejercicio de aprendizaje mental.

—Sí, estoy de acuerdo contigo —dijo Alice, temblando de agitación—. Puede ser muy provechoso para Virginia relacionarse con ellas. Tiene ideas nuevas sobre educación y sería genial que nuestra escuela empezara con las ventajas de un sistema de enseñanza moderno.

Monica guardaba silencio. Después de que sus hermanas llevaran hablando del mismo tema un cuarto de hora, dijo con voz ausente:

—Escribí a la señorita Barfoot ayer por la noche, así que supongo que podré mudarme a mi nueva habitación el domingo que viene.

Eran ya las once cuando se fueron. Después de decir adiós a sus hermanas en la estación, Monica volvió andando rápidamente a casa. A medio camino oyó que alguien justo detrás de ella gritaba su nombre. Era la voz del señor Widdowson. Monica se detuvo. Allí estaba él, tendiéndole la mano.

—¿Qué hace usted aquí a estas horas? —preguntó la joven, insegura.

—No es ninguna casualidad. Tenía la esperanza de poder verla. Parecía triste y la miraba con inquietud.

—No tengo tiempo de hablar ahora, señor Widdowson. Es muy tarde.

—Sí, es muy tarde. Me ha sorprendido verla.

—¿Sorprendido? ¿Por qué?

—Quiero decir, que parecía tan poco probable… a estas horas.

—Entonces, ¿cómo es que esperaba verme?

Monica siguió andando con actitud de desagrado, y Widdowson caminó a su lado, estudiando con detenimiento el rostro de la chica.

—No, nunca pensé en que la vería, señorita Madden. Simplemente quería estar cerca de usted, nada más.

—Me atrevería a decir que me ha visto salir.

—No.

—Si lo hubiera hecho se habría dado cuenta de que he salido para encontrarme con dos señoras, mis hermanas. He ido con ellas a la estación y ahora vuelvo a casa. Parece que considera usted que le debo una explicación.

—¡Perdóneme! ¿Qué derecho tengo yo a exigir algo así? Pero he estado muy intranquilo desde el domingo. Tenía tantas ganas de volver a verla, aunque fuera sólo unos minutos. Hace apenas un par de horas le he enviado una carta.

Monica no dijo nada.

—En ella le pedía que nos viéramos el próximo domingo, como acordamos. ¿Podrá usted?

—Siento decirle que no puedo. A finales de esta semana dejo mi trabajo y el domingo me estaré mudando a otra zona de Londres.

—¿Que se va? ¿Ha decido por fin dar el cambio del que me habló?

—Sí.

—¿Y me dirá dónde va usted a vivir?

—En una habitación cerca de Great Portland Street. Ahora tengo que irme, señor Widdowson. De verdad tengo que irme.

—¡Por favor, espere un momento!

—No puedo quedarme más tiempo, no puedo. Buenas noches.

No pudo detenerla. Se llevó la mano al sombrero y sin la más mínima gracia la saludó, alejándose acto seguido a paso rápido y desigual. Pero en menos de media hora estaba de vuelta. Pasó andando frente a la tienda muchas veces sin detenerse; devoraba con los ojos la fachada del edificio y observaba las ventanas en las que se divisaba algún destello de luz. Vio entrar a algunas chicas por la puerta privada, pero Monica no volvió a aparecer. Poco después de medianoche, cuando hacía ya tiempo que la casa se había quedado a oscuras y en completo silencio, aquel hombre intranquilo echó un último vistazo y luego buscó un taxi para volver a casa.

La carta de la que había hablado llegó a manos de Monica a la mañana siguiente. Se trataba de una respetuosa invitación a acompañar al escritor de la misiva a un paseo hasta Surrey. Widdowson proponía encontrarse en la estación de ferrocarril de Herne Hill, donde su vehículo estaría esperando.

Dadas las circunstancias, resultaba prácticamente imposible aceptar dicha invitación sin despertar la curiosidad de sus hermanas. A buen seguro ocuparían el domingo por la mañana en ir a su nuevo alojamiento y conocer allí a su futura compañera de habitación. Por la tarde, sus hermanas iban a ir a visitarla, puesto que Alice había decidido partir para Somerset el lunes. Tenía pues que escribir una nota para rechazar la invitación pero en ningún caso era su intención desanimar a Widdowson. La nota que por fin la satisfizo decía así:

Querido señor Widdowson:

Siento muchísimo decirle que me será imposible verle el domingo. Estaré ocupada todo el día. Mi hermana mayor se va de Londres y el domingo será nuestro último día juntas. Quizá pase mucho tiempo hasta que vuelva a verla. Le ruego que no piense que no valoro su amabilidad. En cuanto me haya acomodado a mi nueva vida espero poder hacerle saber cómo me adapto a ella.

Atentamente

MONICA MADDEN

En la posdata mencionaba su nueva dirección. Estaba escrita con una letra muy pequeña, quizá una indicación inconsciente del recelo con que se había permitido escribir las palabras.

Pasaron dos días y de nuevo llegó una carta de Widdowson.

Querida señorita Madden:

Mi principal objetivo al volver a escribirle con tanta prontitud es el de disculparme sinceramente por mi comportamiento del martes por la noche. Fue totalmente injustificado. La mejor forma de confesar mi falta es reconocer que me desagradó profundamente verla andando por la calle sola a esas horas. Estoy convencido de que cualquier hombre que acabara de conocerla, y que hubiera pensado tanto en usted como yo, habría sentido lo mismo. La vida que le impedía a usted ver a sus amigos a otra hora del día estaba tan en desacuerdo con su elegancia que el simple hecho de pensar en ello me enfureció. Felizmente eso está llegando a su fin y me sentiré enormemente aliviado cuando sepa que ha dejado usted la tienda.

Recuerde usted que somos amigos. Me consideraría mucho menos que su amigo si no quisiera para usted una posición muy diferente de aquella a la que la empujó la necesidad. Muchísimas gracias por su promesa de contarme qué le parecen sus nuevas amigas y su empleo. ¿Estará libre a partir de ahora otros días de la semana además del domingo? Como ahora estará usted cerca de Regent's Park quizá pueda permitirme desear encontrarme con usted allí alguna tarde dentro de poco. Recorrería cualquier distancia para verla y para hablar con usted unos minutos.

Perdone usted mi impertinencia, y créame, querida señorita Madden.

Suyo,

EDMUND WIDDOWSON

Sin duda se trataba de una carta de amor y era la primera que Monica recibía en su vida. Ningún hombre le había escrito jamás diciéndole que estaba dispuesto a recorrer «cualquier distancia» para gozar de la recompensa que suponía ver su rostro. Leyó la carta muchas veces y multitud de ideas pasaron por su cabeza. No consiguió encantarla; de hecho le parecía gris y aburrida, nada que ver con el ideal de una carta de amor, incluso en esta fase incipiente.

Los comentarios acerca de Widdowson que había hecho en el dormitorio la chica que la creía dormida habían mermado considerablemente el concepto que Monica tenía de él. Era un hombre ya mayor y parecía aún mayor a simple vista. Era seco y rígido, y ya había empezado a mostrar cuán preciso y exacto podía ser. Uno o dos años antes la imagen de un hombre así le habría repelido. No creía posible llegar a sentir nada por él, pero si le pedía que se casara con él —y parecía que eso iba a ocurrir bastante pronto— casi con toda seguridad le diría que sí, siempre, claro está, que todo lo que él le había dicho sobre sí mismo pudiera ser confirmado satisfactoriamente.

Su relación con él era algo extraordinario. ¡Con qué asombro, con qué embeleso cualquiera de sus compañeras de la tienda escucharía las insinuaciones de un hombre que disponía de seiscientas libras anuales! Pero Monica no ponía en duda la veracidad de esta información y la honradez de sus intenciones. La historia de su vida sonaba perfectamente creíble y la sequedad de sus modales inspiraba confianza. Tal como iban las cosas en la guerra del matrimonio, podía considerarse una joven de lo más afortunada. Al parecer se había enamorado de ella; posiblemente sería un devoto marido. No sentía amor por él, pero entre la perspectiva de un matrimonio basado en el aprecio y la de no casarse no había lugar a dudas. Cabía la posibilidad de que jamás volviera a recibir una oferta de un hombre con una posición social que pudiera respetar.

Mientras tanto había llegado una breve nota de la chica con la que iba a compartir alojamiento. «La señorita Barfoot me ha hablado tan bien de usted que no creo necesario tener que verla antes de dar mi consentimiento a sus sugerencias. Quizá le haya dicho que tengo mis propios muebles; son muy sencillos aunque creo que cómodos. Por las dos habitaciones y el servicio pago ocho chelines y seis peniques a la semana; mi casera pedirá once chelines cuando seamos dos, así que su parte será de cinco chelines y seis peniques. Espero que no le parezca demasiado. Creo que soy una persona tranquila y muy razonable. » Firmaba «Mildred H. Vesper».

Llegó el día de la liberación. Como no dejó de diluviar durante toda la mañana Monica se arrepintió aún menos de haber pospuesto su cita con Widdowson. A la hora del desayuno dijo adiós a tres o cuatro de las chicas por las que tenía algún interés. La señorita Eade estaba entusiasmada con su marcha. Con esa rival fuera de escena, quizá el señor Bullivant centrara sus atenciones en la fiel admiradora que quedaba.

Viajó en tren a Great Portland Street y de allí, en taxi, con sus dos cajas, a Rutland Street, en Hampstead Road, una pequeña calle en cuesta llena de casas bajas. Cuando el taxi se detuvo, la puerta de la casa que buscaba se abrió y en el portal apareció una joven baja, recatada y de rostro común, que sonreía a modo de bienvenida.

—¿Es usted la señorita Vesper?

—Sí, encantada de conocerla, señorita Madden. Ya que los cocheros de Londres parecen no querer cumplir con sus obligaciones, la ayudaré a meter las cajas en la casa.

A Monica le gustó la joven en seguida. Después de que el cochero accediera a bajar el equipaje, entre los tres lo llevaron al pie de la escalera. A continuación, después de pagar al cochero, las dos jóvenes subieron al segundo piso, que era a la vez la parte superior de la casa. Las dos habitaciones de la señorita Vesper eran humildes pero acogedoras. Ésta se quedó mirando a Monica para saber qué impresión le habían producido.

—¿Le sirven?

—Oh, por supuesto que sí. ¡Después de haber vivido en Walworth Road! Pero me avergüenza inmiscuirme en su intimidad.

—He estado intentando encontrar a alguien con quien compartir el alquiler —dijo la señorita Vesper con una franqueza tan sencilla que resultó muy agradable—. La señorita Barfoot no ha dejado de hablarme bien de usted, y sin duda creo que podemos llevarnos muy bien.

—Intentaré molestarla lo menos posible.

—Y yo a usted. Esta calle es muy tranquila. Aquí arriba está el Cumberland Market, un mercado de ganado y verduras. Los días de mercado llegan hasta aquí olores muy agradables, olores de campo. Yo soy de campo, por eso le menciono lo de los olores.

—Yo también —dijo Monica—. Soy de Somerset.

—Yo de Hampshire. Sabe usted, tengo la fuerte sospecha de que todas las chicas realmente agradables de Londres vienen del campo.

Monica tuvo que mirar a su interlocutora para asegurarse de que estaba bromeando. A la señorita Vesper le gustaba soltar pequeños chistes en el más serio de los tonos. Sólo un guiño y un casi imperceptible movimiento de sus pequeños y apretados labios la traicionaron.

—¿Le pido a la casera que me ayude a subir el equipaje?

—Está usted muy pálida, señorita Madden. Deje que yo me ocupe de eso. Tengo que bajar para recordarle a la señora Hocking que le eche sal a las patatas. Sólo cocina para mí los domingos y si no se lo recordara todas las semanas cocería las patatas sin sal. Curiosa personalidad la suya, aunque una termina por hacerse a la idea de que es algo propio de la naturaleza.

Se echaron a reír a la vez. Cuando la señorita Vesper desataba su alegría, disfrutaba tanto de ella que verla era todo un placer. Al acabar de comer ya se habían hecho buenas amigas y habían intercambiado gran cantidad de información personal. Mildred Vesper parecía ser una joven de talante satisfecho. Tenía hermanos y hermanas a los que quería y que se encontraban repartidos por Inglaterra en busca de una vida propia. En raras ocasiones se veían, aunque para ella eso era algo completamente natural. En cuanto a la señorita Barfoot, el respeto que le profesaba parecía no tener límites.

—Hizo de mí lo que nadie más podría haber hecho. Cuando la conocí, hace tres años, yo era una boba. Me sentía maltratada porque tenía que trabajar por casi nada y vivía totalmente sola. Ahora debería avergonzarme al ver lo que se les viene encima a miles de chicas.

—¿Aprecia usted a la señorita Nunn? —preguntó Monica.

—No tanto como a la señorita Barfoot, aunque la tengo en mucha consideración. Su celo la hace un poco exagerada a veces, aunque de hecho el celo es muy espléndido. Yo carezco de él, al menos de esa forma.

—Quiere usted decir…

—Quiero decir que siento un vergonzoso placer cuando me entero de que una chica se va a casar. Sin duda es una debilidad. Quizá consiga erradicarla a medida que me haga mayor. Pero ¿sabe usted?, casi sospecho que la señorita Barfoot tampoco se libra de tal debilidad.

Monica se echó a reír y cambió de tema. Estaba de buen humor. La visión que su compañera tenía de la vida ya estaba teniendo algún efecto sobre ella. Pensaba en las cosas y en la gente con mayor ligereza y se sentía mucho menos dispuesta a compadecerse de sí misma.

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