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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (11 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
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—¡Qué arenga tan terrible! —dijo la señorita Barfoot cuando la apasionada voz de su compañera llevaba callada unos segundos—. Entiendo tu punto de vista pero creo que vas más allá del mero celo práctico. Sin embargo, ayudaré a la chica de cualquier otro modo que me sea posible.

—Te he ofendido.

—Sería imposible encontrar ofensa alguna en una muestra tan clara de sinceridad.

—Pero ¿admites el peso de mi argumento?

—Querida Rhoda, tenemos posturas diferentes en ciertos puntos que por norma no tienen por qué interferir con la armonía con la que trabajamos. Has llegado a odiar la simple idea del matrimonio, y todo lo que la rodea. Creo que es un peligro que tendrías que haber evitado. Es cierto que deseamos evitar que las chicas se casen sólo para que las mantengan y para que no lleguen a degradarse como ha ocurrido con Bella Royston; pero seguro que entre nosotras podemos admitir que la gran mayoría de las mujeres tendrían una vida desaprovechada si no se casaran.

—Yo sigo pensando que la gran mayoría de las mujeres llevan una vida vana y miserable precisamente porque se casan.

—¿No estarás culpando a la institución del matrimonio de algo de lo que es únicamente responsable el destino de la humanidad? Una vida vana y miserable no es más que el destino de casi todos los mortales. Muchas mujeres, se casen o no, sufrirán y cometerán infinitas locuras.

—La mayoría de las mujeres tal y como la vida está dispuesta para ellas. Las cosas están cambiando y nosotras estamos intentando contribuir de algún modo a acelerar ese nuevo orden.

—Ah, utilizamos las mismas palabras con diferentes sentidos. Yo hablo de la naturaleza humana, no del efecto de las instituciones.

—Ahora eres tú la que se muestra poco práctica. Ese punto de vista lleva sólo al pesimismo y a la parálisis del esfuerzo.

La señorita Barfoot se levantó.

—Me rindo ante tu objeción de readmitir a esa chica para que trabaje aquí. La ayudaré de otro modo. Es cierto que quizá no se deba confiar en ella.

—Es imposible confiar en ella en ningún sentido. Lástima que su desgracia no pueda ser utilizada como lección ejemplar para nuestras otras chicas.

—De nuevo estamos en desacuerdo. Te equivocas en tus ideas de cómo se ve influenciada la forma de pensar de la gente. La desgracia de Bella Royston en ninguna medida afectaría a ninguna de las chicas en su concepción del destino de su propio sexo. Evitemos las exageraciones. Si nuestros amigos piensan de nosotras que somos unas fanáticas la utilidad de nuestra labor quedará en nada. El ideal que nos mueve es el de ser humanas. ¿Crees que conocemos a alguna chica que crea de corazón que lo mejor es no amar ni casarse nunca?

—Quizá no —admitió Rhoda, más animada ahora que había ganado su argumentación—. Pero sí conocemos a varias que nunca se casarían a menos que se vieran empujadas en igual medida por la cabeza y por el corazón.

La señorita Barfoot se echó a reír.

—Por favor, ¿quién ha distinguido alguna vez en esos casos entre la cabeza y el corazón?

—Estás anormalmente escéptica hoy —dijo Rhoda con una risa impaciente.

—No, querida. Simplemente ocurre que estamos llegando a la raíz de las cosas, nada más. Quizá sea bueno hacerlo de vez en cuando. Oh, te admiro inmensamente, Rhoda. Eres el adversario ideal para esas mujeres a las que no les importa nada, que no creen en nada y que impiden que el mundo avance. Y que no están preparadas por ti para una triste decepción.

—Toma por ejemplo a Winifred Haven —urgió la señorita Nunn—. Es una chica hermosa e inteligente, y sin duda alguien querrá en su día casarse con ella.

—Perdona que te interrumpa. Me parece más que dudoso que eso llegue a ocurrir. No tiene más dinero que el que pueda ganar con su trabajo, y ese tipo de chicas, a menos que sean de una belleza excepcional, tienen todas las posibilidades de quedarse solteras.

—Cierto. Pero supongamos que tuviera una oferta de matrimonio. ¿Confiarías en su prudencia?

—Winifred es una chica muy sensata —admitió la señorita Barfoot—. Creo que corre tan poco peligro como cualquiera de las chicas que conocemos. Pero no me sorprendería si cometiera el más lamentable de los errores. Sin duda no me preocupa. Las chicas de nuestra clase no son como las que carecen de educación, esas que, por una u otra razón, se casarían con cualquier hombre antes de quedarse solteras. Tienen sin duda una gran delicadeza personal. Pero lo que quiero recalcar es que Winifred preferiría casarse a quedarse soltera. Y nosotras debemos tener ese factor siempre presente. Un ideal forzado es algo prácticamente tan perjudicial como no tener ningún ideal. Sólo la más excepcional de las mujeres consideraría que es su deber quedarse soltera como ejemplo y apoyo a las que nosotras llamamos «mujeres sin pareja»; aunque ésa es la forma más humana de conseguir lo que se desea. Al adoptar la postura soberbia de que una mujer tiene que ser absolutamente independiente de todo cuanto se refiera al sexo, pones en jaque tu propia causa. Contentémonos si encaminamos a algunas de ellas a vivir en soltería sin que se sientan más descontentas que un hombre en su misma situación.

—Sin duda ésa es una comparación desafortunada —dijo Rhoda fríamente—. ¿Qué hombre vive en celibato? Considera ese hecho innombrable y dime entonces si me equivoco al negarme a perdonar a la señorita Royston. La lucha de las mujeres no es solamente contra ellas mismas. La necesidad del caso exige lo que tú llamas un ideal forzado. Estoy profundamente convencida de que antes de que el sexo femenino pueda mejorar su nivel tendrá que producirse una revolución generalizada contra el instinto sexual. El cristianismo no pudo difundir su palabra sin la ayuda del ideal ascético, y este gran movimiento a favor de la emancipación de la mujer tiene también que tener sus principios ascéticos.

—No puedo decir que te equivoques en ese punto. ¿Quién sabe? Pero no es una buena política predicarlo entre nuestras jóvenes discípulas.

—Respetaré tu deseo, pero…

Rhoda hizo una pausa y movió la cabeza.

—Querida —dijo seriamente la mayor de las dos mujeres—, créeme cuando te digo que cuanto menos pensemos o hablemos de esas cosas mayor será la paz que reine entre nosotras. El odioso error de las chicas de clase obrera, tanto las de campo como las que vienen de la ciudad, es que están absorbidas por la preocupación por su naturaleza animal. Nosotras, gracias a nuestra educación y al tono de nuestra sociedad, conseguimos mantener eso en segundo plano. No vayas a interferir en este satisfactorio estado de cosas. Conténtate con enseñar a nuestras chicas que su deber es llevar una vida de esfuerzo, ganarse el pan y cultivar sus mentes. Simplemente deja a un lado el matrimonio. Es el camino más sabio. Compórtate como si no existiera. No harás más que daño si tomas el otro camino, el de la agresividad.

—Te obedeceré.

—¡Bien, humilde criatura! —se río la señorita Barfoot—. Venga, vámonos a Chelsea. ¿Ha terminado la señorita Grey esa copia para el señor Houghton?

—Sí, ya está enviada.

—Mira, aquí tienes un voluminoso manuscrito de nuestro amigo el anticuario. Dos de las chicas deben ponerse a trabajar en él por la mañana.

Los manuscritos que les llegaban se guardaban en una caja a prueba de incendios. Cuando le hubieron echado la llave, las dos mujeres subieron al vestidor y se prepararon para salir. Los vecinos del edificio se encargaban de la limpieza de las habitaciones y de alguna que otra tarea más. Rhoda les entregó las llaves de la puerta.

La señorita Barfoot se mostró seria y silenciosa durante el camino a casa. Rhoda, molesta por el asunto que sin duda ocupaba los pensamientos de su amiga, se entregó a sus propias reflexiones.

CAPÍTULO VII
UN AVANCE SOCIAL

Monica quedaría libre de sus obligaciones en Walworth Road siempre que notificara su marcha con una semana de antelación. Comunicaría su decisión el lunes, de manera que, si podía al mismo tiempo decidirse a aceptar la oferta de la señorita Barfoot, la semana siguiente sería su última semana de esclavitud tras el mostrador. De camino a casa desde Queen's Road, Alice y Virginia la apremiaron para que tomara una decisión; eran incapaces de comprender cómo podía Monica seguir dudando. La cuestión de su alojamiento ya estaba arreglada. Una de las jóvenes que trabajaba con la señorita Barfoot, que vivía no muy lejos de Great Portland Street, aceptaría con agrado una compañera de habitación, una solución perfectamente recomendable y económicamente ventajosa. Sin embargo Monica todavía no acertaba a dar su última palabra.

—No sé si de verdad vale la pena —dijo después de un largo silencio mientras se aproximaban a la estación de York Road, donde debían coger el tren que las llevaría a Clapham Junction.

—¿Que si vale la pena? —exclamó Virginia—. ¿No crees que sería bueno para ti?

—Sí, supongo que sí. Tengo que ver cómo me siento mañana por la mañana.

Pasó la tarde en Lavender Hill, pero sin cambios de ánimo visibles. En su comportamiento se apreciaba una extraña inquietud. Daba la sensación de que la estuvieran obligando a tomar una decisión dura y repugnante.

A su regreso a Walworth Road, en cuanto vio la tienda, observó la figura de un hombre a unas veinte yardas de donde ella estaba que inmediatamente atrajo su atención. La débil luz de las farolas la hizo dudar, pero tuvo la sensación de que se trataba de Widdowson. Caminaba por la otra acera, alejándose de ella. Cuando el hombre estuvo justo a la altura de Scotcher's miró en esa dirección, pero no se detuvo. Monica aceleró el paso, temerosa de que la viera y la abordara. Ya había llegado a la puerta cuando Widdowson —sí, era él— se dio de pronto la vuelta y empezó a desandar sus pasos. La vio al instante, pero Monica no supo si la había reconocido. En ese momento ella abrió la puerta y entró.

Sintió una oleada de escalofríos, como si acabara de escapar de algún peligro. Se quedó inmóvil en el pasillo, escuchando con la intensidad que sólo ocasiona el miedo. Pudo oír pasos en la acera; esperó oír el timbre de la puerta. Si se mostraba tan desconsiderado como para llamar a la puerta, en ningún caso accedería a verle.

Pero el timbre no sonó y tras unos minutos esperando Monica recuperó el control. No se había equivocado; incluso había podido distinguir sus rasgos cuando él se había dado la vuelta. ¿Era ésa la primera vez que había venido a ver el lugar donde ella vivía, probablemente para espiarla? Este comportamiento la ofendió, aunque el sentimiento de ofensa llegaba mezclado con cierta satisfacción.

Desde uno de los dormitorios se veía Walworth Road. Monica corrió escaleras arriba, abrió con cuidado la puerta de esa habitación y miró dentro. La escasa luz del cuarto le permitió ver que sólo una de las camas estaba ocupada por alguien que parecía dormir. Se acercó sigilosamente hasta la ventana, apartó la cortina y miró a la calle. Pero Widdowson había desaparecido. Claro que podía estar en este lado de la calle.

—¿Quién anda ahí? —preguntó de pronto una voz que procedía de la cama ocupada.

Era la señorita Eade. Monica la miró y asintió.

—¿Usted? ¿Qué está haciendo aquí?

—Quería ver si había alguien ahí fuera.

—¿Se refiere a él?

Monica asintió.

—Tengo un terrible dolor de cabeza. No podía soportarlo más así que he tenido que volver a casa a las ocho. También me duele muchísimo la espalda. No me quedaré en este horrible lugar mucho más. No quiero caer enferma, como la señorita Radford. Alguien fue a verla al hospital esta tarde y está muy mal. Bueno, ¿ha podido usted verle?

—No, se ha ido. Buenas noches. —Y Monica salió del cuarto.

Al día siguiente notificó su intención de dejar su puesto. No hubo preguntas. No tenía demasiada importancia. Podían encontrar cincuenta, o para el caso, cien jóvenes igualmente preparadas para ocupar su puesto.

El martes por la mañana llegó una carta de Virginia; eran unas pocas líneas en las que le pedía que se reuniera con sus hermanas lo antes posible después de cerrar, frente a la tienda.

A las diez menos cuarto pudo por fin escaparse de la tienda. A pocos metros de allí estaban las dos hermanas.

—La señora Darby ha encontrado un sitio para Alice —empezó Virginia—. La noticia nos llegó ayer en el correo de la tarde. Una señora de Yatton necesita una institutriz para sus dos niños. ¿No es una suerte?

—Se ajusta tan perfectamente a lo que teníamos pensado —añadió la mayor con su voz cascada—. No podría ser mejor.

—¿Os referís a la escuela? —dijo Monica, como en sueños.

—Sí, la escuela —replicó Virginia, temblando de agitación—. Yatton está a una distancia ideal de Clevedon y de Weston. Alice podrá ir a los dos sitios e informarse para decidir en cuál de los dos es mejor abrir la escuela.

La sugerencia de la señorita Nunn, hasta el momento sólo discutida tímidamente, había tomado forma en sus cabezas tan pronto Alice recibió la llamada que suponía su regreso a la región donde había nacido. Las dos hermanas estaban entusiasmadas con el proyecto. Les daba un nuevo tema de conversación y la posibilidad de recuperar el respeto por sí mismas las animaba. Al fin y al cabo podían tener una misión, una labor en el mundo. Se imaginaron de directoras de un establecimiento respetable y próspero, con maestras a su mando y disfrutando de una agradable vida social. Volvieron a sentirse jóvenes y capaces de una actividad indefinida. ¿Por qué no se les había ocurrido antes? Y en seguida volvían a sus interminables alabanzas a Rhoda Nunn.

—¿Es un buen puesto? —preguntó la menor de las hermanas.

—Oh, ya lo creo. Sólo doce libras anuales, pero la señora Darby dice que son buena gente. Quieren que me incorpore de inmediato, y probablemente dentro de unas semanas me iré con ellos a la costa.

—¡No podría ser mejor! —exclamó Virginia—. Recuperará la salud y en medio año, o quizá antes, podremos tomar una decisión sobre el gran paso. Oh, ¿les has dicho ya que te vas, querida?

—Sí.

Las dos mayores se pusieron a aplaudir como niñas. Era una extraña escena la que formaban las tres en el asfalto londinense a las diez de la noche; tan íntimamente doméstica en un marco muy cercano a la antítesis de la domesticidad. A tan sólo unas yardas de allí, una joven, para la que el pavimento era lugar de trabajo, se reía junto a dos hombres. Sus voces sugirieron a Monica que era conveniente que caminaran mientras conversaban, así que se dirigieron hacia la estación de Walworth Road.

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