Mundo Anillo (31 page)

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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mundo Anillo
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—Podemos explorarla cuando amanezca —dijo—. Parece un enclave más importante. Tal vez haya permanecido intacto desde la desaparición de la civilización.

—Debe disponer de una fuente de energía propia —aventuró Luis—. Me gustaría saber por qué. Ninguno de los edificios de Zignamuclikclik estaba equipado de este modo.

Teela lanzó su aerocicleta en picado directamente debajo del castillo. Los ojos de su imagen reflejada en el intercom se abrieron redondos como naranjas en expresión de asombro.

—¡Luis, Interlocutor! ¡Tenéis que ver esto! —gritó.

Se lanzaron tras ella sin pensarlo dos veces. Luis ya se había situado a su lado, cuando de pronto recordó, aterrado, la enorme masa que pendía sobre sus cabezas.

Toda la superficie inferior del castillo estaba cubierta de ventanas y era una sucesión de ángulos y aristas. No había forma posible de apoyar el castillo en el suelo. ¿Quien lo había construido, y cómo, así, sin base? Cemento y metal en una estructura asimétrica, pero ¿cómo se sostendría, nej? Luis sintió un vacío en el estómago; sin embargo, apretó los dientes y continuó avanzando al lado de Teela, bajo una masa flotante equivalente a una nave transespacial de tamaño medio.

Teela había descubierto una maravilla: una piscina sumergida, en forma de bañera y profusamente iluminada. El fondo y las paredes de vidrio daban contra la oscuridad exterior, a excepción de una pared que limitaba con un bar, o un salón, o... resultaba difícil concretar a través de dos capas translúcidas.

La piscina estaba seca. En el fondo había un enorme esqueleto solitario, semejante al de un bandersnatch.

—Tenían unos animales domésticos bastante grandes —aventuró Luis.

—Parece un bandersnatch jinciano —dijo Teela—. Mi tío era cazador, y había instalado su sala de trofeos dentro de un esqueleto de bandersnatch.

—Hay bandersnatch en muchos mundos. Los esclavistas se alimentaban de ellos. No me sorprendería hallarlos en cualquier punto de la galaxia. Lo importante es saber por qué decidieron traerlos aquí los anillícolas.

—Como elementos decorativos —saltó Teela en el acto.

—¿Estás de broma?

Un bandersnatch era algo así como un cruce entre Moby Dick y un tractor oruga.

«¿Por qué no? —pensó Luis—. ¿Por qué descartar la posibilidad de que los ingenieros hubieran saqueado una docena, o incluso un centenar, de sistemas solares en busca de seres idóneos para poblar este mundo artificial?» Según su hipótesis, poseían motores de fusión de alimentación exterior. Y era evidente que todos los seres vivos del Mundo Anillo tenían que haber sido traídos de otra parte. Girasoles esclavistas. Bandersnatch. ¿Qué más?

Ya habían recorrido una distancia suficiente para dar la vuelta a la Tierra media docena de veces. ¡Por las leyes de Finagle, cuántas cosas les quedarían aún por descubrir!

Formas de vida desconocidas. (Inofensivas, hasta el momento.)

Girasoles. (Interlocutor había ardido en medio de una luz cegadora, mientras se oían sus aullidos por el intercom.)

Ciudades flotantes. (Que se desmoronaban con consecuencias desastrosas.)

Bandersnatch. (Inteligentes y peligrosos. Tendrían las mismas características en este mundo. Los bandersnatch no sufrían mutaciones.)

¿Y la muerte? La muerte siempre era igual, en todas partes. Dieron otra vuelta en torno al castillo, en busca de una abertura. Había ventanas rectangulares y octogonales y semiesféricas, y gruesos paneles en el suelo; pero todo estaba cerrado. Encontraron un muelle para vehículos volantes, con una gran puerta construida como un puente levadizo que hacía las veces de rampa de aterrizaje; pero, al igual que un puente levadizo, la puerta estaba levantada y cerrada. Encontraron casi cien metros de escaleras mecánicas en espiral que colgaban como un muelle del extremo más bajo del castillo. Las escaleras acababan en cielo descubierto. Alguna fuerza desconocida las había retorcido, muchas vigas sustentadoras estaban partidas y varios peldaños se habían roto. En el extremo superior de la escalera mecánica encontraron una puerta cerrada.

—¡Voto a Finagle! Voy a atravesar un cristal —dijo Teela.

—¡No lo hagas! —le ordenó Luis. La creía perfectamente capaz de ello—. Interlocutor, emplea el desintegrador. A ver si conseguimos entrar.

Interlocutor desenfundó la excavadora esclavista.

Luis estaba enterado del funcionamiento del desintegrador. Los objetos situados al alcance de su rayo de amplitud variable adquirían, bruscamente, una carga positiva de una potencia suficiente para hacerlos estallar en pedazos. Los titerotes habían añadido un segundo rayo, paralelo, que suprimía la carga del protón. Luis no lo había utilizado para cavar el refugio en el campo de girasoles, y sabía que tampoco era necesario usarlo ahora.

Sin embargo, debía de haber adivinado que Interlocutor lo usaría de todos modos.

Dos puntos de la gran ventana octogonal situados a escasos centímetros adquirieron de pronto cargas opuestas, con una diferencia de potencial entre ambas.

El destello fue cegador. Luis apretó los ojos con lágrimas de dolor. Simultáneamente se oyó el estampido ensordecedor de un trueno que le destrozó los tímpanos a pesar de la envoltura sónica. En medio de la atónita calma que siguió, Luis sintió como una gruesa capa de ásperas partículas rasposas se iba depositando sobre su cuello y sus hombros y también en el dorso de sus manos. Mantuvo los ojos cerrados.

—Tenías que probarlo —constató.

—Funciona muy bien. Nos será útil.

—Feliz cumpleaños —apostilló irónicamente.

—No seas impertinente, Luis.

Ya no le dolían tanto los ojos. Luis descubrió que todo él y la aerocicleta estaban rodeados de astillas de vidrio. ¡Vidrio flotante! La envoltura sónica debía haber detenido las partículas que luego se habían ido depositando sobre todas las superficies horizontales.

Teela ya había entrado en el enorme espacio de lo que hubiera podido ser una sala de baile. Luis y el kzin la siguieron...

Luis se despertó lentamente, con una sensación de bienestar. Estaba tendido sobre una superficie blanda, con todo el cuerpo apoyado en un brazo. El brazo se le había dormido.

Rodó sobre sí mismo y abrió los ojos.

Yacía en una cama y sobre su cabeza se alzaba un alto techo blanco. El bulto que sentía bajo las costillas resultó ser un pie de Teela.

Ya se acordaba. Habían encontrado la cama la noche anterior, una cama tan grande como un campo de mini-golf, en un enorme dormitorio situado en lo que hubiera sido el sótano en un castillo menos extravagante.

Antes de descubrirlo, habían encontrado muchas otras maravillas.

El castillo era un verdadero castillo, no un simple hotel de lujo. Un salón de banquetes con una ventana panorámica de ciento cincuenta metros de altura ya resultaba bastante sorprendente. Sin embargo, también pudieron comprobar que las mesas formaban un círculo en torno a una mesa central en forma de anillo, situada sobre una plataforma elevada. El anillo rodeaba una silla torneada de alto respaldo del tamaño de un trono. Teela había empezado a hacer pruebas y por fin había descubierto la forma de elevar la silla y dejarla suspendida en el aire y un dispositivo para ampliar la voz del ocupante hasta hacerla sonar como un trueno imperativo. La silla también giraba; y con ella giraba también la escultura que colgaba encima.

La escultura era de alambre retorcido, muy ligera, prácticamente sólo espacio vacío. Parecía una figura abstracta hasta que Teela comenzó a hacerla girar. Entonces... no les cupo la menor duda de que era un retrato.

La cabeza esculpida de un hombre completamente lampiño. ¿Sería un nativo de una comunidad cuyos miembros se afeitaban el rostro y el cráneo? ¿O sería la figura de un miembro de otra raza procedente de algún apartado lugar de la curva del anillo? Tal vez nunca llegarían a averiguarlo. Pero el rostro era claramente humano: apuesto, anguloso, el rostro de una persona acostumbrada a mandar.

Luis levantó la mirada. Y recordó ese rostro. La actitud de mando había trazado arrugas en torno a los ojos y la boca, y el artista había conseguido incorporar esas líneas a la estructura de alambre.

El castillo debía de haber sido una sede de gobierno. Todo parecía indicarlo: el trono, el salón de banquetes, las extraordinarias ventanas, el propio castillo flotante con su fuente de energía independiente. Pero, para Luis Wu, el elemento decisivo era ese rostro.

Después habían recorrido todo el castillo. Habían descubierto escaleras lujosamente decoradas y de hermoso diseño distribuidas por doquier. Pero no se movían. No había escaleras mecánicas, ni ascensores, ni alfombras rodantes, ni toboganes. Tal vez esas escaleras se habían movido en su tiempo.

Conque el grupo decidió ir bajando, pues resultaba menos fatigoso que subir. En el fondo del castillo habían encontrado el dormitorio.

Tras un sinfín de días de dormir en los asientos de sus aerocicletas y hacer el amor dondequiera que aterrizara la flotilla, la cama causó un impacto irresistible en Teela y Luis Wu. Habían dejado que Interlocutor prosiguiera la exploración por su cuenta.

A saber lo que habría encontrado a esas horas.

Luis se incorporó sobre un codo. La mano muerta comenzaba a volver a la vida. Procuró no sacudirla. «Esto nunca pasa con las placas sómnicas —se dijo—, pero qué nej..., por lo menos es una cama...»

Una pared del dormitorio que parecía de cristal daba sobre una piscina seca. Entre las paredes y el suelo de cristal, localizó el blanco esqueleto de un bandersnatch de Frumio, con la calavera en forma de cuchara.

La pared opuesta, también transparente, daba sobre la ciudad, a unos trescientos metros del nivel del suelo.

Luis dio tres vueltas sobre sí mismo y por fin cayó de la cama. El suelo era blando, estaba cubierto con una alfombra de piel de un color y textura que presentaban un inquietante parecido con los de las barbas de los nativos. Luis se arrastró hasta la ventana y se asomó al exterior.

(Algo le obstruía la visión, como un ligero parpadeo en una pantalla de tride. No llegó a percibirlo a nivel consciente. Sin embargo, notaba una molestia.)

Bajo un cielo blanco e informe, la ciudad aparecía en distintos matices de gris. La mayor parte de los edificios eran altos, pero había unos cuantos muchísimo más altos que sobresalían imponentes entre los demás; y unos pocos sobrepasaban la altura de la base de ese castillo flotante. Antaño, habían existido otros edificios flotantes. Luis logró distinguir las señales, amplios espacios vacíos en medio de la geografía urbana marcaban el lugar donde se habían derrumbado esos miles de toneladas de maquinaria.

Pero ese castillo de ensueño disponía de una fuente de energía independiente. Y un dormitorio idóneo para acomodar una orgía de considerable amplitud. Con una enorme pared-ventana desde la cual un sultán podría contemplar sus dominios y percibir a sus súbditos como las hormigas que realmente eran.

«Un lugar idóneo para soñar despierto», se dijo Luis Wu.

De pronto algo le llamó la atención. Algo que se agitaba ahí fuera, frente a la ventana.

Un alambre. Un trozo había quedado prendido en la cornisa; pero aún había más flotando en el aire. Un alambre tosco. Ahora distinguía claramente las dos hebras que pendían de la cornisa sobre la ciudad.

Incapaz de averiguar su origen, Luis lo aceptó tal como se le presentaba. Un objeto hermoso. Se tendió de espaldas, desnudo, sobre la alfombra peluda que cubría todo el suelo, y contempló el alambre que seguía deslizándose ante su ventana. Se sentía seguro y relajado, tal vez por primera vez desde que un láser de rayos X derribara el «Embustero».

El alambre seguía cayendo sin cesar, rizos y más rizos de alambre negro ondeante sobre el cielo blanco-grisáceo. Era tan fino que en algunos momentos llegaba a perderlo de vista. ¿Cómo averiguar su longitud? Casi tan difícil como contar los copos de nieve en una tormenta.

De pronto Luis adivinó lo que era.

—Bienvenido —dijo. Pero sintió un sobresalto.

El alambre que unía las pantallas cuadradas. Les había seguido hasta allí.

Luis subió cinco tramos de escalera en busca de algo para desayunar.

Naturalmente no esperaba que la cocina funcionase. De hecho, deseaba volver al salón de banquetes; pero sin saber cómo se encontró en la cocina.

Esta le ratificó en sus reflexiones de unos momentos antes. Un autócrata precisa criados; y allí los había habido. La cocina era enorme. Debió de tener ocupado a todo un ejército de cocineros, con sus ayudantes para transportar el producto acabado al salón de banquetes, volver con los platos sucios, lavar la vajilla y hacer limpieza, ir de compras...

Había recipientes que, en su tiempo, debieron de servir para guardar las frutas y verduras frescas y ahora aparecían llenos de polvo y huesos de fruta y pellejos secos y moho. Había una cámara frigorífica donde sin duda colgaban los animales muertos. Estaba vacía y caliente. Había un refrigerador, que aún funcionaba. Posiblemente parte de la comida guardada en el congelador sería aún comestible; pero Luis no quiso correr el riesgo.

No había latas de conservas.

Las espitas de agua estaban secas.

Aparte del refrigerador, el aparato más complejo que encontró fueron los goznes de las puertas. Los hornos y fogones no tenían indicadores de temperatura ni cronómetros. Tampoco encontró nada equivalente a un tostador de pan. Sobre la cocina colgaban unos cordeles, con unas bulbosidades. ¿Especias sin elaborar? ¿No poseían especias envasadas?

Luis echó un último vistazo antes de salir. Y entonces descubrió lo que realmente había ocurrido.

Originariamente, ese cuarto no había estado destinado a cocina.

¿Qué era pues? ¿Una despensa? ¿Un cuarto de tride? Probablemente lo segundo. Una pared estaba completamente vacía, recubierto con una capa de pintura uniforme que parecía más reciente que el resto; y en el suelo aún se veían las señales de los lugares que antes podrían haber ocupado las sillas y divanes.

Conque eso era. Esa habitación había sido una sala de esparcimiento. Luego, debía de haberse estropeado la pantalla mural y nadie había sido capaz de repararla. La cocina automática debía haber corrido igual suerte.

Y de este modo la gran sala de tride había acabado transformada en una cocina manual. Tales cocinas debían ser de uso corriente a esas alturas y seguramente ya no quedaba nadie capaz de reparar una cocina automática. Los alimentos crudos probablemente eran transportados hasta allí en un camión volante.

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