Mundo Anillo, es una de las novelas más laureadas en la historia de la ciencia ficción. Parafraseando a uno de los maestros, Italo Calvino, no debemos olvidar la importancia de leer a los clásicos. Por méritos propios, esta es una de esas obras que han adquirido el marchamo sin lugar a dudas. El tiempo la ha puesto donde debía: es una de las novelas capitales y más importantes de la ciencia ficción de todos los tiempos.
El descubrimiento de un mundo hueco que orbita alrededor de una lejana estrella, desencadena una tremenda lucha entre la humanidad y otras dos razas en plena expansión imperialista. Hasta la misma Tierra se ve amenazada. Solo el desparpajo y la suerte fabulosa de uno de los protagonistas, permiten conducir la lucha... A un inesperado desenlace.
Larry Niven
Mundo Anillo
Mundo Anillo /1
ePUB v1.1
Horus0107.07.11
Título original:
Ringworld
©1970, Larry Niven
Traducción: Mirela Bofill
Ganador del Premio Hugo 1971 [Novela]
Ganador del Premio Nebula 1971 [Novela]
Ganador del Premio Locus 1971 [Novela]
Ganador del Premio Ditmar 1972 [Novela Extranjera]
Ganador del Premio Seiun 1979 [Novela Extranjera]
Luis Wu volvió a la realidad en el centro del Beirut nocturno, en el interior de una de las varias cabinas teletransportadoras de uso general.
La larga coleta, blanca y reluciente, parecía de nieve artificial. La piel y el cráneo depilado tenían un tinte amarillo cromo; el iris de sus ojos era dorado y lucía una túnica azul cobalto sobre la cual destacaba la dorada figura de un dragón estereoscópico. Cuando apareció, su rostro exhibía una amplia sonrisa con una hilera de perfectos dientes nacarados, absolutamente normalizados. Su persona se materializó sonriente y agitando una mano. Pero la sonrisa estaba ya en fase de disolución; un segundo más tarde había desaparecido, y su rostro comenzaba a descomponerse como una máscara de goma bajo el efecto del calor. En ese momento, Luis Wu aparentaba los años que tenía.
Permaneció inmóvil unos instantes junto a su cabina contemplando el paso de la ciudad de Beirut: la gente que iba apareciendo en las cabinas contiguas, procedente de lugares desconocidos; la multitud que cruzaba el lugar a pie, pues las aceras móviles se desconectaban durante la noche. Entonces comenzaron a tocar las once. Luis Wu enderezó los hombros y salió al encuentro del mundo.
En Resht, su fiesta debía de continuar en pleno apogeo y ya sería la mañana siguiente a su cumpleaños. En Beirut tenían una hora menos. Luis pagó varias rondas de raki en un reposado restaurante al aire libre y aplaudió las canciones que el público coreaba en árabe y en intermundo. Antes de medianoche salía rumbo a Budapest.
¿Habrían advertido que había dejado su propia fiesta? Sin duda supondrían que había salido con alguna mujer y estaría de regreso en un par de horas. Pero Luis se había ido solo, huyendo de las campanadas de medianoche, con el nuevo día pisándole los talones. Veinticuatro horas eran muy pocas tratándose de la celebración de su bicentésimo cumpleaños.
Ya se las arreglarían sin él. Sus amigos eran gente de mundo. Luis se mostraba inflexible en ese aspecto. En Budapest encontró vino y danzas atléticas, nativos que le toleraron tomándole por un turista adinerado y turistas que le creyeron un nativo acomodado. Bailó las danzas y bebió el vino, y emprendió la marcha al filo de medianoche.
En Munich decidió dar un paseo.
El aire era cálido y puro; le ayudaría a despejarse un poco. Estuvo caminando sobre las iluminadas aceras móviles, sumando su andar a los quince kilómetros por hora de las aceras. De pronto, cayó en la cuenta de que todas las ciudades del mundo tenían aceras móviles, y todas se desplazaban a quince kilómetros por hora.
La idea le pareció intolerable. Nada nuevo; sólo intolerable. Luis Wu rememoró la total similitud existente entre Beirut y Munich o Resht... o San Francisco o Topeka o Londres o Amsterdam. Las tiendas que flanqueaban las aceras móviles vendían productos idénticos en todas las ciudades del mundo. Los ciudadanos que había encontrado esa noche tenían todos igual aspecto, vestían del mismo modo. No eran americanos, ni alemanes, ni egipcios, sino, simplemente, terrícolas.
En sólo tres siglos y medio, las cabinas teletransportadoras habían logrado trocar la infinita variedad de la Tierra en esto. Su red de transporte instantáneo abarcaba el mundo entero. Entre Moscú y Sidney mediaba sólo un infinitésimo de tiempo y una moneda de un décimo de estrella. Ineluctablemente, las ciudades se habían ido desdibujando con los siglos y sus nombres eran ya meras reliquias del pasado.
San Francisco y San Diego constituían el extremo norte y sur de una vasta ciudad costera. Pero ¿cuántas personas sabían cuál era el extremo norte y cuál el sur? Muy pocas, a esas alturas.
Eran pensamientos más bien pesimistas para un hombre que ese día cumplía los doscientos años de vida.
Pero la fusión de las ciudades era un hecho real. Luis había sido testigo del proceso. Había visto fundirse todas las irracionalidades de lugar, tiempo y costumbres en una gran racionalidad: una Ciudad que cubría el mundo entero, cual monótona pasta gris. ¿Quién hablaba aún deutsch, english, francais, español? Todos se comunicaban en intermundo. Los tatuajes de moda cambiaban todos al unísono, en una monstruosa oleada que abarcaba el mundo entero.
¿Sería hora de tomarse otro año sabático? Lanzarse a lo desconocido, él solo en su nave individual, con la piel y los ojos y el cabello de su color natural, y una barba que iba creciendo desordenadamente sobre su rostro...
—Bobadas —se dijo Luis—. Acabo de tomarme un sabático.
De eso hacía veinte años.
Pero ya pronto darían las doce. Luis Wu buscó una cabina teletransportadora, introdujo su tarjeta de crédito en la ranura y marcó el código de Sevilla.
Reapareció en una habitación bañada por la luz del sol.
—Nej, ¿qué significa esto? —se preguntó, frotándose los ojos.
La cabina debía estar averiada. En Sevilla ya no tendría que ser de día. Luis Wu se disponía a marcar otra vez; sin embargo, al volverse, se encontró con una sorpresa.
Estaba en una habitación de hotel completamente anónima, y en tan prosaico marco, su ocupante resultaba aún más desconcertante.
En efecto, ante sí, en medio de la habitación tenía un ser desprovisto de todo rasgo humano o humanoide. Se apoyaba sobre tres patas y contemplaba a Luis Wu desde dos direcciones distintas, gracias a sus dos cabezas planas montadas sobre sendos cuellos, flexibles y muy delgados. La mayor parte de tan sorprendente figura estaba cubierta de piel blanca y suave como un guante; sin embargo, entre los dos cuellos de la bestia crecía una gruesa crin de basto pelo castaño, que le cubría todo el espinazo hasta la complicada articulación de la pata trasera. Tenía las dos patas delanteras muy separadas, de modo que los pequeños cascos con garras de la bestia formaban un triángulo casi equilátero.
Luis supuso que debía tratarse de un animal extraterrestre. Esas cabezas planas no podían albergar un cerebro. Pero luego advirtió una jiba entre las bases de los cuellos, donde la crin se convertía en un grueso estropajo protector... y comenzó a recordar vagamente un incidente acaecido treinta y seis lustros atrás.
Era un titerote, un titerote de Pierson. El cerebro y el cráneo se ocultaban bajo la joroba. No era un animal; estaba dotado de una inteligencia al menos comparable a la del hombre. Y sus ojos, uno por cabeza y muy hundidos en las órbitas óseas, miraban fijamente a Luis Wu desde dos direcciones distintas.
Luis intentó abrir la puerta. Cerrada.
Había quedado encerrado fuera, no dentro. Podía marcar un número y esfumarse. Pero ni siquiera lo pensó. No era corriente encontrar un titerote de Pierson. La especie había desaparecido del espacio conocido antes de que Luis Wu viniera al mundo.
—¿Puedo servirte en algo? —dijo Luis.
—Puedes —dijo el extraño ser...
...con una voz que le hizo rememorar sus sueños de adolescente. De querer imaginar una mujer en consonancia con esa voz, Luis habría tenido que evocar a Cleopatra, Helena de Troya, Marilyn Monroe y Lorelei Huntz, todas en una.
—¡Nej!
La palabrota le pareció más adecuada que nunca. ¡No es justo! ¡Que semejante voz perteneciera a un extraño ser de dos cabezas y sexo indeterminado!
—No te asustes —dijo el extraterrestre—. En caso de emergencia, siempre puedes huir.
—En el colegio había dibujos de seres como tú. Hace tiempo que desaparecisteis... o eso creíamos.
—Cuando mi especie huyó del espacio conocido, yo no les acompañé —replicó el titerote— Me quedé en el espacio conocido, pues aquí podía ser útil a mi especie.
—¿Dónde te has ocultado? ¿Y en qué lugar de la Tierra estamos ahora?
—Eso no es de tu incumbencia. ¿Eres Luis Wu MMGR-EWPLH?
—¿Lo sabías ya? ¿Me buscabas concretamente a mí?
—Sí. Hemos hallado la manera de manipular la red de cabinas teletransportadoras de este mundo.
Era posible, pensó Luis. Costaría una fortuna en sobornos, pero era posible conseguirlo. Aunque...
—¿Para qué?
—Será un poco largo de explicar...
—¿No vas a dejarme salir de aquí?
El titerote reflexionó:
—Supongo que debo hacerlo. Pero primero debo advertirte que estoy protegido. Mi armamento puede detener cualquier posible ataque.
Luis emitió un gruñido de disgusto.
—¿Por qué habría de atacarte?
El titerote no respondió.
—Ya recuerdo. Sois cobardes. Toda vuestra ética se basa en la cobardía.
—Aunque inexacta, la descripción puede servirnos.
—Bueno, podría ser peor —reconoció Luis. Todas las especies sensibles tenían sus peculiaridades. Sin duda resultaría más fácil entenderse con el titerote que con los trinoxios y su paranoia racial, o los kzinti con sus instintos asesinos, o los grogs sésiles con esos... extraños e inquietantes órganos que tenían en lugar de manos.
La figura del titerote le había traído a la memoria todo un desván de polvorientos recuerdos. La información sobre los titerotes y su imperio comercial, sus contactos con la humanidad, su repentina e inusitada desaparición, afluía a su mente entremezclada con el sabor del primer cigarrillo, las primeras tentativas de escribir a máquina con dedos torpes y no adiestrados, listas de vocabulario intermundo que debía memorizar, el sonido y el sabor del inglés, las incertidumbres y zozobras de la primerísima juventud. Había estudiado los titerotes en clase de historia, en el Instituto, y luego los había olvidado por completo durante ciento ochenta años. ¡Resultaba asombroso comprobar la cantidad de cosas que era capaz de retener el cerebro humano!
—Puedo permanecer aquí, si así lo prefieres —le dijo al titerote.
—No. Debemos estar juntos.
Los músculos se perfilaron tensos bajo la piel cremosa, mientras el titerote procuraba armarse de valor. Por fin se abrió la puerta de la cabina y Luis Wu entró en la habitación.
El titerote retrocedió un poco.
Luis se dejó caer en una silla, no tanto por su propia comodidad sino más bien con el propósito de tranquilizar un poco al titerote. Sentado tendría un aspecto más inofensivo. La silla era un modelo estándar, una silla vibradora adaptable, diseñada exclusivamente para humanos. Entonces Luis advirtió una tenue fragancia, que le recordó un herbolario y un juego de química a la vez, un olor bastante agradable.