El extraterrestre dobló la pata trasera y se acomodó sobre ella.
—Debes de preguntarte por qué te he traído hasta aquí. Será largo de contar. Para empezar, ¿qué sabes de mi especie?
—Hace tantos años que dejé el colegio. Poseíais un imperio comercial, si no me equivoco. Abarcaba mucho más de lo que solemos denominar «espacio conocido». Sabemos que los trinoxios fueron clientes vuestros, y no les conocimos hasta veinte años atrás.
—Sí, solíamos comerciar con los trinoxios. En gran parte a través de robots, si mal no recuerdo.
—Vuestro imperio comercial tenía varios milenios de antigüedad, por lo menos, y abarcaba como mínimo un buen puñado de años luz. Y luego, de pronto, desaparecisteis. Lo abandonasteis todo. ¿Por qué?
—¿Será posible que ya nadie se acuerde? ¡Huimos de la explosión del núcleo galáctico!
—Ya lo sé. —Luis incluso recordaba vagamente que la reacción en cadena de las novas en el eje galáctico había sido descubierta por extraterrestres—. Pero, ¿por qué continuáis huyendo? Los soles del Núcleo entraron en estado de novas hace diez mil años. La luz tardará aún otros veinte mil años en llegar hasta aquí.
—Los humanos son unos insensatos —dijo el titerote—. Vuestra inconsciencia acabará por llevaros al desastre. ¿No os dais cuenta del peligro? ¡Toda esta región de la galaxia se hará inhabitable por efecto de la radiación del frente expansivo!
—Veinte mil años son muchos años.
—Aunque ocurra dentro de veinte mil años, la exterminación sigue siendo la exterminación. Mi especie huyó rumbo a las Nubes de Magallanes. Pero aquí quedamos unos cuantos, por si la migración titerote sufría algún percance. Éste se ha producido ahora.
—¿Oh? ¿Qué tipo de percance?
—No estoy autorizado a responder a esta pregunta. Pero puedo enseñarte esto.
El titerote le tendió un objeto que tenía sobre la mesa. Y Luis, que se había estado preguntando dónde tendría metidas las manos, advirtió que sus bocas eran manos.
Y unas manos muy diestras, según pudo apreciar cuando el extraterrestre se inclinó con gran cautela para entregarle un grabado instantáneo. Los elásticos y holgados labios del titerote se extendían varios centímetros más allá de sus dientes. Estaban tan secos como los dedos humanos y tenían una orla de abultamientos en forma de dedos. Luis logró divisar fugazmente una ágil lengua bífida tras los cuadrados dientes de herbívoro.
Cogió la instantánea y la observó.
Al principio no logró discernir nada, pero continuó mirándola atentamente con la esperanza de conseguir descifrar su significado. Se veía un pequeño disco de un blanco intenso que podría ser un sol, G0 o K9 o K8, con un desdibujado cordón separado de sol por un liso reborde negro. Pero el reluciente objeto no podía ser un sol. Detrás, semicubierta por éste, se veía una franja azul cielo recortada sobre el fondo negro-espacio. La franja azul era perfectamente recta, de lisos rebordes, sólida, artificial, y más ancha que el disco iluminado.
—Parece una estrella con un anillo alrededor —dijo Luis—. ¿Qué es?
—Puedes quedártelo y analizarlo más detenidamente, si quieres. Ahora puedo explicarte el motivo de que te hayamos traído hasta aquí. Tengo la intención de organizar una expedición de exploración, integrada por cuatro miembros, entre ellos yo mismo, y también tú.
—¿Para explorar qué?
—Aún no puedo especificártelo.
—Déjate de historias. Sería una locura lanzarme así, a la aventura.
—Feliz bicentésimo cumpleaños —dijo el titerote.
—Gracias —respondió Luis, desconcertado.
—¿Por qué abandonaste tu fiesta?
—Eso no te importa.
—Sí que me importa. Luis Wu, ¿por qué abandonaste tu fiesta de cumpleaños?
—Simplemente decidí que veinticuatro horas no eran suficientes para celebrar un bicentésimo cumpleaños. Conque me propuse prolongarlo a base de ir viajando hacia el oeste. No siendo terrícola, no podrías comprender...
—¿Y te entusiasmó comprobar que todo te iba saliendo tan bien?
—No, no exactamente. No...
No se sentía entusiasmado, pensó Luis. Todo lo contrario. Aunque la fiesta había ido bastante bien.
Había dado comienzo esa madrugada, exactamente un minuto después de medianoche. Por qué no. Tenía amigos en todos los husos horarios. No había motivo alguno para desperdiciar ni un solo minuto de su día. La casa estaba llena de equipos para dormir, en los que podían echarse rápidas y profundas siestas. Para los que no quisieran perderse detalle, había preparado drogas estimulantes, algunas con interesantes efectos secundarios, otras destinadas sólo a mantener despiertos a quienes las tomasen.
Luis no había visto a algunos de sus invitados, desde hacía más de cien años, a otros, en cambio, los veía casi a diario. Algunos habían sido enemigos mortales de Luis Wu, muchísimos años atrás. Se encontró también con mujeres a las que había olvidado por completo, con las consiguientes sorpresas al comprobar cuánto habían cambiado sus gustos en esa materia.
Como era de esperar, las presentaciones le ocuparon demasiadas horas de su aniversario. ¡Las listas de nombres que se vio obligado a memorizar de antemano! Demasiados amigos se habían convertido en extraños.
Y escasos minutos antes de medianoche, Luis Wu se había metido en una cabina teletransportadora, había marcado un número y se había esfumado.
—Me moría de hastío —dijo Luis Wu—. «Háblanos de tus últimas vacaciones, Luis» «¡No comprendo cómo puedes soportar esa soledad, Luis! ¡Estupenda la idea de invitar al embajador de Trinox, Luis! ¡Cuánto tiempo sin verte, Luis!» «Eh, Luis, ¿por qué se necesitan tres jincianos para pintar un rascacielos?»
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—Los jincianos.
—Oh. Uno sujeta el spray y los otros dos mueven el rascacielos arriba y abajo. La primera vez que lo oí estaba en párvulos. Todos los despojos de mi vida, todos los viejos chistes, todos reunidos en una enorme casa. Algo insoportable.
—Eres un hombre inquieto, Luis Wu. Esos años sabáticos... fuiste tú el iniciador de la costumbre, ¿no es así?
—No recuerdo cómo empezó... Se puso de moda... Ahora casi todos mis amigos se toman uno que otro.
—Pero no con tanta frecuencia como tú. Cada cuarenta años o así, te hartas de la compañía humana. Entonces abandonas los mundos de los hombres y partes rumbo a las fronteras del espacio conocido. Deambulas por el exterior del espacio conocido, completamente solo en tu nave individual, hasta que vuelves a sentir necesidad de compañía. Hace veinte años que regresaste de tu último sabático, el cuarto que realizabas. Eres inquieto, Luis Wu. Has vivido suficientes años en cada uno de los mundos del espacio humano como para ser considerado un nativo del lugar. Esta noche has abandonado tu propia fiesta de cumpleaños. ¿Te hormiguean otra vez los pies?
—Eso es asunto mío, ¿no crees?
—Sí. A mí lo único que me interesa es reclutar gente. Serías un buen elemento para mi expedición. Corres riesgos, pero riesgos calculados. No temes encontrarte a solas contigo mismo. Has sabido tener la cautela y la astucia necesarias para vivir doscientos años. No te has descuidado en el aspecto médico y así has conseguido conservar el físico de un hombre de veinte años. Y lo que es aún más importante: aparentemente, aceptas gozoso la compañía de extraterrestres.
—Desde luego.
Luis conocía algunos xenófobos y los consideraba unos papanatas. Le resultaba terriblemente aburrido hablar sólo con humanos.
—Pero no quieres embarcarte a ciegas. Luis Wu, ¿no te basta con que yo, un titerote, vaya contigo? ¿Qué podrías temer que no me hubiera asustado a mí primero? Es proverbial la inteligente cautela de mi raza.
—Tienes razón —dijo Luis. La verdad es que lo tenía atrapado. La xenofilia, la inquietud y la curiosidad se habían confabulado para predisponerle a seguir al titerote dondequiera que éste se dirigiese. Pero deseaba obtener mayor información.
Y estaba en situación de imponer condiciones. Un extraterrestre no viviría en una habitación como ésa por gusto. Ese cuarto de hotel tan vulgar, tan reconfortantemente normal desde el punto de vista de un terrícola, debía de haber sido amueblado en vistas a la operación de reclutamiento.
—No quieres explicarme qué te propones explorar —dijo Luis—. ¿Me dirás al menos dónde está?
—Se encuentra a doscientos años luz de aquí, en dirección a la Nube Menor.
—Pero nos tomará dos años llegar hasta allí en un hiperreactor.
—No. Contamos con una nave que se desplaza a una velocidad bastante superior a la del hiperreactor corriente. Puede recorrer un año luz en cinco cuartos de minuto.
Luis abrió la boca, pero no logró emitir ni un sonido. ¿Un minuto y cuarto?
—No debería extrañarle tanto, Luis Wu. ¿Cómo se explicaría si no que pudiésemos enviar un agente al núcleo galáctico pare investigar la reacción en cadena de las novas? Debiste haber deducido la existencia de una nave de esas características. Si tengo éxito en mi misión, mi intención es ceder la nave a mi tripulación, junto con los planos necesarios para construir otras del mismo tipo. Esa nave es tu... precio, tus honorarios, llámale como quieras. Podrás observar sus características de vuelo cuando nos unamos a la migración de titerotes. Entonces sabrás qué nos proponemos explorar.
Unirse a la migración de titerotes...
—Cuenta conmigo —dijo Luis Wu. ¡Tendría oportunidad de observar a toda una especie racional en movimiento! Grandes naves con miles de millones de titerotes en cada una de ellas, ecologías completas en acción...
—Estupendo —dijo el titerote, incorporándose—. Necesitaremos un equipo de cuatro. Ahora debemos salir en busca del tercer miembro.
Y se metió en la cabina teletransportadora.
Luis se guardó la misteriosa instantánea en el bolsillo y le siguió. Intentó leer el número del marcador de la cabina, lo cual le hubiera indicado en qué lugar del mundo se hallaban. Pero el titerote marcó demasiado deprisa y cuando quiso mirar ya no estaban ahí.
Luis Wu salió de la cabina tras el titerote y se encontró en la penumbra de un lujoso restaurante. Reconoció el lugar por la decoración en negro y oro y el despilfarro de espacio que suponía la ordenación de las cabinas en forma de herradura. Era el Krushenko de Nueva York.
El titerote avanzó en medio de incrédulos murmullos. Un maître humano, imperturbable como un robot, les condujo a una mesa. Una de las sillas había sido sustituida por un gran almohadón cuadrado que el extraterrestre se colocó entre casco y cadera cuando se sentó.
—Te esperaban —dedujo Luis Wu.
—Sí. Llamé para reservar mesa. En el Krushenko están acostumbrados a servir a clientes no terrícolas.
Luis advirtió entonces la presencia de otros comensales extraterrestres: cuatro kzinti en la mesa contigua y un kdatlyno a medio camino de la puerta. Era lógico, con el Edificio de las Naciones Unidas ahí al lado. Luis marcó el código para pedir un tequila sour y, en cuanto lo tuvo en la mesa, se lo bebió de un trago.
—Ha sido una buena idea —comentó—. Estoy muerto de hambre.
—No hemos venido a comer. Estamos aquí para reclutar al tercer miembro de nuestra expedición.
—¿En un restaurante?
El titerote levantó la voz para responder, pero sus palabras no fueron exactamente de respuesta.
—¿No conocías a mi kzin, Kchula-Rrit? Es mi mascota.
A Luis casi se le atraganto el tequila. Las cuatro moles de piel anaranjada que ocupaban la mesa situada a las espaldas del titerote eran ni más ni menos que cuatro kzinti; y al oír las palabras del titerote los cuatro se volvieron enseñando sus aguzados dientes. Parecía una sonrisa, pero en un kzin esa mueca nunca es una sonrisa.
El apellido Rrit corresponde a la familia del Patriarca de Kzin. Luis apuró su copa y decidió que el detalle no tenía importancia. El insulto hubiera sido mortal de todos modos y uno no podía ser devorado dos veces.
El kzin más próximo se puso de pie.
Un grueso pelaje anaranjado, con unas marcas negras sobre los ojos, cubría lo que podría haber sido un gordo gato romano de dos metros y medio de estatura. La gordura era toda músculo, liso y fuerte y curiosamente distribuido sobre un esqueleto igualmente curioso. Unas aguzadas y bien pulidas garras emergieron de sus vainas, en el extremo de unas manos que semejaban negros guantes de cuero.
El cuarto de tonelada de carnívoro racional miró al titerote de arriba abajo y dijo:
—¿Cómo tienes la osadía de creerte con derecho a insultar al Patriarca de Kzin y no pagarlo con tu vida?
El titerote respondió de inmediato y sin un temblor en su voz:
—Yo fui el autor de la coz que recibió en la barriga un kzin llamado Capitán Chuft, en un mundo con círculos Beta Lyra; le rompí tres soportes de su estructura endoesquelética con mi casco trasero. Necesito un kzin valeroso.
—Sigue —dijo el kzin de los ojos negros. Pese a las limitaciones que le imponía su estructura bucal, el kzin hablaba intermundo a la perfección. Sin embargo, su voz no reflejaba la ira que debería haber sentido. A juzgar por la emoción que demostraban los kzinti y el titerote, Luis podría haber estado presenciando un gastado ritual.
Pero a los kzinti les habían servido un plato de carne cruda, sanguinolento y humeante, calentada instantáneamente a la temperatura del cuerpo en el momento de servirla. Y todos los kzinti sonreían.
—Este humano y yo —dijo el titerote— nos disponemos a explorar un lugar que ningún kzin ha podido ni imaginar jamás. Necesitamos un kzin para nuestra tripulación. ¿Osará explorar un kzin el lugar donde se aventura un titerote?
—Dicen que los titerotes son herbívoros, que rehúyen la batalla en vez de lanzarse a ella.
—Podrás juzgar por ti mismo. Tus honorarios, si sobrevives, serán los planos de un nuevo y valioso modelo de nave espacial y una nave ya construida. Tal vez te parezca una recompensa poco segura.
Luis pensó que el titerote estaba haciendo todo lo posible por insultar a los kzinti. Nunca se le ofrece a un kzin una recompensa que no sea segura. ¡Para un kzin no existe el riesgo!
Pero el kzin se limitó a responder:
—Acepto.
Los otros tres pronunciaron un comentario despectivo.
El primer kzin respondió al insulto.
Uno solo ya sonaba como una riña de gatos. Cuatro kzinti enzarzados en acalorada discusión hacían pensar en una gran batalla felina, con sordina. Los amortiguadores de sonido del restaurante se conectaron automáticamente y los gruñidos quedaron ahogados, pero no se interrumpieron.