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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (12 page)

BOOK: Musashi
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Takuan salió en su busca. No era que el capitán le importase en absoluto, sino que empezaba a estar preocupado por Otsū, pues no era propio de ella marcharse sin decir nada. Llamándola por su nombre, el monje cruzó los terrenos del templo y pasó varias veces ante la cabaña del telar. Puesto que la puerta estaba cerrada, no se molestó en mirar dentro.

En varias ocasiones el sacerdote del templo salió al pasillo elevado y gritó a Takuan:

—¿Aún no la has encontrado? No puede estar lejos de aquí. —Y a medida que pasaba el tiempo, el sacerdote se volvía frenético y gritaba—: ¡Date prisa y encuéntrala! Nuestro invitado dice que no puede tomar su sake si no está ella aquí para servírselo.

Enviaron al sirviente del templo, farol en mano, para que la buscara colina abajo. Casi en el mismo momento en que el sirviente partía, Takuan abrió por fin la puerta de la cabaña del telar.

Lo que vio en el interior le sobresaltó. Otsū estaba inclinada sobre el telar, en un estado de evidente desolación. El monje no quería entrometerse y permaneció en silencio, mirando las dos cartas retorcidas y rasgadas en el suelo. Habían sido pisoteadas como un par de efigies de paja.

Takuan recogió las cartas.

—¿Es lo que trajo hoy el mensajero? —le preguntó con suavidad—. ¿Por qué no las guardas en alguna parte?

Otsū sacudió la cabeza débilmente.

—Todo el mundo está medio loco de preocupación por ti. Te he buscado por todas partes. Anda, Otsū, volvamos. Sé que no quieres, pero tienes trabajo que hacer. Ya sabes que has de servir al capitán. Ese viejo sacerdote está casi fuera de sí.

—Me..., me duele la cabeza —susurró ella—. Takuan, ¿no podrían dejarme libre esta noche..., por una sola vez?

Takuan suspiró.

—Personalmente creo que no deberías servir el sake al capitán ni esta noche ni ninguna otra, Otsū. Sin embargo, el sacerdote piensa de otra manera. Es un hombre de este mundo. No es la clase de persona que puede conseguir el respeto del daimyō o el apoyo para el templo sólo por medio de su nobleza de pensamientos. Cree que debe agasajar al capitán, tenerle constantemente satisfecho. —Dio unas palmaditas en la espalda de Otsū—. Y al fin y al cabo, te acogió aquí y te educó, de modo que le debes algo. No tendrás que quedarte mucho tiempo.

La muchacha consintió de mala gana. Mientras Takuan la ayudaba a levantarse, ella alzó su rostro surcado de lágrimas y le dijo:

—Iré, pero sólo si me prometes que te quedarás conmigo.

—No tengo nada que objetar, pero no le gusto al viejo Barba Rala, y cada vez que veo ese estúpido mostacho siento el impulso irresistible de decirle lo ridículo que es. Ya sé que es un rasgo infantil, pero algunas personas me afectan de esa manera.

—¡Pero no quiero ir sola!

—El sacerdote está ahí, ¿no es cierto?

—Sí, pero siempre se marcha cuando llego yo.

—Hummm. Eso no está muy bien. De acuerdo, iré contigo. Ahora deja de pensar en ello y ve a lavarte la cara.

Cuando Otsū se presentó por fin en los aposentos del sacerdote, el capitán, ya repantigado y muy bebido, se reanimó. Enderezando el gorro, que había estado visiblemente escorado, se mostró muy jovial y le pidió que le llenara de sake una taza tras otra. Pronto su rostro tenía un brillo escarlata y las comisuras de sus ojos saltones empezaron a combarse.

Sin embargo, no se estaba divirtiendo plenamente, y el motivo era una presencia singularmente indeseada en la sala. Al otro lado de la lámpara estaba sentado Takuan, encorvado como un mendigo ciego y absorto en la lectura del libro abierto sobre sus rodillas.

Confundiendo al monje con un acólito, el capitán le señaló y gritó:

—¡Eh, tú!

Takuan siguió leyendo hasta que Otsū le dio un codazo. El monje alzó los ojos distraídamente, miró a su alrededor y preguntó:

—¿Te refieres a mí?

—¡Sí, a ti! —dijo bruscamente el capitán—. No tienes nada que hacer aquí. ¡Vete!

—Oh, no me importa quedarme —replicó Takuan en tono de inocencia.

—Así que no te importa, ¿eh?

—No, en absoluto —dijo Takuan, y volvió a enfrascarse en su libro.

—Pues a mí sí que me importa —profirió el capitán—. Que haya alguien a tu alrededor leyendo estropea el sabor del buen sake.

—Oh, lo siento —replicó Takuan con fingida solicitud—. Qué grosería por mi parte. Cerraré el libro.

—Tan sólo verlo me irrita.

—De acuerdo, entonces le pediré a Otsū que se lo lleve.

—¡No me refiero al libro, idiota! Estoy hablando de ti. Echas a perder el ambiente.

Takuan adoptó entonces una expresión seria.

—Eso sí que es un problema, ¿no es cierto? No es como si yo fuese el sagrado Wu-k'ung y pudiera convertirme en una humareda, o en un insecto y posarme en tu bandeja.

El rojo cuello del capitán se hinchó y abrió los ojos desmesuradamente. Parecía un pez globo.

—¡Vete, imbécil! ¡Fuera de mi vista!

—Muy bien —dijo Takuan con serenidad, haciendo una reverencia. Cogió a Otsū de la mano y se dirigió a ella—: El invitado dice que prefiere quedarse a solas. Amar la soledad es señal de sabiduría. No debemos molestarle más. Vamonos.

—Pero... qué..., qué...

—¿Ocurre algo?

—¿Quién te ha dicho que te lleves a Otsū contigo, pedazo de idiota?

Takuan se cruzó de brazos.

—A lo largo de los años he observado que son pocos los sacerdotes o monjes apuestos de veras. Y lo mismo ocurre con los samuráis. Fíjate en ti, por ejemplo.

Los ojos del samurai casi le salían de las órbitas.

—¡Cómo!

—¿Has pensado en tu bigote? Es decir, ¿te has detenido realmente a examinarlo, a evaluarlo objetivamente?

—¡Loco bastardo! —gritó el capitán mientras cogía su espada, que estaba apoyada en la pared—. ¡Te la estás jugando!

Al tiempo que se levantaba, Takuan, sin dejar de mirarle, le preguntó plácidamente:

—¿Qué es lo que está en juego?

Fuera de sí, y con la espada envainada en la mano, el capitán chilló:

—He aguantado cuanto puedo aguantar. ¡Ahora vas a recibir lo que se te avecina!

Takuan se echó a reír.

—¿Significa eso que te propones cortarme la cabeza? Si es así, olvídalo. Sería un latazo.

—¿Qué?

—Una lata. No se me ocurre nada más aburrido que decapitar a un monje. La cabeza caerá al suelo y se quedará ahí riéndose de ti. No sería una gran hazaña, ¿y qué bien podría hacerte?

—Bueno —gruñó el capitán—, digamos que tendría la satisfacción de hacerte callar. ¡Así te resultaría muy difícil seguir con tu insolente cháchara!

Lleno del valor que las personas de su clase experimentan al empuñar un arma, soltó una risotada y se adelantó en actitud amenazante.

—¡Pero... capitán!

La informalidad de Takuan le había encolerizado hasta tal extremo que la mano con la que sostenía la espada envainada le temblaba violentamente. Otsū se interpuso entre los dos hombres, intentando proteger al monje.

—¿Qué estás diciendo, Takuan? —le dijo, confiando en que así calmaría los ánimos y retardaría la acción—. Nadie habla así a los guerreros. Vamos, dile que lo sientes —le rogó—. Por favor, pide disculpas al capitán.

Pero Takuan no había terminado ni mucho menos.

—Quítate de en medio, Otsū. Estoy perfectamente. ¿Crees de veras que me dejaría decapitar por un mastuerzo como éste, quien aunque está al mando de docenas de hombres capaces y armados ha desperdiciado veinte días tratando de localizar a un fugitivo exhausto y medio muerto de hambre? ¡Si no es lo bastante listo para encontrar a Takezō, sería realmente sorprendente que fuese más listo que yo!

—¡No te muevas! —le ordenó el capitán, con el rostro violáceo mientras desenvainaba la espada—. ¡Hazte a un lado, Otsū! ¡Voy a cortar en dos a este acólito bocazas!

Otsū se arrojó a los pies del capitán y le suplicó:

—Tienes toda la razón para estar enfadado, pero te ruego que seas paciente. No está del todo bien de la cabeza. Habla de esa manera a todo el mundo. ¡Pero no lo dice en serio, de veras! —Las lágrimas empezaron a correrle por el rostro.

—¿Qué estás diciendo, Otsū? —objetó Takuan—. Estoy muy bien de la cabeza y no bromeo en absoluto. Sólo digo la verdad, que a nadie parece interesarle. Es un mastuerzo, y así se lo digo. ¿Quieres que mienta?

—Será mejor que no vuelvas a repetir eso —atronó el samurai.

—Lo diré tantas veces como me parezca. Por cierto, no creo que a tus soldados les importe gran cosa el tiempo que perdéis buscando a Takezō, pero eso es una carga terrible para los campesinos. ¿No te das cuenta de lo que les estás haciendo? Si seguís así, pronto no tendrán nada que comer. Probablemente ni siquiera se te ha ocurrido que deben descuidar por completo sus faenas agrícolas para participar en tus desorganizadas e inútiles búsquedas. Y, para colmo, sin cobrar. ¡Es ignominioso!

—¡Cállate, traidor! ¡Estás difamando al gobierno Tokugawa!

—No critico al gobierno Tokugawa, sino a los oficiales burocráticos como tú que se interponen entre el daimyō y la gente corriente y que, a juzgar por lo que hacen, es lo mismo que si robaran su paga. Para empezar, ¿por qué estás ganduleando aquí esta noche? ¿Qué derecho tienes a relajarte, vestido con tu bonito y cómodo kimono, bañándote a placer y haciendo que una bella joven te sirva el sake? ¿A esto llamas servir a tu señor?

El capitán se quedó sin habla.

—¿No es el deber de un samurai servir a su señor fiel e infatigablemente? ¿No debes acaso ser benevolente con la gente del pueblo que trabaja como esclavos en beneficio del daimyō? ¡Mírate! No quieres ver que estás impidiendo a los campesinos hacer el trabajo que les procura su diario sustento. Ni siquiera tienes ninguna consideración hacia tus propios hombres. Estás aquí en misión oficial: ¿qué haces entonces? En cuanto tienes ocasión te hartas de los alimentos y la bebida que otros han conseguido con su esfuerzo, y utilizas tu posición para ocupar los aposentos más cómodos disponibles. Yo diría que eres un ejemplo clásico de corrupción, te revistes con la autoridad de tu superior tan sólo para disipar las energías de la gente corriente en tu propio provecho.

Por entonces el capitán estaba pasmado y boquiabierto. Takuan insistió.

—¡Ahora córtame la cabeza y envíasela al señor Ikeda Terumasa! Te aseguro que eso le sorprenderá, y es probable que diga: «¡Hombre, Takuan! ¿Sólo tu cabeza viene hoy a visitarme? ¿Dónde está el resto de ti?». Sin duda te interesará saber que el señor Terumasa y yo solíamos compartir la ceremonia del té en el Myōshinji, y también tuvimos varias charlas largas y agradables en el Daitokuji de Kyoto.

Barba Rala perdió su virulencia en un instante. También su borrachera se había disipado un poco, si bien aún parecía incapaz de juzgar por sí mismo si Takuan decía la verdad o no. Daba la sensación de que estaba paralizado, sin saber cómo reaccionar.

—Primero será mejor que te sientes —le dijo el monje—. Si crees que miento, con mucho gusto te acompañaré al castillo y me presentaré ante el mismo señor. Le llevaré como regalo una medida de la deliciosa harina de alforfón que preparan aquí y que a él le gusta especialmente. Sin embargo, no hay nada más tedioso, nada que me guste menos, que visitar a un daimyō. Además, si salieran a relucir tus actividades en Miyamoto mientras charlamos tomando el té, me sería muy difícil mentir y lo más probable es que te vieras obligado a suicidarte por tu incompetencia. Te dije desde el principio que dejaras de amenazarme, pero los guerreros sois todos iguales. Nunca pensáis en las consecuencias, y ése es vuestro peor defecto. Ahora deja esa espada y te diré algo más.

El capitán obedeció al monje que le había quitado los humos.

—Sin duda estás familiarizado con
El arte de la guerra
, del general Sun-tzu, ya sabes, la obra clásica china sobre estrategia militar. Supongo que todo guerrero de tu categoría tiene un profundo conocimiento de un libro tan importante. En fin, si lo menciono es porque me gustaría darte una lección para ilustrar uno de los principios básicos del libro. Quisiera demostrarte que puedes capturar a Takezō sin perder más hombres ni crear más problemas a los aldeanos. Bien, esto tiene que ver con tu trabajo oficial, así que debes escucharme con toda tu atención. —Se volvió hacia la muchacha—: Otsū, sírvele al capitán otra taza de sake, ¿quieres?

El capitán era un hombre cuarentón, unos diez años mayor que Takuan, pero las caras de los dos hombres en aquellos momentos evidenciaban que la firmeza de carácter no depende de la edad. La reprimenda de Takuan había humillado al samurai, haciéndole perder su jactancia.

—No, no quiero más sake —dijo mansamente—. Espero que me perdones. No tenía idea de que eres amigo del señor Terumasa. Me temo que he sido muy descortés.

Era rastrero hasta un extremo cómico, pero Takuan se abstuvo de insistir.

—Olvidemos eso. Quiero que hablemos de la manera de capturar a Takezō. Eso es lo que tienes que hacer para mantener tu honor de samurai, ¿no es cierto?

—Sí.

—Naturalmente, también sé que no te importa el tiempo que lleve capturar a ese hombre. Al fin y al cabo, cuanto más largo sea, tanto más tiempo podrás alojarte en el templo, atracándote, bebiendo y comiéndote con los ojos a Otsū.

—Por favor, no vuelvas a mencionar eso, sobre todo en presencia de su señoría. —El soldado parecía un niño a punto de echarse a llorar.

—Estoy dispuesto a considerar secreto todo este incidente, pero si continúa esa búsqueda diaria de sol a sol en las montañas, los campesinos tendrán graves dificultades, y no sólo ellos sino también los demás aldeanos. Todo el mundo en este pueblo está demasiado trastornado y asustado para serenarse y reanudar con normalidad su trabajo. Bien, tal como yo lo veo, tu problema consiste en que no has empleado la estrategia adecuada. En realidad, no creo que hayas empleado ninguna clase de estrategia. ¿Debo entender que no conoces El arte de la guerra!

—Me avergüenza admitirlo, pero así es.

—¡Tienes motivos para estar avergonzado! Y no deberías sorprenderte cuando te llamo mastuerzo. Puede que seas un oficial, pero por desgracia no tienes formación y eres totalmente ineficaz. Pero es inútil que te golpee la cabeza con lo que es evidente. Voy a hacerte una simple proposición. Me ofrezco personalmente para capturar a Takezō y entregártelo dentro de tres días.

—¿Que tú... le vas a capturar?

—¿Crees que estoy bromeando?

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