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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (13 page)

BOOK: Musashi
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—No, pero...

—Pero ¿qué?

—Contando los refuerzos de Himeji más todos los campesinos y soldados de infantería, más de doscientos hombres han estado registrando las montañas durante casi tres semanas.

—Conozco muy bien esos datos.

—Y, como estamos en primavera, Takezō tiene ventaja. En esta época del año puede encontrar mucho alimento en las montañas.

—¿Te propones entonces esperar hasta que nieve? ¿Unos ocho meses más?

—No, no creo que podamos permitirnos eso.

—Por supuesto que no. Precisamente por eso me ofrezco a capturarlo. No necesito ninguna ayuda, puedo hacerlo yo solo. Aunque pensándolo bien, podría llevarme a Otsū. Sí, sería suficiente con nosotros dos.

—No es posible que hables en serio.

—¡Calla, por favor! ¿Estás dando a entender que Takuan Sōhō se pasa el tiempo inventando bromas?

—Perdona.

—Como he dicho, no conoces
El arte de la guerra
y, a mi modo de ver, ésa es la razón más importante de tu abominable fracaso. Por otro lado, puede que yo sea un simple sacerdote, pero creo en Sun-tzu y le comprendo. Hay una única estipulación, y si no estás de acuerdo con ella, sólo tendré que sentarme y contemplar cómo trastabillas hasta que caiga la nieve y quizá también tu cabeza.

—¿Cuál es la condición? —le preguntó el capitán con cautela.

—Si traigo al fugitivo, me dejarás decidir su destino.

—¿Qué quieres decir con eso?

El capitán se tiró de las guías del bigote mientras los pensamientos se atropellaban en su mente. ¿Cómo podía estar seguro de que aquel extraño monje no le engañaba por completo? Aunque hablaba con elocuencia, era posible que estuviera loco de atar. ¿Sería un amigo de Takezō, tal vez un cómplice? ¿Sabía dónde se escondía aquel hombre? Aunque no lo supiera, como era probable en aquella fase, no haría ningún daño dejarle actuar, sólo para ver si su loco proyecto daba resultado. De todos modos, seguramente se echaría atrás en el último momento. Así pensando, el capitán le dio su consentimiento.

—De acuerdo. Si le capturas, decidirás qué hacer con él. Ahora dime, ¿qué ocurrirá si no das con él antes de tres días?

—Me colgaré del gran cedro que hay en el jardín.

A primera hora de la mañana siguiente, el sirviente del templo, con una expresión profundamente preocupada, entró a toda prisa en la cocina, sin aliento y gritando:

—¿Es que Takuan ha perdido el juicio? ¡He oído decir que ha prometido encontrar él solo a Takezō!

Todos le miraron asombrados.

—¡No!

—¡No es posible!

—¿Cómo se propone hacerlo?

Siguieron chascarrillos y risas burlonas, pero también una serie de susurros de preocupación.

Cuando el sacerdote del templo recibió la noticia, asintió sabiamente y dijo que la boca humana es el portal de la catástrofe.

Pero la persona más turbada era Otsū. El día anterior, la nota de despedida de Matahachi le había dolido más que si hubiera recibido la noticia de su muerte. Había confiado en su prometido, por quien estuvo dispuesta a soportar a la formidable Osugi como suegra esclavizadora. ¿A quién podría recurrir ahora?

Para la muchacha sumida en la oscuridad y la desesperación, Takuan era el único punto brillante de su vida, su último rayo de esperanza. El día anterior, llorando a solas en la cabaña del telar, había cogido un afilado cuchillo y convertido en jirones la tela de kimono en la que había tejido literalmente su alma. También había acariciado la posibilidad de hundir la fina hoja en su garganta, y aunque estuvo casi por hacerlo, la aparición de Takuan alejó finalmente esa idea de su mente. Después de consolarla y convencerla para que fuera a servir el sake al capitán, le dio unas palmaditas en la espalda. Aún notaba el calor de su fuerte mano cuando la condujo fuera de la cabaña del telar.

Y ahora el monje había llegado a aquel demencial acuerdo.

A Otsū le preocupaba tanto su propia seguridad como la posibilidad de perder al único amigo que tenía por culpa de aquella absurda propuesta. Se sentía perdida y profundamente deprimida. Su sentido común le decía que era ridículo pensar que ella y Takuan podrían localizar a Takezō en tan breve tiempo.

Takuan incluso tuvo la audacia de intercambiar promesas solemnes con Barba Rala ante el santuario de Hachiman, el dios de la guerra. Cuando el monje regresó, ella le regañó severamente por su temeridad, pero Takuan insistió en que no tenía por qué preocuparse. Le dijo que tenía la intención de aliviar al pueblo de aquella carga, devolver la seguridad al tránsito por los caminos y evitar más pérdidas de vidas humanas. En vista del número de vidas que podrían salvarse prendiendo rápidamente a Takezō, la suya carecía de importancia, y ella debía comprenderlo así. También le pidió que descansara cuanto pudiera antes de la noche del día siguiente, cuando se pondrían en marcha. Tenía que acompañarle sin ninguna queja, confiando por entero en su juicio. Otsū estaba demasiado turbada para oponer resistencia, y la alternativa de quedarse atrás y llena de preocupación era incluso peor que la idea de partir.

Al día siguiente por la tarde, Takuan todavía estaba sesteando con el gato en una esquina del edificio principal del templo. Otsū tenía las mejillas hundidas. El sacerdote, el sirviente, el acólito..., todos habían intentado persuadirla de que no fuera, dándole el consejo práctico de que se escondiera, pero Otsū, por razones que ni ella misma comprendía del todo, no sentía la menor inclinación a hacerles caso.

El sol se ponía rápidamente, y las densas sombras del anochecer habían empezado a envolver las hondonadas en la sierra que señalaban el curso del río Aida. El gato saltó desde el porche del templo y poco después Takuan salió a la terraza. Al igual que hacía el gato delante de él, estiró sus miembros con un gran bostezo.

—Será mejor que nos pongamos en camino, Otsū.

—Ya lo he reunido todo: sandalias de paja, bastones, polainas, medicinas y papel con aceite de paulonia.

—Te olvidas de una cosa.

—¿Qué? ¿Un arma? ¿Deberíamos llevar una espada, lanza o algo por el estilo?

—¡Desde luego que no! Quiero que llevemos comida.

—Ah, ¿quieres decir unas fiambreras?

—No, me refiero a buena comida. Deseo arroz, pasta de judías salada y... ah, sí..., un poco de sake. Cualquier cosa sabrosa servirá. También necesito un cazo. Ve a la cocina y haz un buen fardo. Y busca una vara para llevarlo.

Las montañas cercanas eran ahora más negras que la más negra de las lacas, y las que se alzaban a lo lejos más pálidas que la mica. Estaban al final de la primavera y la brisa era cálida y perfumada. El bambú listado y las glicinas trepadoras atrapaban la niebla, y cuanto más se alejaban del pueblo Takuan y Otsū, tanto más las montañas, donde cada hoja brillaba levemente bajo la débil luz, parecían bañadas por un aguacero vespertino. Avanzaron en la oscuridad uno detrás del otro, cada uno apoyando en el hombro un extremo de la caña de bambú de la que colgaba su bien envuelto fardo.

—Hace una hermosa noche para pasear, ¿no es cierto, Otsū? —dijo Takuan, mirando por encima del hombro.

—No creo que sea tan extraordinaria —musitó ella—. Dime, ¿adonde vamos?

—Aún no estoy seguro del todo —replicó el monje con aire pensativo—, pero avancemos un poco más.

—Bueno, no me importa caminar.

—¿No estás cansada?

—No —respondió ella, pero era evidente que la caña le hacía daño, pues de vez en cuando se la colocaba en el otro hombro.

—¿Dónde está todo el mundo? No hemos visto un alma.

—Hoy el capitán no se ha asomado al templo en todo el día. Apuesto a que ha hecho volver al pueblo a los hombres para que en los próximos tres días estemos aquí nosotros solos. Dime, Takuan, ¿cómo te propones capturar a Takezō?

—Oh, no te preocupes por eso. Se presentará más tarde o más temprano.

—Pues no se ha presentado ante nadie más. Pero aunque ahora aparezca, ¿qué vamos a hacer? Esos hombres le han perseguido durante largo tiempo y a estas alturas debe de estar desesperado. Luchará por su vida y, para empezar, es muy fuerte. Sólo de pensar en ello empiezan a temblarme las piernas.

—¡Cuidado! —le gritó Takuan de repente—. ¡Mira dónde pones los pies!

—¡Ah! —gritó Otsū aterrada, deteniéndose en seco—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué me has asustado así?

—No te preocupes, que no se trata de Takezō. Sólo quiero que mires por donde andas. A lo largo de este camino hay trampas entre las glicinas trepadoras y las zarzas.

—¿Las han puesto ahí los perseguidores de Takezō?

—Aja, y si no tenemos cuidado caeremos en una de ellas.

—Si sigues diciendo cosas así, Takuan, me pondré tan nerviosa que seré incapaz de poner un pie delante del otro.

—¿Por qué te preocupas? Si tropezamos con una yo caeré primero, y en ese caso no es necesario que me sigas. —La miró sonriente—. La verdad es que se han tomado unas molestias tremendas por nada. —Tras un momento de silencio, añadió—: ¿No te parece que el barranco se estrecha, Otsū?

—No lo sé, pero hemos pasado por el lado posterior de Sanumo hace algún tiempo. Esto debe de ser Tsujinohara.

—En ese caso, es posible que debamos andar toda la noche.

—Bueno, ni siquiera sé adonde vamos. ¿Por qué me hablas de ello?

—Dejemos esto en el suelo un momento. —Tras dejar el fardo, Takuan se encaminó a un risco cercano.

—¿Adonde vas?

—A aliviarme.

A cien pies por debajo de él, las aguas que se unían para formar el río Aida fluían estrepitosamente entre los cantos rodados. El fragor llegó al monje, le llenó los oídos y penetró en todo su ser. Mientras orinaba, miró el cielo como si contara las estrellas.

—¡Ah, qué deliciosa sensación! —dijo, exultante—. ¿Soy uno con el universo o es el universo uno conmigo?

—¿Todavía no has terminado, Takuan? —le llamó Otsū—. ¿Cuánto tiempo necesitas?

Finalmente el monje regresó y explicó a su acompañante:

—Mientras estaba en ello, he consultado el Libro de los Cambios, y ahora sé exactamente cómo vamos a actuar. Lo veo todo claro.

—¿El Libro de los Cambios? No me digas que te has traído un libro.

—No el escrito, tonta, sino el que llevo dentro de mí. Mi propio y original Libro de los Cambios, que llevo en el corazón o el vientre o alguna otra parte. Cuando estaba allí de pie, examiné la disposición de la tierra, el aspecto del agua y el estado del cielo. Entonces cerré los ojos y, cuando volví a abrirlos, algo me dijo: «Ve a esa montaña de ahí». —Señaló un pico cercano.

—¿Te refieres a la montaña Takateru?

—No tenía ni idea de cómo se llama. Es ésa, la que tiene un claro nivelado hacia la mitad de su altura.

—La gente lo llama el pasto de Itadori.

—Vaya, así que tiene nombre.

Cuando llegaron al lugar, el pasto resultó ser una pequeña llanura, inclinada al sudoeste, desde donde se tenía una espléndida vista del entorno. Loa campesinos solían dejar allí sueltos a caballos y vacas para que pastaran, pero aquella noche no se veía ni oía a ningún animal. Sólo rompía el silencio la cálida brisa primaveral que acariciaba la hierba.

—Acamparemos aquí —dijo Takuan—. El enemigo, Takezō, caerá en mis manos de la misma manera que el general Ts'ao Ts'ao de Wei cayó en las manos de Ch'u-ko K'ung-ming.

Dejaron su carga en el suelo y Otsū preguntó:

—¿Qué vamos a hacer aquí?

—Vamos a sentarnos —replicó Takuan con firmeza.

—¿Cómo vamos a capturar a Takezō si nos quedamos aquí sentados?

—Si tiendes redes, puedes coger pájaros al vuelo sin necesidad de que tú también vueles.

—No hemos tendido ninguna red. ¿Estás seguro de que no te ha poseído el espíritu de un zorro o algo así?

—Entonces encendamos una fogata. Los zorros temen el fuego, por lo que pronto quedaré exorcizado.

Recogieron ramas secas y Takuan encendió un fuego. Las llamas parecieron animar a Otsū.

—Un buen fuego alegra a una persona, ¿verdad?

—Lo que es seguro es que la calienta. ¿Acaso te sentías desdichada?

—¡Oh, Takuan, ya sabes cuál era mi estado de ánimo! Y no creo que a nadie le guste de veras pasar así la noche en las montañas. ¿Qué haríamos si se pusiera a llover?

—Cuando subíamos he visto una cueva cerca del camino. Podríamos resguardarnos ahí hasta que amainara.

—Probablemente eso es lo que hace Takezō cuando llueve, ¿no crees? Debe de haber sitios parecidos por toda la montaña, y a lo mejor también es ahí donde pasa la mayor parte del tiempo escondido.

—Sí, es probable. Takezō no tiene mucho sentido, pero debe tener el suficiente para protegerse de la lluvia.

La muchacha se quedó pensativa.

—Dime, Takuan, ¿por qué le odia tanto la gente del pueblo?

—Las autoridades les obligan a odiarle. Esta gente es sencilla, Otsū. Temen al gobierno, lo temen tanto que, si éste se lo ordena, expulsarán a sus convecinos, incluso a sus propios familiares.

—¿Quieres decir que sólo les preocupa salvar sus pellejos?

—Mira, la verdad es que no tienen la culpa. Son totalmente impotentes. Tienes que perdonarles por anteponer sus intereses, puesto que es una cuestión de autodefensa. Lo que desean en realidad es que les dejen en paz.

—Pero ¿qué me dices de los samuráis? ¿Por qué arman tanto alboroto por una persona insignificante como Takezō?

—Porque es un símbolo del caos, un forajido, y ellos tienen que preservar la paz. Después de Sekigahara, a Takezō le obsesionó la idea de que el enemigo le perseguía. Cometió su primer gran error al atravesar la barrera fronteriza. Debería haber usado su ingenio de alguna manera, infiltrarse de noche o pasar disfrazado, cualquier cosa prudente. ¡Pero eso no reza con Takezō! Tenía que matar a un guardián y luego a otras personas. A partir de entonces las cosas se precipitaron como un alud de nieve. Cree que tiene que seguir matando para proteger su vida, pero es él quien lo ha iniciado todo. Esta desgraciada situación se debe a una sola cosa: la absoluta falta de sentido común por parte de Takezō.

—¿También tú le odias?

—¡Le detesto! ¡Abomino de su estupidez! Si yo fuese el señor de la provincia, le haría sufrir el peor castigo imaginable. A fin de dar una lección al pueblo, haría que le arrancaran los miembros uno por uno. Al fin y al cabo, no es mejor que una fiera salvaje, ¿no te parece? Un señor provincial no puede permitirse ser generoso con los tipos como Takezō aunque a algunos no les parezca más que un joven rufián. Iría en detrimento de la ley y el orden, y eso no es bueno, sobre todo en estos tiempos revueltos.

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