Musashi (109 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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Mientras proseguía su lenta retirada, sus atacantes seguían acosándole implacablemente. El rostro de Musashi había adquirido una tonalidad blanca azulada, y parecía inconcebible que estuviera respirando adecuadamente. Los hombres de Yoshioka confiaban en que acabara tropezando con un árbol o diera un traspié en alguna roca. Al mismo tiempo, ninguno de ellos deseaba acercarse más a un hombre que luchaba desesperadamente por su vida. Las lanzas y espadas que le acosaban siempre estaban, como más cerca, a dos o tres pulgadas de su blanco.

Los relinchos de un caballo de carga se sumaron al tumulto. Los habitantes del cercano villorrio ya se habían levantado. Era la hora en que los sacerdotes, que se levantaban muy temprano, pasaban por allí, en sus idas y venidas hacia y desde la cima del monte Hiei, produciendo un ruido peculiar con sus altas sandalias de madera y los hombros orgullosamente erguidos. A medida que la batalla proseguía, los leñadores y granjeros iban uniéndose a los sacerdotes en el camino para presenciar el espectáculo, y pronto los gritos excitados obtuvieron una respuesta de cada pollo y caballo de la aldea. Una multitud de espectadores se reunieron alrededor del santuario donde Musashi se había preparado para el combate. El viento había cesado y la bruma descendido de nuevo como un espeso velo blanco. Entonces volvió a levantarse y los espectadores tuvieron una visión clara de la lucha.

Durante los pocos minutos de combate el aspecto de Musashi había cambiado por completo. Tenía el cabello apelmazado y ensangrentado; la sangre mezclada con sudor había teñido de rosa la cinta de la cabeza. Parecía la encarnación del diablo, atacando desde el infierno. Respiraba con todo su cuerpo, y su pecho semejante a un escudo se agitaba como un volcán. Un desgarrón en su hakama mostraba una herida en la rodilla izquierda. Los blancos ligamentos visibles en el fondo de la abertura eran como las semillas en una granada partida. También tenía un corte en un brazo y, aunque no era grave, le había salpicado de sangre desde el pecho hasta la espada pequeña que llevaba sujeta en el obi. Todo su kimono parecía haber sido teñido de color carmesí. Los espectadores que le veían con claridad se tapaban los ojos, horrorizados.

Más espantosa todavía era la visión de los muertos y heridos que dejaba detrás de sí. Mientras proseguía su retirada táctica por el sendero, llegó a un espacio abierto donde sus perseguidores se lanzaron a un ataque en masa. En pocos segundos cuatro o cinco hombres fueron derribados y yacieron diseminados en una amplia zona, moribundo testimonio de la celeridad con que Musashi golpeaba y seguía adelante. Parecía estar en todas partes al mismo tiempo.

Pero a pesar de todos sus cambios y maniobras ágiles, Musashi se aferraba a una sola estrategia básica. Nunca atacaba a un grupo por delante o un lado, sino siempre oblicuamente en un ángulo expuesto. Cada vez que una batería de samurais se le aproximaba de frente, él se las arreglaba de algún modo para desplazarse con la velocidad del rayo a un extremo de su formación, desde donde sólo podía enfrentarse a uno o dos hombres a la vez. De esta manera lograba mantenerlos esencialmente en la misma posición. Pero al final sería inevitable su agotamiento, como también parecía lógico que al final sus adversarios encontrarían una manera de frustrar su método de ataque. Para ello tendrían que dividirse en dos grandes grupos, uno delante y otro detrás de él. Entonces Musashi correría un peligro todavía mayor. Tenía que poner en juego todos sus recursos para evitar que sucediera tal cosa.

En un momento determinado, Musashi sacó su espada más pequeña y empezó a luchar con ambas manos. Mientras que la espada mayor en su mano derecha estaba embadurnada de sangre hasta la empuñadura y el puño que la sostenía, la espada pequeña en la mano izquierda estaba limpia. Y aunque arrancó un poco de carne la primera vez que la usó, siguió centelleando, ávida de sangre. El mismo Musashi ni siquiera era consciente de que la había retirado del obi, aun cuando la blandía con la misma destreza que la espada mayor.

Cuando no golpeaba, sostenía la espada izquierda de manera que apuntara directamente a los ojos de su contrario. La espada derecha, extendida al lado, formaba un ancho arco horizontal con el codo y el hombro, y estaba en gran parte fuera del ángulo de visión del enemigo. Si éste pasaba a la derecha de Musashi, él podía utilizar la espada derecha. Si el atacante se movía al otro lado, Musashi podía mover la espada pequeña en su mano izquierda y atraparlo entre las dos espadas. Lanzándose adelante, podía inmovilizar al hombre en un lugar con la espada pequeña y, antes de que tuviera tiempo de esquivar, atacarle con la espada mayor. En años posteriores este método llegaría a ser formalmente conocido como la «técnica de las dos espadas contra una gran fuerza», pero en aquel momento Musashi la empleaba por puro instinto.

Según todas las normas aceptadas, Musashi no era un gran técnico de la espada. Escuelas, estilos, teorías, tradiciones... nada de eso significaba nada para él. Su manera de luchar era absolutamente pragmática. Lo que sabía era tan sólo lo que había aprendido por experiencia. No llevaba la teoría a la práctica, sino que luchaba primero y teorizaba después.

A los hombres de Yoshioka, desde los Diez Espadachines abajo, les habían inculcado las teorías del estilo Kyōhachi. Algunos de ellos incluso habían llegado a crear variaciones estilísticas propias. A pesar de que eran unos luchadores muy entrenados y altamente disciplinados, no tenían manera de evaluar a un espadachín como Musashi, el cual había pasado una época viviendo como un asceta en las montañas, exponiéndose a los peligros presentados por la naturaleza con tanta frecuencia como a los presentados por el hombre. Para los hombres de Yoshioka era incomprensible que Musashi, con la respiración tan errática, el rostro ceniciento, los ojos empañados por el sudor y el cuerpo cubierto de sangre, fuese todavía capaz de blandir dos espadas y amenazar con poner fin instantáneo a cualquiera que se le acercara demasiado. Pero lo cierto era que seguía luchando como un dios de fuego y furia. Ellos mismos estaban extenuados, y sus intentos de inmovilizar a aquel espectro ensangrentado se estaban volviendo histéricos.

El tumulto aumentó de repente.

—¡Corre! —gritaron mil voces.

—¡Tú, el que luchas solo, echa a correr!

—¡Corre mientras puedas!

Los gritos procedían de las montañas, los árboles, las blancas nubes en el cielo. Los espectadores en todos los lados veían que las fuerzas de Yoshioka estaban cercando a Musashi. El peligro inminente les impulsaba a tratar de salvarle, aunque sólo fuese con sus voces.

Pero sus advertencias no causaron la menor impresión en Musashi, el cual no se habría enterado aunque la tierra se abriera o los cielos lanzaran rayos crepitantes. El alboroto fue en aumento, agitando los treinta y seis picos como un terremoto. Procedía simultáneamente de los espectadores y el grupo compacto de los samurais de Yoshioka.

Finalmente Musashi echó a correr por la ladera de la montaña con la celeridad de un jabalí. De inmediato cinco o seis hombres corrieron pisándole los talones, tratando desesperadamente de asestarle un golpe definitivo.

Lanzando un tremendo aullido, Musashi giró de repente, se agachó e hizo girar la espada de costado al nivel de las espinillas, deteniendo en seco a sus perseguidores. Un hombre descargó su lanza desde arriba y vio que un poderoso contragolpe la arrojaba al aire. Los atacantes retrocedieron. Musashi golpeó con furia y lateralmente, primero con la espada izquierda, a continuación la derecha y, de nuevo, la izquierda. Moviéndose como una combinación de fuego y agua, obligó a sus enemigos a agacharse y retroceder tambaleándose y dando traspiés.

Entonces desapareció de nuevo. Había saltado desde el espacio abierto en el que se libró el terrible combate a un verde campo de cebada que se extendía debajo.

—¡Detente!

—¡Vuelve y lucha!

Dos de los hombres que le perseguían se lanzaron ciegamente en pos de él. Un instante después se oyeron dos gritos agónicos, dos lanzas volaron y cayeron verticales en medio del campo, a través de cuyo extremo Musashi rodaba como una gran bola de barro. Estaba ya a cien varas de distancia y se alejaba rápidamente.

—Ha ido hacia la aldea.

—Se dirige al camino principal.

Pero lo cierto era que, con celeridad y sin que pudieran verle, había reptado por el extremo del campo y ahora estaba escondido en los bosques de la ladera de la montaña. Desde allí observó a sus perseguidores, que se dividían para continuar la búsqueda en varias direcciones.

Era pleno día, una mañana soleada muy parecida a cualquier otra.

Una ofrenda a los muertos

Cuando Oda Nobunaga perdió por fin la paciencia a causa de las maquinaciones políticas de los sacerdotes, atacó el antiguo establecimiento budista en la cumbre del monte Hiei, y en una sola noche horrorosa ardieron la mayoría de sus tres mil templos y santuarios. Aunque habían transcurrido cuatro décadas y habían sido reconstruidos el edificio principal y varios templos secundarios, el recuerdo de aquella noche envolvía como una mortaja a la montaña. Ahora el establecimiento había sido despojado de sus poderes temporales y los sacerdotes volvían a dedicarse exclusivamente a sus deberes religiosos.

Situado en el pico más meridional, desde donde se abarcaban los demás templos y la misma ciudad de Kyoto, había un templo pequeño y retirado conocido como el Mudōji. No era frecuente que el silencio y la quietud que allí reinaban estuvieran interrumpidos por cualquier sonido menos apacible que el rumor de un arroyo o los trinos de los pájaros.

De las profundidades del templo salía una voz masculina que recitaba las palabras de Kannon, la diosa de la misericordia, tal como están reveladas en el sutra del Loto. La monótona letanía ascendía gradualmente hasta que, como si el recitador fuese de improviso consciente de sí mismo, descendía con brusquedad.

Por el pasillo, de suelo negro azabache, caminaba un acólito enfundado en una túnica blanca y que llevaba al nivel de los ojos una bandeja con la magra comida, sin carne, que acostumbraba a servirse en los establecimientos religiosos. Al entrar en la habitación de la que procedía la voz, el acólito dejó la bandeja en un rincón, se arrodilló cortésmente y dijo:

—Buenos días, señor.

El huésped, que estaba ligeramente inclinado hacia adelante, absorto en su tarea, no oyó el saludo del muchacho.

—Señor —dijo el acólito, alzando ligeramente la voz—, te he traído el almuerzo. Si lo deseas, lo dejaré aquí, en el rincón.

—Ah, gracias —replicó Musashi, enderezándose—. Eres muy amable. —Se volvió hacia él e inclinó la cabeza.

—¿Quieres comer ahora?

—Sí.

—Entonces te serviré el arroz.

Musashi aceptó el cuenco de arroz y empezó a comer. El acólito miró primero el bloque de madera al lado de Musashi y luego el pequeño cuchillo detrás de él. A su alrededor estaban esparcidas virutas y astillas de fragante madera blanca de sándalo.

—¿Qué estás tallando? —le preguntó.

—Será una imagen sagrada.

—¿El Buda Amida?

—No, la de Kannon. Por desgracia, no sé nada de escultura. Parece como si me cortara más las manos que la madera.

Como prueba, alzó un par de dedos con numerosos rasguños, pero el chico parecía más interesado en el vendaje que llevaba alrededor del antebrazo.

—¿Cómo están tus heridas?

—Gracias al buen tratamiento que he recibido aquí, ya están casi curadas. Por favor, dile al sacerdote que le estoy muy agradecido.

—Si estás tallando una imagen de Kannon, deberías visitar el edificio principal, donde hay una estatua de Kannon que hizo un escultor muy famoso. Si quieres, te acompañaré allí. No está lejos.

Encantado por el ofrecimiento, Musashi terminó de comer y los dos partieron hacia el edificio principal. Musashi no había salido al aire libre en los diez días transcurridos desde su llegada, cubierto de sangre y usando la espada como bastón. Apenas había empezado a caminar cuando descubrió que sus heridas no estaban tan bien curadas como creía. Le dolía la rodilla izquierda, y la brisa, aunque ligera y fresca, parecía ahondarle la herida del brazo. Pero era agradable estar fuera. Las flores desprendidas de los cerezos agitados suavemente danzaban en el aire como copos de nieve. El cielo empezaba a tener la tonalidad azul de principios del verano. Los músculos de Musashi se hincharon como capullos a punto de reventar.

—Estás estudiando las artes marciales, ¿no es cierto, señor?

—Así es.

—¿Por qué entonces te dedicas a tallar una imagen de Kannon?

Musashi no respondió de inmediato.

—En vez de tallar, ¿no sería mejor que emplearas el tiempo en practicar la esgrima?

La pregunta dolió a Musashi más que sus heridas. El acólito tenía más o menos la edad de Genjirō, y la misma estatura.

¿Cuántos hombres habían sido muertos o heridos en aquel aciago día? Sólo podía suponerlo. Ni siquiera recordaba claramente cómo se había librado de sus perseguidores y encontrado un lugar donde ocultarse. Las únicas dos cosas que permanecían con absoluta claridad en su mente, que le obsesionaban en sueños, eran el grito aterrado de Genjirō y la visión de su cuerpo mutilado.

Volvió a pensar, como lo había hecho varias veces en los últimos días, en la resolución que escribiera en su cuaderno de notas: no haría nada que más tarde pudiera lamentar. Si adoptaba el punto de vista de que sus actos eran inherentes al Camino de la Espada, una zarza extendida en el camino que había elegido, entonces debía asumir que su futuro sería desolado e inhumano.

En la apacible atmósfera del templo, su mente se había aclarado. Y una vez empezó a disiparse el recuerdo de la sangre derramada, se sintió presa de la aflicción por el muchacho al que había matado.

Su mente volvió a la pregunta que le había hecho el acólito.

—¿No es cierto que los grandes sacerdotes, como Kōbō Daishi y Genshin, hicieron muchas imágenes del Buda y los bodhisattvas? Tengo entendido que no pocas de las estatuas que hay aquí, en el monte Hiei, fueron talladas por sacerdotes ¿Qué opinas de eso?

El muchacho ladeó la cabeza y dijo, vacilante:

—No estoy seguro, pero los sacerdotes hacen, en efecto, estatuas y pinturas religiosas.

—Te diré por qué. Lo hacen porque al pintar o tallar una imagen del Buda se acercan más a él. Un espadachín puede purificar su espíritu de la misma manera. Todos los seres humanos contemplamos la misma luna, pero hay muchos caminos que podemos recorrer para alcanzar la cumbre de la montaña más cercana. A veces, cuando perdemos nuestro camino, decidimos probar con el de otro, pero el objetivo final es conseguir la plenitud en la vida.

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