Authors: Eiji Yoshikawa
La mente de Musashi estaba tan clara como el cielo por encima de él. Había repuesto fuerzas y su cuerpo parecía más vigoroso a cada paso que daba.
—No hay ningún motivo para que camine con tanta rapidez —dijo en voz alta, al tiempo que aflojaba el paso—. Supongo que ésta será mi última noche en el mundo de los vivos.
Esto último no era ni una exclamación ni un lamento, sino una mera afirmación que afloró espontáneamente a sus labios. Aún no tenía la sensación de estar mirando cara a cara a la muerte.
Se había pasado el día anterior meditando bajo un pino en el templo interior de Kurama, confiando en alcanzar ese estado de beatitud en el que el cuerpo y el espíritu ya no importan. Su esfuerzo por librarse de la idea de la muerte fue inútil, y ahora estaba avergonzado por haber perdido el tiempo.
El aire nocturno era vigorizante. El sake, tomado en la cantidad justa, un sueño corto pero profundo, la refrescante agua del pozo, las prendas de vestir nuevas, todo ello contribuía a que no se sintiera como un hombre que está a punto de morir. Recordó aquella noche en pleno invierno, cuando se obligó a subir hasta la cima de la montaña Águila. También entonces las estrellas eran deslumbrantes y los árboles estaban festoneados de carámbanos, los cuales ahora habrían cedido el paso a los capullos de las flores.
Tenía la mente llena de pensamientos dispersos y le resultaba imposible concentrarse en el problema vital al que ahora se enfrentaba. Se preguntó de qué le serviría ahora plantearse preguntas a las que varias generaciones de pensadores no habían sido capaces de encontrar respuestas: el significado de la muerte, la angustia de morir, la vida postrera.
El distrito en que se encontraba estaba habitado por nobles y sus servidumbres. Oyó el sonido melancólico de un caramillo, acompañado por los lentos acordes de una armónica de cañas. Imaginó a los deudos sentados en torno a un ataúd, esperando el alba. ¿Había llegado a sus oídos la melodía fúnebre antes de que tuviera conciencia de ella? Tal vez había despertado un recuerdo subconsciente de las vírgenes danzarinas de Ise y su experiencia en la montaña Águila. Las dudas roían su mente.
Mientras se detenía un momento para pensar en ello, observó que había rebasado el Shōkokuji y ahora estaba sólo a unos centenares de varas del plateado río Kamo. A la luz reflejada en una pared de tierra, distinguió una figura quieta y oscura. El hombre se encaminó hacia él, seguido por una sombra más pequeña, la de un perro sujeto con una correa. La presencia del animal tranquilizó a Musashi, pues su dueño no podía ser uno de sus enemigos, y pasó por su lado.
El otro hombre dio unos pocos pasos, se volvió y le dijo:
—¿Me permitís que os moleste un momento, señor?
—¿Es a mí?
—Sí, si no os importa. —Su gorro y el hakama eran como los que llevaban los artesanos.
—¿Qué deseáis? —inquirió Musashi.
—Perdonadme una pregunta peculiar, pero ¿no habéis reparado en una casa con todas las luces encendidas en esta calle?
—No he prestado mucha atención, pero no, no creo haberla visto.
—Supongo que he vuelto a equivocarme de calle.
—¿Qué estáis buscando?
—Una casa donde acaba de producirse una muerte.
—No he visto la casa, pero he oído la música de una armónica y un caramillo unas cien varas atrás.
—Ése debe de ser el lugar. Probablemente el sacerdote shintoísta llegó antes que yo y dio comienzo al funeral.
—¿Vais a asistir a ese funeral?
—No exactamente. Soy un constructor de ataúdes, de la colina Toribe. Me pidieron que fuera a la casa de Matsuo, así que fui a la colina Yoshida, pero ya no viven ahí.
—¿La familia Matsuo de la colina Yoshida?
—Sí, no sabía que se hubieran mudado. He recorrido un largo camino por nada. Os doy las gracias.
—Esperad —le dijo Musashi—. ¿Se trata de Matsuo Kaname, quien estuvo al servicio del señor Konoe?
—El mismo. Cayó enfermo sólo diez días antes de morir.
Musashi se volvió y siguió su camino. El constructor de ataúdes se alejó presuroso en la dirección opuesta.
«De modo que mi tío ha muerto», pensó Musashi sin emoción. Recordó cómo había economizado su tío para acumular una pequeña suma de dinero. Pensó en los pastelillos de arroz que le dio su tía y que él devoró en la orilla del río helado la mañana de Año Nuevo. Se preguntó ociosamente cómo se las arreglaría su tía ahora que se había quedado sola.
Desde la orilla del curso superior del Kamo contempló el oscuro panorama de las treinta y seis colinas de Higashiyama, cada una de las cuales parecía devolverle la mirada con hostilidad. Entonces corrió hacia un puente de pontones. Desde el norte de la ciudad era necesario cruzar allí para llegar al camino del monte Hiei y el paso que conducía a la provincia de Ōmi.
Estaba en la mitad del puente cuando oyó una voz, alta pero ininteligible. Se detuvo y escuchó. La rápida corriente gorgoteaba alegremente, y un frío viento barría el valle. Musashi no pudo localizar el lugar de donde había partido la voz, y al cabo de algunos pasos más volvió a oírla y se detuvo. Seguía sin saber su procedencia, por lo que se apresuró a alcanzar la otra orilla. Al salir del puente, descubrió a un hombre con los brazos alzados que corría hacia él desde el norte. Su figura le pareció familiar.
Y lo era, en efecto, pues se trataba de Sasaki Kojirō, el ubicuo mediador.
Al aproximarse, saludó a Musashi de una manera demasiado amistosa. Echó un vistazo al otro lado del puente y le preguntó:
—¿Estás solo?
—Sí, por supuesto.
—Espero que me perdones por lo de la otra noche —dijo Kojirō—. Te agradezco que tolerases mi intervención.
—Creo que soy yo quien debe darte las gracias —replicó Musashi con igual cortesía.
—¿Vas camino del encuentro?
—Sí.
—¿Completamente solo? —volvió a preguntarle Kojirō.
—Sí, claro.
—Humm. Mira, Musashi, me pregunto si has interpretado mal el letrero que pusimos en Yanagimachi.
—No lo creo.
—¿Eres plenamente consciente de las condiciones? Esto no va a ser un combate entre dos hombres, como en los casos de Seijūrō y Denshichirō.
—Lo sé.
—Aunque el combate se librará en nombre de Genjirō, le ayudarán los miembros de la escuela Yoshioka. ¿Comprendes que pueden ser diez o cien o incluso mil hombres?
—Sí, ¿por qué lo preguntas?
—Algunos de los hombres más débiles han huido de la escuela, pero los más fuertes y valientes han ido todos al pino de ancha copa. En estos momentos están apostados en la ladera de la colina, esperándote.
—¿Has ido a echar un vistazo?
—Sí, y decidí que sería mejor que viniera a advertirte. Como sabía que ibas a cruzar el puente de pontones, te esperé ahí. Considero que es mi deber, puesto que yo escribí el aviso.
—Muy considerado por tu parte.
—Bien, ésa es la situación. ¿De veras pretendes ir solo o tienes seguidores que van por otra ruta?
—Tendré un solo compañero.
—¿Ah, sí? ¿Dónde está ahora?
—¡Aquí mismo! —Musashi señaló su sombra y se echó a reír. Sus dientes brillaron a la luz de la luna.
Kojirō se dio por ofendido.
—Esto no es cosa de risa.
—No lo he dicho como una broma.
—¿Ah, no? Parecía como si te burlaras de mi consejo.
Musashi adoptó una actitud todavía más seria que la de Kojirō y replicó:
—¿Crees que el gran santo Shinran bromeaba cuando dijo que todo creyente tiene la fuerza de dos, porque Buda Amida camina a su lado?
Kojirō no le respondió.
—Todo parece indicar que los Yoshioka me aventajan. Ellos son numerosos y yo estoy solo. Sin duda supones que me derrotarán, pero te ruego que no te preocupes por mí. Si supusiera que disponen de diez hombres y llevara diez hombres conmigo, ¿qué ocurriría? Ellos serían veinte en vez de diez. Y si llevara veinte, aumentarían su número hasta treinta o cuarenta, y el combate crearía aún más desorden público. Muchos morirían o caerían heridos. El resultado sería una grave infracción contra los principios del gobierno, sin ningún avance compensatorio para la causa de la esgrima. En otras palabras, si yo pidiera ayuda habría mucho que perder y poco que ganar.
—Por cierto que eso sea, no está acorde con el arte de la guerra emprender un combate sabiendo que vas a perder.
—Hay ocasiones en que es necesario.
—¡No! No lo es según el arte de la guerra. Llevar a cabo una acción temeraria es un asunto totalmente distinto.
—Tanto si mi método es acorde con el arte de la guerra como si no, sé lo que es necesario para mí.
—Estás infringiendo todas las reglas.
Musashi se rió.
—Si insistes en ir contra las reglas —argumentó Kojirō—, ¿por qué no eliges por lo menos una línea de acción que te dé una oportunidad de seguir viviendo?
—Para mí, el camino que estoy siguiendo es el camino hacia una vida más plena.
—¡Tendrás suerte si no te lleva directamente al infierno!
—Pudiera ser que este río fuese el río de tres brazos que corre por el infierno; este camino podría ser el camino de la perdición, que tiene una milla de largo; la colina por la que pronto subiré, podría ser la montaña de agujas donde empalan a los condenados. Sin embargo, éste es el único camino hacia la verdadera vida.
—Tal como hablas, es posible que ya estés poseído por el dios de la muerte.
—Piensa como gustes. Hay personas que mueren permaneciendo vivas y otras que alcanzan la vida al morir.
—¡Pobre diablo! —dijo Kojirō, mofándose a medias.
—Dime, Kojirō, si sigo este camino, ¿adonde me llevará?
—A la aldea de Hananoki y luego al pino de ancha copa de Ichijōji, donde has decidido morir.
—¿A qué distancia está?
—Sólo a unas dos millas. Dispones de mucho tiempo.
—Gracias, luego nos veremos —dijo Musashi jovialmente, mientras se volvía y echaba a andar por un sendero lateral.
—¡Ése no es el camino!
Musashi asintió.
—Te digo que sigues un camino equivocado.
—Lo sé.
Musashi bajó la cuesta. Más allá de los árboles a cada lado del camino se extendían las terrazas de arrozales, y a lo lejos se alzaban algunas granjas con tejado de paja. Kojirō vio que Musashi se detenía, miraba la luna y permanecía inmóvil un momento. Se echó a reír al comprender que Musashi estaba orinando. También él contempló la luna y pensó que antes de que se hubiera puesto, numerosos hombres estarían muertos o moribundos.
Musashi no regresaba. Kojirō se sentó en la raíz de un árbol y pensó en la lucha inminente con un sentimiento próximo al júbilo. «A juzgar por la serenidad de Musashi, ya está resignado a morir. De todos modos, opondrá una resistencia terrible. Cuantos más derribe, tanto más divertido será contemplarlo. Ah, pero los Yoshioka tienen armas voladoras. Si le alcanza una de ellas, el espectáculo finalizará en el acto, y eso lo echaría todo a perder. Creo que será mejor que le advierta.»
Ahora había una ligera niebla y el aire tenía la frialdad que precede al amanecer. Kojirō se puso en pie y dijo:
—¿Qué te retiene tanto tiempo, Musashi?
La sensación de que había algo fuera de lugar le hizo sentirse inquieto. Bajó rápidamente la cuesta y llamó de nuevo. El único sonido era el que producía una noria al girar.
—¡Ese estúpido bastardo!
Regresó corriendo al camino principal y miró en todas las direcciones, pero sólo vio los tejados del templo, los bosques de Shirakawa en las laderas de Higashiyama y la luna. Llegó a la conclusión de que Musashi había huido y se recriminó por no haber comprendido las intenciones del rōnin detrás de su serenidad. Entonces se dirigió a toda prisa al Ichijōji.
Con una sonrisa en los labios, Musashi salió de detrás de un árbol y permaneció en el lugar donde Kojirō había estado. Se alegraba de haberse desembarazado de él. Le desagradaba un hombre que se complacía en ver morir al prójimo, que observaba impasible mientras otros arriesgaban sus vidas por causas que eran importantes para ellos. Kojirō no era un espectador inocente, motivado tan sólo por el deseo de aprender, sino un entrometido engañoso e intrigante, siempre dispuesto a congraciarse con ambos bandos, siempre presentándose como el tipo espléndido que quiere ayudar a todo el mundo.
Tal vez Kojirō había creído que si informaba a Musashi de lo fuerte que era el enemigo, aquél le pediría de rodillas que le ayudase. Y era concebible que, si el primer objetivo de Musashi hubiera sido el de preservar su vida, habría aceptado de buen grado la ayuda. Pero, incluso antes de encontrarse con Kojirō, había recibido suficiente información para saber que podría tener que enfrentarse a un centenar de hombres.
No es que hubiera olvidado la lección que le enseñó Takuan: el hombre realmente valiente es el que ama la vida y la estima como un tesoro que, una vez perdido, jamás puede ser recuperado. Sabía muy bien que vivir significaba algo más que limitarse a sobrevivir. El problema consistía en impregnar su vida de significado, en asegurar que su vida lanzara un brillante rayo de luz en el futuro, aun cuando resultara necesario entregar esa vida por una causa. Si lograba hacerlo, la duración de su vida, tanto si eran veinte años como setenta, sería lo de menos. Una vida humana no era más que un intervalo insignificante en el flujo interminable del tiempo.
Según la manera de pensar de Musashi, había una clase de vida para la gente ordinaria y otra para el guerrero. Era vitalmente importante para él vivir y morir como un samurai. No podía desandar el camino que había elegido. Aunque le descuartizaran, el enemigo no podría borrar el hecho de que había reaccionado sin temor y honestamente al desafío.
Dedicó su atención a las rutas disponibles. La más corta, así como más ancha y de recorrido más fácil, era el camino que había tomado Kojirō. Otra, no tan directa, era un camino que discurría a lo largo del río Takano, afluente del Kamo, hasta la carretera de Ōhara y desde allí, por la villa imperial de Shugakuin, iba a Ichijōji. La tercera ruta se extendía en un breve tramo hacia el este, seguía por el norte hasta las laderas de Uryū y, finalmente, enlazaba con la aldea por medio de un sendero.
Los tres caminos se encontraban en el pino de copa ancha. La diferencia de las distancias era insignificante, pero, desde el punto de vista de una pequeña fuerza que atacara a otra mucho mayor, el acceso era de primordial importancia. La misma elección podía decidir la victoria o la derrota.