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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (50 page)

BOOK: Musashi
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Quitó el papel encerado y se encontró con un rollo de escritura enrollado a un rodillo de membrillero chino, con el extremo de brocado dorado. Percibió de inmediato que contenía algún secreto importante y, con gran curiosidad, depositó el rollo en el suelo delante de él y lo desenrolló lentamente. Decía así:

CERTIFICADO

Juro solemnemente que he transmitido a Sasaki Kojirō los siguientes siete métodos secretos del estilo Chūjō de esgrima:

Abiertos —estilo rayo, estilo rueda, estilo redondeado, estilo del barco flotante

Secretos —el Diamante, la Edificación, el Infinito

Expedido en el pueblo de Jōkyōji, en la heredad Usaka de la provincia de Echizen, el día _____ del mes _____

Kanemaki Jisai, discípulo de Toda Seigen

En un trozo de papel que parecía haber sido añadido posteriormente, figuraba el siguiente poema:

La luna que brilla

en las aguas inexistentes

de un pozo sin cavar

produce un hombre

sin sombra ni forma.

Matahachi comprendió que aquello era un diploma otorgado a un discípulo que había aprendido cuanto su maestro podía enseñarle, pero el nombre Kanemaki Jisai no significaba nada para él. Habría reconocido el nombre de Itō Yagorō, quien bajo el nombre Ittōsai había creado un estilo de esgrima sumamente famoso y admirado. Pero no sabía que Jisai era el maestro de Itō, como tampoco que Jisai era un samurai de carácter espléndido que había dominado el verdadero estilo de Toda Seigen y se había retirado a un pueblo remoto para pasar sus últimos años en la oscuridad. Desde entonces sólo había transmitido el método Seigen a unos pocos alumnos selectos.

Matahachi leyó de nuevo el primer nombre.

«Este Sasaki Kojirō debía de ser el samurai al que mataron hoy en Fushimi —pensó—. Debió de ser un espadachín consumado para que le concedieran un certificado de experto en el estilo Chūjō, sea el que fuere. ¡Lástima que muriera! Pero ahora estoy seguro, es lo que sospechaba. Debía querer que entregara esto a alguien, probablemente a alguien en su lugar natal.»

Matahachi elevó una breve plegaria al Buda por Sasaki Kojirō , y luego se juró a sí mismo que de alguna manera llevaría a cabo su nueva misión.

Encendió de nuevo el fuego para protegerse del frío, se tendió al lado del hogar y poco después se quedó dormido.

Desde algún lugar a lo lejos llegaba el sonido del shakuhachi del viejo sacerdote. La triste melodía, que al parecer buscaba y llamaba a alguien, continuó sin interrupción, como una patética ola que se cernía sobre los juncos del campo.

Reunión en Osaka

Una niebla gris cubría el campo, y el aire frío de la mañana señalaba que el otoño estaba comenzando en serio. Las ardillas iban de un lado a otro, y en la cocina sin puerta de la casa abandonada huellas de zorro frescas recorrían el suelo de tierra.

El sacerdote mendigo, que regresó tambaleándose poco antes del amanecer, había cedido a la fatiga en el suelo de la despensa, aferrando todavía el shakuhachi. El kimono y la casulla sucios estaban húmedos de rocío y con manchas producidas por la hierba cuando deambulaba como un alma en pena a través de la noche. Abrió los ojos, se irguió, arrugó la nariz y estornudó fuertemente. No hizo esfuerzo alguno por limpiarse el moco que se deslizaba desde la nariz hasta el bigotillo.

Permaneció sentado allí varios minutos antes de recordar que todavía le quedaba un poco de sake de la noche anterior. Refunfuñando para sus adentros, recorrió el largo pasillo hasta la sala del hogar, al fondo de la casa. A la luz del día, había más habitaciones de las que le había parecido la noche anterior, pero se orientó sin dificultad. Le asombró descubrir que la jarra de sake no estaba donde la había dejado.

Y al lado del hogar había un desconocido, con la cabeza apoyada en un brazo y saliva deslizándose de su boca, profundamente dormido. El paradero del sake estaba muy claro.

Por supuesto, el sake no era lo único que faltaba. Un rápido vistazo le reveló que no quedaba ni una pizca de las gachas de arroz con las que había pensado desayunar. El rostro del sacerdote se volvió escarlata de ira. Podía prescindir del sake, pero el arroz era asunto de vida o muerte. Lanzando un grito furioso, dio una patada al durmiente con todas sus fuerzas, pero Matahachi se limitó a gruñir soñoliento, movió el brazo en el que se apoyaba y alzó la cabeza.

—¡Tú..., tú...! —tartamudeó el sacerdote, dándole otra patada.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Matahachi. Las venas sobresalían en su rostro adormilado mientras se incorporaba—. ¡No puedes darme puntapiés de esa manera!

—¡Darte puntapiés es mucho menos de lo que te mereces! ¿Quién te dijo que entraras aquí y me robaras mi arroz y mi sake?

—Ah, ¿eran tuyos?

—¡Claro que eran míos!

—Lo siento.

—¿Que lo sientes? ¿Y eso de qué me sirve?

—Te pido disculpas.

—¡Tendrás que hacer algo más!

—¿Qué esperas que haga?

—¡Devolvérmelo!

—¡Eh! Ya está dentro de mí, me ha mantenido vivo esta noche. ¡No puedo devolvértelo!

—También yo tengo que vivir, ¿no es cierto? Lo máximo que consigo jamás yendo por ahí y tocando la flauta en los portales de la gente son unos pocos granos de arroz o un par de gotas de sake. ¡Imbécil! ¿Esperas que me quede aquí en silencio y te deje robarme mi comida? Quiero que me la devuelvas, ¿me oyes? ¡Devuélvemela!

El tono con que efectuó esa exigencia irracional era imperioso, y su voz le pareció a Matahachi la de un diablo hambriento salido directamente del infierno.

—No seas tan tacaño —le dijo Matahachi despectivamente—. ¿Por qué te lo tomas tan a pecho? Sólo era un poco de arroz y menos de media jarra de un sake de tercera clase.

—Escucha, burro, puede que arrugues la nariz ante unas sobras de arroz, mas para mí es la comida de un día..., ¡la vida de un día! —El sacerdote gruñó y agarró a Matahachi por la muñeca—. ¡No permitiré que te salgas con la tuya!

—¡No seas necio! —replicó Matahachi. Liberó su brazo y cogió al viejo por el escaso cabello, tratando de derribarle. Para su sorpresa, el cuerpo de felino famélico no se movió. El sacerdote aferró con firmeza el cuello de Matahachi—. ¡Bastardo! —exclamó éste, valorando de nuevo la capacidad de lucha de su contrario.

Lo hizo demasiado tarde. El sacerdote adoptó una firme postura de equilibrio y lanzó a Matahachi hacia atrás de un solo empujón. Fue una acción habilidosa, utilizando la propia fuerza de Matahachi, el cual no se detuvo hasta chocar contra la pared enyesada en el extremo de la habitación contigua. Como los postes y el enlistonado estaban podridos, buena parte de la pared se derrumbó, haciendo caer sobre él una lluvia de tierra. Escupiendo la que le había llenado la boca, se incorporó de un salto, desenvainó su espada y se abalanzó contra el viejo.

El sacerdote se dispuso a parar el golpe con su shakuhachi, pero ya estaba dando boqueadas, falto de aliento.

—¡Ya ves en qué te has metido! —gritó Matahachi al tiempo que asestaba un golpe. Falló, pero siguió atacando implacablemente, sin dar tiempo al sacerdote para que recobrase el aliento.

El semblante del viejo adquirió un aspecto espectral. Saltaba hacia atrás una y otra vez, pero lo hacía sin vigor y parecía al borde del colapso. Cada vez que esquivaba el golpe, emitía un grito quejumbroso, como el gemido de un moribundo. Aun así, su movimiento constante impedía a Matahachi alcanzarle con su espada.

Finalmente, su propio descuido perdió a Matahachi. Cuando el sacerdote saltó al jardín, Matahachi le siguió ciegamente, pero en cuanto sus pies golpearon el suelo podrido de la terraza, las tablas se rompieron. Cayó de espaldas, con una pierna colgando a través de un agujero.

El sacerdote se lanzó al ataque. Agarrando la parte delantera del kimono de Matahachi, empezó a golpearle en la cabeza, las sienes, el cuerpo..., en cualquier parte alcanzada al azar por su shakuhachi..., soltando un fuerte gruñido cada vez que golpeaba. Con la pierna atrapada, Matahachi estaba indefenso. Su cabeza parecía a punto de hincharse hasta adquirir el tamaño de un barril, pero la suerte estaba de su parte, pues en aquel momento empezaron a caer de su kimono monedas de oro y plata. A cada nuevo golpe le seguía el alegre tintineo de las monedas que caían al suelo.

—¿Qué es esto? —inquirió sorprendido el sacerdote, soltando a su víctima.

Matahachi se apresuró a liberar su pierna y ponerse a salvo, pero el viejo ya había desahogado su ira. El puño dolorido y la respiración trabajosa no le impedían mirar asombrado el dinero. Con las manos en la cabeza palpitante, Matahachi le gritó:

—¿Te das cuenta, viejo estúpido? No había ninguna razón para que te sulfurases por un poco de arroz y sake. ¡Tengo dinero para derrocharlo! ¡Quédatelo si quieres! Pero a cambio voy a desquitarme de la paliza que me has dado. ¡Asoma tu cabeza de idiota y te pagaré con intereses el arroz y la bebida!

En vez de responder a este insulto, el sacerdote apoyó la cara en el suelo y se echó a llorar. La ira de Matahachi remitió un poco, pero dijo con malignidad:

—¡Mírate! ¡En cuanto ves dinero te desmoronas!

—¡Qué vergüenza! —gimió el sacerdote—. ¿Por qué soy tan necio? —Como la fuerza con la que acababa de luchar, el reproche que se hacía a sí mismo era más violento que el de un hombre ordinario—. ¡Qué burro soy! —siguió diciendo—. ¿Aún no he vuelto a mi sano juicio? ¿Ni siquiera a mi edad? ¿Ni tan sólo después de haber sido expulsado de la sociedad y caído tan bajo como un hombre puede caer?

Se volvió hacia la columna negra que estaba a su lado y empezó a golpearse la cabeza contra ella, sin cesar en sus quejas.

—¿Para qué toco este shakuhachi? ¿No es para expulsar a través de sus cinco orificios mis ilusiones, mi estupidez, mi lujuria, mi egoísmo y mis malas pasiones? ¿Cómo he sido capaz de enzarzarme en una lucha a vida o muerte por un poco de comida y bebida? ¿Y con un hombre lo bastante joven para ser mi hijo?

Matahachi nunca había visto a nadie comportarse de aquella manera. El viejo lloraba un momento y luego volvía a golpearse la cabeza contra la columna. Parecía dispuesto a hacerlo hasta que se partiera la cabeza en dos mitades. Mucho más numerosos eran los golpes que se daba que los que había propinado a Matahachi. Empezó a brotarle sangre de la frente.

Matahachi se sintió obligado a impedir que se torturase más.

—Bueno, basta ya. ¡No sabes lo que estás haciendo!

—Déjame en paz —le suplicó el sacerdote.

—Pero ¿qué te ocurre?

—No me ocurre nada.

—Tiene que haber algo. ¿Estás enfermo?

—No.

—Entonces ¿de qué se trata?

—Estoy disgustado conmigo mismo. Quisiera matar a golpes a este perverso cuerpo mío y darlo de alimento a los cuervos, pero no quiero morir como un imbécil. Quisiera ser tan fuerte y recto como el que más antes de renunciar a esta carne. Perder el dominio de mí mismo me enfurece. Supongo que, al fin y al cabo, podrías considerarlo una enfermedad.

Apiadándose de él, Matahachi recogió el dinero caído e intentó ponerle unas monedas en la mano.

—He tenido en parte la culpa —le dijo en tono de disculpa—. Te daré esto, y así quizá me perdones.

—¡No lo quiero! —exclamó el sacerdote, apresurándose a retirar la mano—. No necesito dinero. ¡Te digo que no lo necesito!

Aunque antes había montado en cólera por unas gachas de arroz, ahora miraba el dinero con una expresión de odio. Sacudió la cabeza vigorosamente y retrocedió, todavía de rodillas.

—Eres un tipo extraño —dijo Matahachi.

—No lo creas.

—Bueno, desde luego actúas de una manera extraña.

—No permitas que eso te preocupe.

—Parece como si vinieras de las provincias occidentales.

Lo digo por tu acento.

—Es natural, nací en Himeji.

—¿De veras? También yo soy de esa zona..., de Mimasaka.

—¿Mimasaka? —repitió el sacerdote, mirando con fijeza a Matahachi—. ¿De qué lugar de Mimasaka?

—El pueblo de Yoshino. Miyamoto, para ser exacto.

El viejo pareció relajarse. Se sentó en el porche y dijo lentamente:

—¿Miyamoto? Es un nombre que me trae recuerdos. Cierta vez me encargué de la vigilancia en la prisión militar de Hinagura. Conozco esa zona bastante bien.

—¿Significa eso que fuiste un samurai del feudo de Himeji?

—Sí, supongo que ahora no lo parezco, pero en otro tiempo fui un guerrero. Me llamo Aoki Tan... —Se interrumpió, y entonces, con la misma brusquedad, siguió diciendo—: Eso no es cierto, lo he inventado. Olvida lo que he dicho. —Se puso en pie y concluyó—: Me voy al pueblo, a tocar el shakuhachi y conseguir un poco de arroz.

Dio media vuelta y se encaminó con pasos rápidos hacia el campo de miscanthus.

Cuando el viejo sacerdote se hubo ido, Matahachi empezó a preguntarse si había hecho bien en ofrecerle dinero de la bolsa del samurai muerto. Pronto resolvió su dilema diciéndose que no había ningún mal en tomar en préstamo una parte, siempre que no fuese demasiado.

«Si entrego estas cosas en casa del muerto, tal como él quería —pensó—, necesitaré dinero para los gastos, ¿y qué otra cosa puedo hacer si no es tomarlo del metálico que tengo aquí?» Esta fácil racionalización era tan consoladora que a partir de aquel día empezó a gastar el dinero poco a poco.

Aún no había decidido qué iba a hacer con el certificado extendido a nombre de Sasaki Kojirō . El hombre le había parecido un rōnin, pero ¿no podría haber estado al servicio de algún daimyō? Matahachi no tenía ningún indicio de su procedencia, por lo que no sabía adonde llevar el certificado. Pensó que su única esperanza sería localizar al maestro de esgrima Kanemaki Jisai, el cual sin duda lo sabría todo acerca de Sasaki.

Durante el viaje desde Fushimi a Osaka, Matahachi preguntó en todas las casas de té, fondas y posadas si alguien conocía a Jisai. Todas las respuestas fueron negativas. Ni siquiera la información adicional de que Jisai era un discípulo acreditado de Toda Seigen tuvo resultado alguno.

Finalmente, un samurai a quien Matahachi conoció en el camino mostró un destello de reconocimiento.

—He oído hablar de Jisai, pero si aún vive debe de ser muy anciano. Alguien dijo que fue al este y se recluyó en un pueblo, creo que de Kōzuke. Si quieres saber más de él, debes ir al castillo de Osaka y hablar con un hombre llamado Tomita Mondonoshō.

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