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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (52 page)

BOOK: Musashi
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Mientras iba en aumento el entusiasmo de Yasoma ante las perspectivas, Matahachi no podía evitar la sensación de que se había metido de cabeza en algo de lo que no le sería fácil salir. Por muy ansioso que estuviera de encontrar trabajo, temía cometer un error al hacerse pasar por Sasaki Kojirō . Por otro lado, si hubiera dicho que era Hon'iden Matahachi, un samurai rural de Mimasaka, Yasoma nunca le habría ofrecido su ayuda, y probablemente le habría mirado por encima del hombro. Era evidente que el nombre Sasaki Kojirō había causado una fuerte impresión.

Pero bien mirado, ¿tenía que preocuparse realmente? El verdadero Kojirō había fallecido y Matahachi era la única persona que lo sabía, pues tenía en su poder el certificado, la única identificación del muerto. Sin ese documento, las autoridades no podían saber de ninguna manera quién era aquel rōnin. La posibilidad de que se hubieran tomado la molestia de llevar a cabo una investigación era improbable en extremo. Al fin y al cabo, ¿quién era el hombre sino un «espía» que había sido lapidado a muerte? Gradualmente, a medida que Matahachi se convencía de que su secreto nunca sería descubierto, una audaz idea tomó forma definida en su mente: se convertiría en Sasaki Kojirō . Lo era desde aquel mismo momento.

—Dame la cuenta —dijo, sacando unas monedas de su bolsa.

Cuando Matahachi se levantaba para marcharse, Yasoma, lleno de confusión, balbuceó:

—¿Qué me dices de mi proposición?

—Ah, te agradecería mucho que hablaras de mí a tu amigo, pero no podemos hablar aquí de esas cosas. Vayamos a algún sitio tranquilo donde podamos tener un poco de intimidad.

—Sí, desde luego —dijo Yasoma, con evidente alivio. Parecía considerar lo más natural que Matahachi pagara también su cuenta.

Pronto se encontraron en un distrito a cierta distancia de las calles principales. Matahachi había intentado llevar a su nuevo amigo a un elegante establecimiento de bebidas, pero Yasoma señaló que entrar en semejante lugar sería un derroche de dinero y sugirió un lugar más barato y más interesante. Mientras cantaba las alabanzas del barrio de los lupanares, condujo a Matahachi a la que se conocía eufemísticamente como la Ciudad de las Sacerdotisas. Se decía, sólo con cierta exageración, que había allí un millar de casas de placer, y un comercio tan activo que se consumían cien barriles de aceite de lámpara en una sola noche. Al principio Matahachi se mostró un poco reacio, pero pronto se sintió atraído por la animación del ambiente.

En las cercanías había un ramal del foso del castillo, por el que fluía agua de marea procedente de la bahía. Si uno miraba con mucha atención podía distinguir minúsculos peces y cangrejos de río que se arrastraban bajo las ventanas sobresalientes y los faroles rojos. Matahachi los vio y se sintió algo inquieto, pues le recordaban mortíferos escorpiones.

El distrito estaba poblado en gran medida por mujeres con las caras muy empolvadas, entre las cuales se veía un rostro bonito de vez en cuando, pero muchas otras parecían cuarentonas, mujeres que recorrían las calles con el semblante triste, la cabeza envuelta en un paño para protegerla del frío y los dientes pintados de negro, y que intentaban lánguidamente excitar los corazones de los hombres que se reunían allí.

—Hay muchísimas, desde luego —dijo Matahachi, suspirando.

—Ya te lo dije —replicó Yasoma, el cual se veía en dificultades para disculpar el escaso interés de las mujeres—. Y son mejores que la primera camarera de casa de té o cantante con la que podrías relacionarte. A la gente tiende a disuadirle la idea del sexo comprado, pero si pasas una noche de invierno con una de ellas y hablas con ella de su familia y esas cosas, probablemente descubrirás que es igual que cualquier otra mujer y no puedes culparla realmente de que se haya convertido en una puta.

«Algunas fueron concubinas del shōgun, y hay muchas cuyos padres fueron en otro tiempo servidores de algún daimyō que luego perdió poder. Ocurrió lo mismo hace siglos, cuando los Taira fueron desplazados por los Minamoto. Descubrirás, amigo mío, que en los arroyos de este mundo flotante gran parte de la basura consiste en flores caídas.

Entraron en una casa, y Matahachi dejó que Yasoma, quien parecía absolutamente experto, se encargara de todo. Sabía cómo pedir el sake y tratar a las mujeres. Era impecable. La experiencia le pareció a Matahachi muy divertida.

Pasaron allí la noche, e incluso cuando mediaba el día siguiente Yasoma no mostraba señal alguna de fatiga. Matahachi se sentía recompensado hasta cierto punto por todas las ocasiones en que le habían obligado a retirarse a una habitación trasera en el Yomogi, pero estaba empezando a cansarse.

Finalmente, admitiendo que había tenido bastante, dijo a su compañero:

—No quiero beber más. Vámonos.

Yasoma no se movió.

—Quédate conmigo hasta la noche —le pidió.

—¿Qué ocurrirá entonces?

—Estoy citado con Susukida Kanesuke. Ahora es demasiado temprano para ir a su casa, y en cualquier caso no podré plantear tu situación hasta que tenga una idea mejor de lo que quieres.

—Supongo que al principio no debería pedir una paga muy grande.

—No tiene sentido que te vendas barato. Un samurai de tu categoría debe ser capaz de imponer cualquier cifra que pida. Si te conformas con un cargo inferior, te estarás rebajando. ¿Por qué no le dices que quieres un estipendio de dos mil quinientas fanegas? A un samurai que tiene confianza en sí mismo siempre le pagan y tratan mejor. No debes dar la impresión de que te conformas con cualquier cosa.

Con la proximidad de la noche, las calles de aquella zona, tendidas a la inmensa sombra del castillo de Osaka, no tardaron en oscurecerse. Al salir del burdel, Matahachi y Yasoma atravesaron una de las zonas residenciales de samurais más selectas, y se detuvieron en un lugar de espaldas al foso. El frío viento disipaba los efectos del sake que habían tomado durante todo el día.

—Esa de ahí es la casa de Susukida —dijo Yasoma.

—¿La que tiene el tejado con ménsulas encima del portal?

—No, la que está al lado de la que hace esquina.

—Humm. Es grande, ¿verdad?

—Kanesuke se labró un nombre. Hasta los treinta años, más o menos, nadie había oído hablar de él, pero ahora...

Matahachi fingió prestar atención a lo que Yasoma le decía. No es que dudara de ello. Al contrario, había llegado a confiar tan plenamente en Yasoma que ya no ponía en tela de juicio nada de lo que el hombre le decía. Sin embargo, creía que debía permanecer impasible. Mientras contemplaba las mansiones de los daimyōs que rodeaban el gran castillo, su ambición todavía juvenil le decía: «Uno de estos días, también yo viviré en un sitio así».

La voz de Yasoma interrumpió sus pensamientos.

—Ahora veré a Kanesuke y le hablaré para que te contrate. Pero antes, ¿dónde está el dinero?

—Sí, claro —dijo Matahachi, consciente de que un soborno estaba en regla. Al sacar la bolsa de la parte frontal del kimono se dio cuenta de que se había reducido a la tercera parte de su volumen original. Vertió todas las monedas en su mano y dijo—: Esto es todo lo que tengo. ¿Será suficiente?

—Bastará, desde luego.

—Querrás que lo envuelva en algo, ¿no?

—No es necesario. Kanesuke no es el único hombre en estos alrededores que cobra por encontrarle una posición a alguien. Todos lo hacen, y muy abiertamente. No debes azorarte por ello.

Matahachi se quedó con unas pocas monedas, pero tras entregar las restantes empezó a sentirse inquieto. Cuando Yasoma se alejó, le siguió unos pasos.

—Haz cuanto puedas —le imploró.

—No te preocupes. Si las cosas parecen difíciles, me guardaré el dinero y te lo devolveré. Él no es el único hombre influyente en Osaka, y también podría pedir ayuda a Ōno o Gotō. Tengo muchos contactos.

—¿Cuándo tendré la respuesta?

—Veamos. Podrías esperarme, pero no querrás quedarte aquí con este viento, ¿verdad? Además, la gente podría sospechar que no tienes muy buenas intenciones. Volvamos a encontrarnos mañana.

—¿Dónde?

—En ese solar vacío donde han montado una feria.

—De acuerdo.

—Lo mejor sería que me esperases en el tenderete de sake donde nos hemos conocido.

—De acuerdo.

Después de que convinieran la hora, Yasoma se despidió de él agitando una mano y cruzó con paso majestuoso el portal de la mansión, balanceando los hombros y sin evidenciar la menor vacilación. Matahachi, seriamente impresionado, pensó que Yasoma debía de conocer realmente a Kanesuke desde su época menos próspera. Se sintió lleno de confianza, y aquella noche tuvo sueños agradables acerca de su futuro.

A la hora señalada, Matahachi recorría el solar humedecido por la escarcha que se estaba fundiendo. Como el día anterior, el viento era frío y había mucha gente en el lugar. Esperó hasta la puesta del sol pero no vio señal alguna de Akakabe Yasoma.

Regresó al día siguiente. «Algo debe de haberle detenido —pensó caritativamente, mientras permanecía sentado contemplando las caras de los transeúntes—. Hoy se presentará.» Pero una vez más el sol se puso sin que Yasoma apareciera.

El tercer día, Matahachi le dijo al vendedor de sake con cierta timidez:

—Aquí estoy de nuevo.

—¿Estás esperando a alguien?

—Sí, tengo que reunirme con un hombre llamado Akakabe Yasoma. Le conocí aquí el otro día. —Matahachi explicó detalladamente la situación al tendero.

—¿Ese sinvergüenza? —replicó alarmado el tendero—. ¿Te dijo que te encontraría una buena posición y luego te robó tu dinero?

—No me lo robó. Se lo di para que lo entregara a un hombre llamado Susukida Kanesuke. Estoy esperando aquí para saber lo que ha ocurrido.

—¡Pobre hombre! Puedes esperar cien años, pero me atrevería a decir que no volverás a verle.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso?

—¡Hombre, es un estafador infame! Esta zona está llena de parásitos como él. Si ven a alguien que parece un poco inocente, se abalanzan sobre él. Pensé en advertírtelo, pero no quise inmiscuirme. Creí que por su aspecto y su manera de actuar te darías cuenta de la clase de individuo que es. Ahora has perdido tu dinero. ¡Lástima!

El hombre se mostró muy comprensivo. Intentó convencer a Matahachi de que no era ninguna deshonra ser engañado por los ladrones que actuaban allí. Pero no era la turbación lo que afectaba a Matahachi; lo que le hacía hervir la sangre era la desaparición del dinero y, con él, sus grandes esperanzas. Contempló impotente a la multitud que se movía a su alrededor.

—Dudo de que te sirva de algo —le dijo—, pero podrías preguntar en el tenderete del mago. Esa chusma suele reunirse detrás para jugar. Si Yasoma ha conseguido dinero, es posible que esté tratando de multiplicarlo.

—Gracias —le dijo Matahachi, levantándose excitado—. ¿Dónde está el tenderete del mago?

El cercado que le señaló el hombre estaba rodeado por una valla de afiladas cañas de bambú. En la parte delantera los voceadores intentaban atraer clientes, y unas banderas suspendidas cerca de la entrada anunciaban los nombres de varios prestidigitadores. Desde el otro lado de las cortinas y tiras de estera de paja que cubrían la valla llegaba el sonido de una música extraña, mezclada con el rápido e intenso murmullo de los artistas y los aplausos del público.

Matahachi dio la vuelta al recinto y encontró otra entrada. Cuando se asomó, un vigilante le preguntó:

—¿Vienes a jugar?

Asintió y el hombre le dejó entrar. Se encontró en un espació rodeado por paredes de tela pero con el cielo por techo.

Una veintena de hombres, todos ellos indeseables a juzgar por su aspecto, estaban sentados en círculo, jugando. Todos los hombres se volvieron hacia Matahachi, y uno de ellos le hizo silenciosamente sitio para que se sentara.

—¿Está aquí Akakabe Yasoma? —preguntó Matahachi.

—¿Yasoma? —replicó uno de los jugadores en tono sorprendido—. Ahora que lo pienso, últimamente no ha venido por aquí—. ¿Por qué?

—¿Crees que vendrá más tarde?

—¿Cómo podría saberlo? Siéntate y juega.

—No he venido a jugar.

—¿Qué estás haciendo aquí sí no quieres jugar?

—Estoy buscando a Yasoma. Siento molestaros.

—¡Pues búscalo en otro sitio!

—He dicho que lo siento —dijo Matahachi, apresurándose a salir.

—¡Espera un momento! —le ordenó uno de los jugadores, levantándose para seguirle—. No puedes irte después de decir simplemente que lo sientes. ¡Aunque no juegues, tienes que pagar por tu asiento!

—No tengo dinero.

—¡No tienes dinero! Ya veo. Esperando la ocasión de birlar unas monedas, ¿eh? Un maldito ladrón, eso es lo que eres.

—¡No soy ningún ladrón! ¡No puedes insultarme así! —Matahachi aferró la empuñadura de su espada, lo cual sólo divirtió al jugador.

—¡Idiota! —gritó—. Si las amenazas de los tipos como tú me asustaran, no podría mantenerme vivo en Osaka un solo día. ¡Usa la espada, si te atreves!

—¡Te advierto que lo digo en serio!

—¿Ah, sí? No me digas.

—¿Sabes quién soy?

—¿Por qué habría de saberlo?

—Soy Sasaki Kojirō , sucesor de Toda Seigen en la aldea del Jōkyōji en Echizen. Fue el creador del estilo Tomita.

Mientras pronunciaba orgullosamente estas palabras, Matahachi pensó que bastarían para hacer huir al hombre, pero se equivocaba. El jugador escupió y se volvió hacia el cercado.

—¡Eh, todos vosotros! Este tipo acaba de decir que es alguien importante. Al parecer, quiere atacarnos con su espada. Veamos qué tal la maneja, será divertido.

Al ver que el hombre estaba desprevenido, Matahachi desenvainó de repente su espada y dio un tajo lateral a la espalda del jugador.

El hombre saltó en el aire.

—¡Hijo de perra! —gritó.

Matahachi se escabulló entre la multitud. Deslizándose desde un grupo de gente al siguiente, logró permanecer oculto, pero cada rostro que veía parecía el de uno de los jugadores. Pensó que no podía esconderse de esa manera indefinidamente y miró a su alrededor, en busca de un refugio más sólido.

Delante de él, sobre una valla de bambú, había una cortina con un gran tigre pintado. Había también un estandarte sobre la entrada con el dibujo de una lanza de dos puntas y un penacho. Encaramado a una caja vacía, un hombre gritaba ásperamente:

—¡Ved al tigre! ¡Entrad y ved al tigre! ¡Haced un viaje de mil millas! Este enorme tigre, amigos míos, fue capturado personalmente por el gran general Katō Kiyomasa en Corea. ¡No os perdáis al tigre! —Su perorata era frenética y rítmica.

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